Columna

El lugar de Galicia

Tenemos la sensación de que los espacios merman con los años. Cuando uno es pequeño parecen inmensos, sobrecogedores, y poco a poco se van reduciendo a la escala de la persona. Pero con la plaza del Obradoiro no sucede lo mismo, porque la historia ha engrandecido el espacio convirtiéndolo en lugar.

En los comienzos, cuando la catedral románica que dibujó Kenneth Conant era una fortaleza aislada entre el caserío, el solar sería un descampado extramuros donde trabajaban los canteros que construyeron la fábrica y lugar de mercado. Con el siglo XVI se empieza a conformar la plaza al constru...

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Tenemos la sensación de que los espacios merman con los años. Cuando uno es pequeño parecen inmensos, sobrecogedores, y poco a poco se van reduciendo a la escala de la persona. Pero con la plaza del Obradoiro no sucede lo mismo, porque la historia ha engrandecido el espacio convirtiéndolo en lugar.

En los comienzos, cuando la catedral románica que dibujó Kenneth Conant era una fortaleza aislada entre el caserío, el solar sería un descampado extramuros donde trabajaban los canteros que construyeron la fábrica y lugar de mercado. Con el siglo XVI se empieza a conformar la plaza al construirse el hospital de los Reyes Católicos, sin parangón por su dialéctica riqueza y equilibrio de líneas, por la composición de huecos y paños secos, por su decoración exuberante y al mismo tiempo contenida, la cornisa inigualable en la cantería gallega y los balcones corridos sobre ménsulas figurativas. Cien años más tarde se cierra el frente sur con el colegio de San Xerome, un curioso pastiche que, quizá tratando de armonizar con el pórtico del maestro Mateo, recupera la seudorrománica fachada cuatrocentista del Estudo Vello de la Azabachería.

Por el Obradoiro transitan ciudadanos de toda Galicia, universitarios, peregrinos, turistas y vendedores

Pues bien, esta plaza rematada en el XVIII fue un lugar de sangre, sudor y lágrimas, de iniciativas y proyectos, de tejemanejes políticos revestidos de religión y de disputas estéticas que convulsionaban el obradoiro donde aquellos canteros que se negaban a comer salmón más de tres veces por semana tallaban la piedra y la elevaban bien para hacer la filigrana barroca de la catedral, bien para construir el neoclásico palacio de Raxoi, causante de una sonora polémica.

En el espasmódico siglo XIX la plaza, como la ciudad, se cierra ante cualquier conato de innovación. Es el momento del resurgir de la peregrinación romántica y del divertimento laico, corridas de toros incluidas. Por entonces se concluye el bello grupo de casas del extremo suroeste que alivia la pétrea monumentalidad. Sufrió tantos cambios de aspecto como de nombre -plaza de España, de Alfonso XIII, del Hospital...-; había árboles desmedrados y alguna estatua como la de Montero Ríos, peregrina también según el interés político.

Al compás de los acontecimientos del XX se consagra como plaza de Galicia y de Europa. Imagino al alcalde Ánxel Casal y a su primer teniente de alcalde, José Germán, con sus urgencias estatutarias y la amenaza golpista que les costó la vida y dio paso a la negra dictadura con su cohorte de peregrinaciones que el cabildo recibía de pontifical y brazo en alto. Luego llegará la reivindicación de la democracia y la autonomía, y el Obradoiro deviene en escenario de todas las manifestaciones. Fui testigo desde el balcón de la izquierda del pazo de Raxoi de cómo un guardia de tráfico encaminaba hacia uno u otro lado a los manifestantes según su protesta fuese de ámbito municipal o autonómico. En el año jubilar de 1993, eclosión del fenómeno jacobeo, la llegada masiva de peregrinos y turistas fue un auténtico maná para la hostelería y el comercio de recuerdos globales. Discreta pero agria disputa mantuvo la alcaldía con el arzobispado por su afán de hacer de las plazas escenario para misas de campaña.

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Por el Obradoiro del siglo XXI transitan ciudadanos de toda Galicia, universitarios de camino hacia sus facultades, peregrinos de pies macerados, turistas despistados, vendedores de chilindradas, políticos apresurados, paseantes. El flujo principal entra por la esquina nordeste, de espaldas a la gran escenografía catedralicia, de modo que los visitantes han de girarse para ver las torres gemelas. Quienes han convertido el espacio en lugar con alma son los ciudadanos del mundo que llegan por miles, ante unas instituciones y vecinos mayoritariamente distantes de un fenómeno amparado en exclusiva por lo jacobeo. Es necesaria una explicación más humanística y filosófica. En última instancia, ¿por qué vienen tantos caminantes?

Ya que se restaura el Pórtico de la Gloria, convendría pensar en una buena rehabilitación de las fachadas, eliminando musgos y algas y respetando los líquenes inocuos que suavizan la dureza pétrea. Y puestos a mirar al futuro, quizá un día alguien se decida a retomar el proyecto de Norman Foster para el Pedroso, un nuevo hito en el horizonte de poniente, o bien a proyectar una escultura junto al pazo de Raxoi. En suma, a imprimir la huella de nuestro tiempo, como cada tiempo pasado dejó la suya.

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