Columna

Sin rostro

Probablemente recuerden su cara: es imposible no reparar en ella. La estadounidense Connie Culp apareció en todos los medios hace un par de semanas tras recibir el primer trasplante de rostro realizado en EE UU. Su marido le había disparado en plena cara, despojándole de la nariz, de los pómulos, de un ojo y de la parte superior de la boca. Tres fotos acompañaban la noticia: la hermosa cara de antes del disparo, la espeluznante no-cara posterior, y la extraña cara hinchada (pero cara al fin y al cabo), fruto de más de una treintena de operaciones.

De todas las cosas horribles que le pue...

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Probablemente recuerden su cara: es imposible no reparar en ella. La estadounidense Connie Culp apareció en todos los medios hace un par de semanas tras recibir el primer trasplante de rostro realizado en EE UU. Su marido le había disparado en plena cara, despojándole de la nariz, de los pómulos, de un ojo y de la parte superior de la boca. Tres fotos acompañaban la noticia: la hermosa cara de antes del disparo, la espeluznante no-cara posterior, y la extraña cara hinchada (pero cara al fin y al cabo), fruto de más de una treintena de operaciones.

De todas las cosas horribles que le pueden ocurrir a uno, perder el rostro es, sin duda, de las peores. Lo saben muy bien, por ejemplo, esos hombres que, en algunos países de Asia como Bangladesh, echan ácido a la cara de la mujer que les ha rechazado. El ácido no las mata: sólo las deja completamente desfiguradas. En adelante ningún trato social será normal, ninguna actividad pública será fácil. Condenadas al aislamiento, a no recibir probablemente ya ninguna mirada amorosa, al encierro en vida.

Puede ocurrir por una agresión, pero también por una enfermedad o por un accidente. Las personas que quedan desfiguradas se sienten excluidas del mundo y de ellas mismas. Perder la cara, psicológica y socialmente, equivale a perder su posición en el mundo. Imagínense lo que es estar completamente solo (y desamparado) detrás del propio rostro. Sin que éste te represente, sin esa pantalla amable que la mayoría de la gente tiene y de la que se despreocupa en su vida cotidiana. Más aún, tener que defenderte de ella, de ese monstruo, de tu rostro. ¿Y cómo hacerlo si uno está rodeado de espejos? Para empezar, del espejo de las miradas ajenas (algunas huidizas y repugnadas, otras compasivas, otras descaradas). La autoestima se convierte en una tarea ímproba en esas condiciones.

La historia misma de la cirugía facial es elocuente respecto al sufrimiento que causa la desfiguración. La cirugía plástica moderna no surge hasta mediados del siglo XIX, una vez introducidas la anestesia y la antisepsia. Eso no significa que no se hicieran operaciones de ese tenor en los siglos anteriores, aunque podemos imaginar con qué grado de dolor y qué peligro de infecciones y deformaciones mayores. Muchos de esos pacientes desesperados eran sifilíticos con narices deformadas o destruidas por la enfermedad. Sin embargo, ese tipo de cirugía no prosperó durante siglos en gran parte por la oposición de la Iglesia: la sífilis era considerada un castigo divino; no era admisible, por tanto, que se tratara de rectificar quirúrgicamente las cicatrices y deformaciones -los estigmas- que hacían visibles el pecado.

La culpa inscrita en la fealdad o la deformidad del rostro: una asociación que no ha dejado de estar en vigor durante milenios. ¿Una asociación ya superada? Desde luego, ya no tenemos nada en contra de la cirugía reparadora, pero...

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