Reportaje:Bagdad

El día que prendió la mecha

El sargento primero Jerry Swope iba refunfuñando mientras su Humvee abandonaba la base cubierta de arena que había sido su hogar los últimos cuatro días. Eran las siete y media de la mañana y estaba de un humor de perros. Como no había barracones libres, había tenido que dormir sobre el capó de su vehículo. Su pelotón había estado de patrulla hasta las dos de la madrugada en Sadar City, un barrio de Bagdad que parecía una lata de sardinas, participando en una de las regulares demostraciones de fuerza del ejército estadounidense. Desesperado por dormir unos minutos, Swope se saltó los huevos re...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El sargento primero Jerry Swope iba refunfuñando mientras su Humvee abandonaba la base cubierta de arena que había sido su hogar los últimos cuatro días. Eran las siete y media de la mañana y estaba de un humor de perros. Como no había barracones libres, había tenido que dormir sobre el capó de su vehículo. Su pelotón había estado de patrulla hasta las dos de la madrugada en Sadar City, un barrio de Bagdad que parecía una lata de sardinas, participando en una de las regulares demostraciones de fuerza del ejército estadounidense. Desesperado por dormir unos minutos, Swope se saltó los huevos revueltos con beicon de la tienda de campaña-comedor. El desayuno tendría que haber sido un MRE (meal ready to eat), una de esas bolsas del ejército con comida preparada para comer sobre la marcha. Estofado de buey, tal vez, o chile con carne.

La misión de aquella agradable mañana de domingo era, literalmente, una mierda. El pelotón de Swope tenía que escoltar a tres camiones sépticos por Sadar City mientras éstos aspiraban las charcas de aguas residuales que brotaban burbujeando de las cañerías subterráneas que se habían corroído. Los conductores de los camiones eran contratados y pagados por el Ayuntamiento de Bagdad, pero si no iban acompañados de sol¬dados estadounidenses exigían el pago de sobornos a los residentes antes de poner en marcha las bombas de succión.

La custodia de los camiones sépticos era un trabajo desagradable, pero era exactamente el tipo de cosa que Swope había esperado hacer en Irak. Tanto él como otros soldados de la I División de Caballería del ejército habían contado con que llevarían a cabo "operaciones de estabilidad" a su llegada a la capital iraquí, a finales de marzo de 2004. Cuando llegaron a Bagdad, los comandantes de la I División supusieron que la insurgencia iría disminuyendo y que tendrían que trabajar como policías y como ingenieros municipales, ayudando a los iraquíes a restablecer los servicios básicos y a construir las instituciones del gobierno local. (...)

En ninguna otra parte de Bagdad, el reto de restablecer los servicios municipales era tan grande como en Sadar City, una sórdida madriguera en la que se amontonaban dos millones y medio de chiíes, situada unos cinco kilómetros al este de la Zona Verde. Los residentes de aquel gueto -conocido como Sadam City cuando el dictador estaba en el poder- habían sido considerados como una amenaza por el Gobierno de Sadam, que estaba dominado por los suníes. Su régimen reprimía con asiduidad cualquier acto de disensión que se produjese en las laberínticas callejuelas del barrio. En un tristemente célebre incidente ocurrido en 1999, la Guardia Republicana, el cuerpo de élite de Sadam, abatió a tiros a más de cien personas que protestaban por los asesinatos de un prominente clérigo chií y de sus dos hijos perpe¬trados por el Gobierno. Se había gastado poquísimo en la construcción de escuelas y hospitales en el barrio. Las cañerías de un metro de ancho que conducían las aguas residuales y que cruzaban el barrio en todas direcciones no se habían limpiado desde 1998. Cuando las tropas estadounidenses llegaron a Bagdad, el 60% de las arterias subterráneas estaban bloqueadas, creando unas enormes ciénagas de excrementos. En cuanto vio aquellas pútridas charcas, el comandante del I Batallón de Caballería en Sadar City, el teniente coronel Gary Volesky, decidió que la limpieza de la red de alcantarillado sería una prioridad. Esperaba que eso contribuyera a despertar la simpatía hacia las tropas estadounidenses.

