Columna

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Escribo esta columna sin saber quién ha ganado la Eurocopa. La escribo, aunque sé que casi nadie la verá. Si hemos ganado, porque todo el mundo comprará el periódico para leer una sola sección. Si hemos perdido, porque nadie tendrá ganas ni de acercarse al quiosco. Lo sé, y, sin embargo, quiero escribir esta columna y no otra, por más que me sobren temas sobre los que opinar con ironía -esa patética mascletà del Gobierno valenciano que obliga a los docentes a impartir Educación para la Ciudadanía en inglés, desmintiendo esa simpatía que el PP aún no ha tenido tiempo de estrenar- o con a...

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Escribo esta columna sin saber quién ha ganado la Eurocopa. La escribo, aunque sé que casi nadie la verá. Si hemos ganado, porque todo el mundo comprará el periódico para leer una sola sección. Si hemos perdido, porque nadie tendrá ganas ni de acercarse al quiosco. Lo sé, y, sin embargo, quiero escribir esta columna y no otra, por más que me sobren temas sobre los que opinar con ironía -esa patética mascletà del Gobierno valenciano que obliga a los docentes a impartir Educación para la Ciudadanía en inglés, desmintiendo esa simpatía que el PP aún no ha tenido tiempo de estrenar- o con amargura, como la trinchera en la que me recluye un poco más cada día la globalización de unas políticas tan injustas que no permiten otra opción que la resistencia numantina, siempre triste, siempre solitaria y estéril casi siempre.

Precisamente por eso, porque mi corazón maltrecho y perplejo no contaba ya con estas alegrías, quiero dejar constancia del entusiasmo que me han inspirado las hazañas de unos chicos muy jóvenes, muy morenos y bastante bajos respecto a la media del fútbol continental, por los que nadie, yo incluida, daba un céntimo hace muy poco tiempo. Y quiero darles las gracias por saber jugar, por saber ganar, por saber ganar jugando tan bien y, sobre todo, por haber roto el maleficio del mal menor, donde tantas veces, tantas selecciones vestidas de rojo han aguantado a duras penas un empate a cero para perder por la mínima en el tiempo añadido.

Los españoles jóvenes, morenos y bajitos siempre han sido los únicos capaces de asombrar al mundo. Yo siempre he estado orgullosa de esa clase de españoles. Por eso recuerdo a Albert Camus cuando dijo que España le había enseñado que los buenos no ganan siempre. Y por eso, porque sé que han sido los mejores, he querido escribir esta columna sin saber quién ha ganado la Eurocopa.

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