Columna

La ternura del halcón

He recorrido medio mundo en compañía de Paco Ontañón. Con el bolsón al hombro, ligeramente escorado por el peso de las cámaras, en medio de la calle, la mirada de este artista era parecida a la del halcón, siempre atenta a cobrar la pieza, no en las alturas de la estética, sino a ras de la vida, en el caldo gordo de la gente subalterna. Con los poderosos usaba una ironía corrosiva; con los marginados, una pudorosa ternura; con esa clase media dominguera autosatisfecha, rodeada de objetos horteras que son sus exvotos, entraba a degüello: éstas eran las armas con que Ontañón se enfrentaba a sus ...

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He recorrido medio mundo en compañía de Paco Ontañón. Con el bolsón al hombro, ligeramente escorado por el peso de las cámaras, en medio de la calle, la mirada de este artista era parecida a la del halcón, siempre atenta a cobrar la pieza, no en las alturas de la estética, sino a ras de la vida, en el caldo gordo de la gente subalterna. Con los poderosos usaba una ironía corrosiva; con los marginados, una pudorosa ternura; con esa clase media dominguera autosatisfecha, rodeada de objetos horteras que son sus exvotos, entraba a degüello: éstas eran las armas con que Ontañón se enfrentaba a sus criaturas más queridas. Ahora Paco Ontañón ha muerto.

Le he visto retratar chimpancés en una reserva de Kenia con la misma curiosidad con que disparó su leica en la deshabitada cámara de gas del campo de concentración de Mauthausen, de la que extrajo su karma mortal. Por eso creo que antes que aspirar a la felicidad personal en esta vida, el propósito fundamental de este fotógrafo consistía en dejar con sus imágenes un testimonio de la fiesta miserable del mundo con una mezcla de humor y realismo. En uno de los hornos crematorios de Mauthausen había un envase de coca-cola familiar que tal vez había abandonado algún turista. Puede que Paco Ontañón viera en este hecho el sentido que Protágoras daba a sus palabras cuando dijo que el hombre es la medida de todas las cosas. Se entiende que de todas las cosas estúpidas, que son las que más excitaban la imaginación de este artista y de las que deseaba dejar constancia.

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Paco Ontañón venía del neorrealismo de posguerra; comenzó a alimentar su cámara en los barrios postergados de una Barcelona cutre, sucia y hambrienta donde el artista, pese a todo, encontraba ciertos tesoros secretos en los ojos inocentes de niños, en la soledad de algunas adolescentes, en los descampados junto a perros abandonados. Rodando por el mundo en su compañía le he visto pasivo y desactivado ante paisajes espectaculares de los Andes, en los valles más herméticos de China, en las hermosas puestas de sol sobre las verdes colinas de África, pero bastaba con que en medio de la naturaleza apareciera un indio con un carrito o un chino viejo con un grillo en una jaula para que este fotógrafo olvidara la Gran Muralla, las cumbres del Machu Picchu y se lanzara sobre esa criatura humana que palpitaba por sí misma creando un mundo alrededor de ella. A veces yo le decía que reparara en la belleza de la luz de una tarde. Ontañón me decía:

-Deja que eche primero un par de carretes en este mercado de la carne y luego te haré, si quieres, un alma serena. Al final del día Ontañón se regalaba con una puesta de sol.

Ha sido un gran amigo. Lo he admirado, sobre todo, por la profunda lección de psicología que había aprendido del rostro humano, su mejor paisaje. De tanto ver gestos, miradas, risas, lágrimas, fiestas, entierros, bodas, niños, perros, su mirada había adquirido un poder extraordinario de observación con el que descubre la soledad y la sabiduría. Un gran artista ha muerto. Atrás quedan todos nuestros caminos. Lo siento.

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