La mañana del 4 de abril de 2004, esta misión de buena voluntad había correspondido a Swope y a sus hombres. A sus 33 años, Swope era el soldado de más edad y con más experiencia del pelotón. Era un tipo fuerte pero no fornido, con el pelo muy corto, y llevaba un tatuaje con tres calaveras unidas en su muñeca derecha. Swope llevaba 15 años en el ejército y había servido en la guerra del golfo Pérsico en 1991, en Bosnia y en Macedonia. Era natural de Richmond, Misuri, y se refería a los camiones-cisterna sépticos con el nombre que hubiera utilizado un sureño, es decir, llamándolos "el camión del me¬¬lón dulce".

El jefe de Swope era el teniente de 28 años Shane Aguero, un antiguo niño mimado del ejército que se había alistado después de graduarse en el instituto en 1994. Aguero era un tipo larguirucho, padre de dos hijos, que usaba gafas de montura metálica; había estado ocho años asistiendo a clases noc¬turnas en una universidad cercana a Fort Hood para sacarse el título de licenciado en re¬laciones internacionales y economía mundial.

Mientras el pelotón recorría Sadar City yendo de un charco de porquería a otro, Swope y Aguero no notaron nada anormal. Miradas de hostilidad y caras de pocos amigos, e incluso algún niño tirando piedras al Humvee de Swope, que era el último de la columna. Pero él no prestaba mucha atención a las piedras que salían rebotadas al chocar con la coraza del vehículo blindado. Cuando estaban en Fort Hood, en una reu¬nión informativa sobre los peligros en Bagdad previa al despliegue, les habían mostrado un mapa de la ciudad con una serie de marcas rojas que indicaban los lugares donde se habían producido ataques recientes. Había menos en Sadar City que en ninguna otra parte. Los artefactos explosivos improvisados -a los que todo el mundo se refería como "bombas de carretera"- que angustiaban a los soldados estadounidenses en otras partes de Bagdad, casi nunca hacían su aparición en Sadar City. El único ataque importante que había tenido lugar allí, y que Swope recordaba, había sido el 9 de octubre, cuando una patrulla sufrió una emboscada en la que murieron dos soldados. En general, calculaba, Sadar City era un lugar bastante bueno para hacer de soldado, si eras capaz de soportar aquella horrible fetidez.

La seguridad que reinaba en Sadar City le parecía lógica a Swope. Los chiíes eran el pueblo al que los norteamericanos habían ido a liberar. A diferencia de los suníes, que habían sido unos privilegiados bajo el régimen de Sadam, los oprimidos chiíes estaban agradecidos de que les hubieran quitado de encima al dictador. (...)

Después de verter el contenido de los camiones-cisterna en un canal situado a las afueras de Sadar City, a las cuatro y media de la tarde aproximadamente, los tres conductores iraquíes se negaron a seguir trabajando. Por medio del intérprete les dijeron a Aguero y a Swope que unas horas antes los residentes les habían advertido que no volvieran con los soldados.

-Si volvemos, nos van a matar -dijo uno de los conductores. Y se fueron con sus camiones.

Cuando Aguero comunicó por radio al centro de operaciones tácticas de la base la noticia de la deserción de los conductores, recibió nuevas órdenes. "Regresad a la base por la Ruta Delta -la calle principal del barrio- y comprobad si está pasando algo por allí", le dijo uno de los segundos de Volesky a Aguero. "Esto parece fácil", pensó Aguero. Estarían de regreso en la base en menos de media hora.

El pelotón -18 soldados y un intérprete- viajaba en un convoy de cuatro Humvees. (...) Hacía tan sólo unos minutos que había iniciado la marcha cuando divisaron a dos hombres en la calle armados con rifles de asalto AK-47. Aguero dio orden al pelotón de detenerse. (...) Los hombres aseguraron a los soldados que estaban custodiando una mezquita cercana. Aguero pensó en requisarles las armas, pero no quería provocar un enfrentamiento con los líderes religiosos. Finalmente llegaron a un compromiso: un coronel de la policía iraquí se quedaría las armas bajo custodia. Una hora después de haberse detenido el pelotón llegó el coronel, aparecieron varios clérigos con turbantes negros y las armas fueron entregadas. Mientras volvían a subir a sus vehículos y se disponían a arrancar, Swope pensó: "Dos rifles menos en la calle. Estamos haciendo que éste sea un lugar más seguro".

