Columna

De 'ochomiles'

Conmueve ver a Edurne Pasaban terminando el descenso del Kangchenjunga al límite de sus fuerzas, aunque tal vez sea más justo decir al filo de sus fuerzas para significar lo lacerante de esa experiencia extrema. Se trata, en mi caso, de una conmoción múltiple o compleja, hecha, por un lado, de empatía, por otro, de un punto de desconcierto o interrogación sobre el sentido de tanto riesgo. Y hecha desde luego de admiración por quienes, como ella, ponen todo su talento y empeño para alcanzar esas cumbres desde las que se pueden contemplar, seguro, paisajes de una belleza vertiginosa, transformad...

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Conmueve ver a Edurne Pasaban terminando el descenso del Kangchenjunga al límite de sus fuerzas, aunque tal vez sea más justo decir al filo de sus fuerzas para significar lo lacerante de esa experiencia extrema. Se trata, en mi caso, de una conmoción múltiple o compleja, hecha, por un lado, de empatía, por otro, de un punto de desconcierto o interrogación sobre el sentido de tanto riesgo. Y hecha desde luego de admiración por quienes, como ella, ponen todo su talento y empeño para alcanzar esas cumbres desde las que se pueden contemplar, seguro, paisajes de una belleza vertiginosa, transformadora, insustituible. Pero hoy quisiera detenerme en la vertiente más colectiva de esas cimas o en su contribución más social, porque la ascensión hasta lo más alto de Edurne Pasaban también nos hace ascender. Nos obliga a ascender en el sentido de que para acercarnos a su experiencia necesitamos introducir nuevas escalas en nuestra reflexión-imaginación del paisaje, interior y exterior, que hasta-desde allí puede llegar a verse.

Y lo mismo sucede -por referirme a otro alto paisaje de nuestra cultura, literalmente cuajado de estrellas- cuando nuestros grandes cocineros nos proponen sus creaciones: su crecer gastronómico nos crece, nos empuja a introducirnos en otra dimensión del gusto y de la curiosidad cultural; a ligar sensualidad y mentalidad, placer y conocimiento. Y nuestra sociedad va abriéndose cada vez más a esas cumbres, sofisticándose en sus expectativas, volviéndose en determinados ámbitos culturales mucho más exigente. Mucho más dispuesta, en definitiva, a comprender y defender el privilegio que supone poder moverse con libertad y agilidad en diferentes alturas, poder elegir hoy la sencillez, mañana el reto; hoy el terreno cómodo del hábito, mañana el abrupto de la novedad o de la duda; hoy la belleza del nivel del mar, mañana el atractivo radical, desafiante de las cimas más altas.

En fin, que en algunos ámbitos es evidente que nuestras sociedades ascienden, avanzan con decisión hacia los ochomiles. Y por eso resulta aún más desconcertante y preocupante que en otros ámbitos culturales el proceso sea el contrario, que lo que se esté produciendo sea un descenso, una pérdida de habilidades de altura, un adormecimiento de la curiosidad y de la exigencia. Que obras que son, sin duda, ochomiles del patrimonio intelectual (es decir, natural) de la humanidad estén siendo relegadas, borradas del mapa educativo o crítico; que hacia esas cumbres de la literatura o el pensamiento no se organicen ya expediciones didácticas ni mediáticas. Que nos estemos quedando sin sus vistas.

Muchos de nuestros jóvenes manejan ya con soltura los nombres e itinerarios del Kangchenjunga, el Annapurna o el K-2, mientras que de Faulkner, Cortázar, Joyce, Duras, Woolf, Rulfo o Martín-Santos han perdido la ruta, y con ella la belleza vertiginosa, transformadora, irremplazable que (sólo) desde su cima puede abarcarse.

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