El edificio más importante en la Ruta Delta era el despacho oficial de Múqtada al Sáder. En la escala jerárquica del sistema chií, Al Sáder era simplemente un clérigo regordete de baja graduación; de mirada airada, dientes cariados, barba descuidada y un enorme turbante negro. Pero su padre, Mohamed Sadiq al Sáder, era un ayatolá muy venerado que se había ganado una gran masa de seguidores gracias al control que ejercía de las escuelas clericales, a una red de servicios sociales y a un mensaje metafórico de resistencia frente al régimen de Sadam. El asesinato del viejo Al Sáder en 1999 había provocado unos sangrientos disturbios en el barrio, que más tarde sería conocido con su nombre. En el tumulto que siguió a la caída de Sadam, Múqtada emergió, sirviéndose de la fuerza que le daba el legado de su padre y contando con la lealtad de un grupo de clérigos rebeldes, en su mayor parte jóvenes, que estaban molestos por la indecisión y el conservadurismo de los clérigos dominantes. Era categórico en sus críticas a Estados Unidos, al que acusaba de no haber apoyado el levantamiento chií posterior a la guerra del Golfo de 1991 y de permitir el pillaje y la anarquía que estallaron tras el derrocamiento de Sadam. Denunciaba la ocupación norteamericana y exigía la retirada de sus fuerzas militares, lo que le había ganado legiones de seguidores, en su mayoría jóvenes desempleados que habían creído que la invasión norteamericana traería consigo prosperidad y poder político para los chiíes.

A pesar de su fogosa retórica, lo que realmente quería Múqtada era un escaño en el Consejo de Gobierno. Y creía que no había mejor manera de conseguir uno que demostrarle su popularidad a Jerry Bremer a base de atraer a miles de personas a sus sermones del viernes. (...) Cuando Bremer planteó el tema a los altos mandos militares, e incluso a Rumsfeld, éstos echaron balones fuera. Al Sáder no está disparando a nuestros soldados, dijeron; entonces, ¿para qué vamos a buscar pelea? Ya tenemos problemas suficientes con los suníes radicales. No hay ninguna necesidad de provocar a los chiíes radicales. (...)

Exactamente una semana antes de la misión del camión séptico de Aguero y Swope, Bremer ordenó cerrar el periódico de Al Sáder. Durante semanas, Al Hawza había estado imprimiendo artículos inexactos e incendiarios sobre el ejército estadounidense. La gota que colmó el vaso fue un reportaje de febrero sobre Bremer titulado "Bremer sigue los pasos de Sadam", que le acusaba de dejar morir de hambre deliberadamente al pueblo iraquí. El 28 de marzo, las tropas estadounidenses sacaron a la calle a los empleados de Al Hawza y pusieron un candado en la puerta de la oficina. (...)

La respuesta de Al Sáder fue más furibunda de lo que Bremer y su personal habían esperado. En pocas horas, los hombres del clérigo habían ordenado una completa movilización civil. Los manifestantes ocuparon la rotonda situada frente a las oficinas del periódico en una ruidosa concentración. Volvieron al día siguiente. El tercer día, cientos de partidarios de Al Sáder marcharon, en una compacta formación militar, hasta la Puerta de los Asesinos. "¡Somos los seguidores de Al Sáder!", gritaban. "Todo el mundo nos conoce. ¡No vamos a permitir que nos humillen!". Muchos de los hombres más jóvenes iban vestidos totalmente de negro, excepto por una banda de color verde que ceñía su frente. Los miembros del servicio de vigilancia corrían por la formación gritando advertencias para mantener las filas cerradas.

"Danos la orden, Múqtada", gritaban, "y reanudaremos la revolución de 1920". Más tarde, las consignas se hicieron más siniestras: "Hoy es pacífica, mañana será militar".

Mientras las protestas dejaban otras zonas de Bagdad paralizadas, la vida en Sadar City parecía seguir igual. Pero el 4 de abril, cuando el pelotón giraba a la izquierda por la Ruta Delta para pasar por delante del Sadr Bureau, la normalmente bulliciosa calle tenía un tráfico muy escaso. Las aceras estaban vacías.

Swope y Aguero no sabían que las fuerzas operativas especiales estadounidenses habían arrestado al principal lugarteniente de Al Sáder la noche antes. A las cuatro y media de la madrugada, Al Sáder hizo público un comunicado a sus seguidores desde su cuartel general en la ciudad de Kufa, unos 160 kilómetros al sur de la capital. "Atemorizad al enemigo", decía el comunicado. "Dios estará satisfecho y os recompensará. No es posible permanecer en silencio ante estas violaciones".

Cuando el pelotón se acercaba al Sadr Bureau, un edificio de hormigón y ladrillo de una sola planta que había sido una de las sedes del partido baazista, Aguero vio a más de cien hombres jóvenes arremolinados frente al mismo (...). Aguero le pidió al soldado de primera James Fisk, que estaba sentado a su lado, que tomara un apunte de la escena. Fisk abrió su cuaderno de notas reglamentario de color verde lima y empezó anotando la hora: "17.36".

Cuando el Humvee de Swope estaba a unos doscientos metros de distancia del Sadr Bureau, los soldados del interior oyeron un fuerte ruido.

-¿Qué coño ha sido eso? -chilló el soldado de primera Josh Rogers.

-¿No ha sido un disparo? -preguntó el sargento Eric Bourquin.

-¡Parad el vehículo! -gritó Swope.

Los disparos habían venido del lado del conductor, de modo que los soldados saltaron del coche y se apostaron al otro lado del mismo, apuntando sus rifles M16A2 hacia los tejados cercanos. El sargento Shane Coleman, con los ojos cubiertos por unas gafas amarillas, estaba en la torreta del Humvee, manejando la ametralladora del calibre 50. No podía ver de dónde venían exactamente los disparos, pero estaba seguro de que procedían de un grupo de edificios que había en la parte norte. Apuntó el arma en esa dirección y apretó el doble gatillo, soltando una potente descarga que fue seguida de un eco ensordecedor. Los otros se le unieron con sus M16. Pero en cuanto hubieron disparado unas cuantas ráfagas, otro grupo de hombres se dispuso a atacar al Humvee desde el otro lado de la calle.

-¡Meteos en el coche! -gritó Swope a sus hombres-. ¡Larguémonos de aquí!

En cuanto Bourquin cerró la puerta, una RPG [granada propulsada] chocó contra ella (...). La granada explotó sin causar daños contra el lateral exterior reforzado con acero. Bourquin no estaba seguro de lo que pasaba. "¡Mierda!", pensó. "Voy a morir".

Cuando el Humvee de Swope aceleró y se aproximó a los otros tres vehículos que le precedían, creyó que estaban fuera de peligro. Pero la Ruta Delta, que había estado despejada unas horas antes, estaba ahora llena de latas, barras de hierro y grandes piedras. Algo más adelante, neveras, ejes de coche, armarios de madera y quioscos enteros habían sido arrastrados hasta la calle. Habían prendido fuego a neumáticos y montones de basura, impidiendo la visibilidad en un radio de acción de unos treinta metros.

Cuando llegaron donde estaban los escombros se reanudaron los disparos. Pero en vez de unos cuantos francotiradores, las balas y las granadas llovían desde casi todos los edificios de la calle. Para Swope, era como si el barrio entero les estuviera disparando. Aunque se encontraban en extremos opuestos de la columna, él y Aguero llegaron a la misma conclusión: no había forma de enfrentarse a esos tipos. El pelotón tenía que aguantar aquel acoso tipo Mad Max y largarse de allí.

Para casi todos los miembros del pelotón era su primera experiencia de combate. Y por momentos parecía una especie de video¬juego. La mayoría de las granadas no alcanzaban a los vehículos y caían al suelo con grandes pero inocuas explosiones. Las balas que chocaban contra los Humvees resonaban con un sonido metálico como piedras arrojadas contra el blindaje. "Yuuhuu", pensó Fisk, que estaba sentado al lado de Aguero. "Por fin estamos haciendo aquello por lo que nos pagan".

Su emoción terminó unos segundos más tarde. Tan pronto como el vehículo que iba en cabeza cruzó la siguiente intersección, el sargento Yihjyh Chen, el que manejaba la ametralladora, fue alcanzado en la torreta. Una bala le había entrado en el pecho, justo por encima de su chaleco antibalas. Chen, un hombre de 31 años de la isla de Saipán, en el Pacífico, perdió el conocimiento casi inmediatamente y empezó a echar sangre por la boca. Fisk trató de ver dónde habían alcanzado a Chen, pero no pudo encontrar la herida. Trató de tomarle el pulso a Chen, pero no notó nada. Fisk dejó el cuerpo de Chen sobre el regazo del otro pasajero que iba en la parte de atrás del vehículo -un intérprete iraquí llamado Salam, que tenía formación en primeros auxilios- y subió a la torreta para hacerse cargo del calibre 50.

-¿Por qué coño estamos todavía en la calle? -gritó el soldado de primera Jonathan Riddell, el conductor, sin dirigirse a nadie en particular mientras viraba para evitar los obstáculos-. Hemos de salir de aquí.

Aguero chillaba frente a la radio:

-¡Contacto! ¡Hemos hecho contacto!

Los dos espejos retrovisores del Humvee habían sido alcanzados, y ni Riddell ni Aguero podían ver a qué distancia se encontraban los otros tres vehículos. Trataron de preguntárselo a Fisk, pero éste no podía oírles debido al ruido atronador de la ametralladora. Aguero ordenó a Riddell que se detuviera. Luego abrieron las puertas para echar un vistazo. Mientras las balas golpeaban el panel interior de la puerta de Aguero, mandando fragmentos de espuma negra al aire, éste miró hacia atrás y no vio a ninguno de los vehículos.

-Tienes que dar la vuelta -le dijo a Rid¬dell.

Riddell le miró con cara de incredulidad. "¿Quieres que vuelva hacia atrás? Es una locura". Pero era una orden. Viró a la izquierda y empezó a conducir por la acera, golpeando unos puestos de madera que se utilizaban para vender frutas y verduras. Tras recorrer un bloque de casas, Riddell fue a chocar contra un alambre de espino. Sin esperarse a que sacara el vehículo de allí, Aguero saltó al exterior y corrió hacia los otros tres Humvees.

-Vamos -gritó Aguero al sargento Trevor Davis, el conductor del segundo Humvee.

-Mi Humvee no puede moverse.

Davis pisó el acelerador para hacer hincapié en lo que estaba diciendo, y una gran nube de humo negro salió de debajo del capó. El vehículo que estaba detrás de Davis tenía el mismo problema. Los Humvees 2 y 3 habían sido alcanzados demasiadas veces y habían pasado por encima de demasiados escombros.

Sentado en el Humvee número 3, el sargento Justin Bellamy, un muchacho de 22 años de Warsaw, Indiana, se preparó para lo peor. "Ya está", pensó. "Vamos a morir".

Aguero consideró la posibilidad de meter a los 19 hombres en los dos Humvees que aún funcionaban, pero no había forma humana de que cupieran todos. Sería un suicidio, concluyó, pasar por la calle con soldados en el techo y en el capó. (...)

Mientras las balas seguían silbando, Aguero pidió a la mitad del pelotón que cogiesen la radio y las armas de los dos vehículos inutilizados. El resto de los soldados y los dos vehículos salieron a toda velocidad por la calle más próxima. Unos cien metros más adelante divisaron un edificio de tres plantas que sobresalía entre un paisaje de edificios de dos pisos. "Ventaja táctica", concluyó Aguero. Ordenó a los soldados que entraran en el edificio. El sargento Darcy Robinson hizo volar la puerta de un disparo, y media docena de hombres le siguieron hacia el interior. Reunieron a los ocupantes y les hicieron meterse en una habitación. Otra de las habitaciones se convirtió en un punto de recogida de los heridos. El cuerpo sin vida de Chen fue arrastrado allí junto con el del sargento Stanley Haubert, que había sido alcanzado por la metralla y estaba echando sangre por la boca. Las ametralladoras que habían sacado de los Humvees inutilizados fueron llevadas al tejado, donde la mitad del pe¬lotón había montado un puesto defensivo. Los otros se quedaron en la calle; los dos Humvees que aún estaban operativos les servían de protección mientras esperaban un ataque desde tierra.

No mucho después, los atacantes convergieron desde los dos extremos de la calle, disparando salvajemente sus AK-47 y lanzando granadas a los Humvees. Los soldados abrieron fuego con las ametralladoras, derribando a docenas de atacantes. (...)

Mientras el enfrentamiento seguía su curso, los atacantes empezaron a variar de táctica. Hicieron entrar a unos niños en la calle para que hicieran de observadores para los francotiradores. Desde las calles paralelas lanzaban granadas de mano. Una de ellas salió rebotada del casco de Aguero y fue a chocar contra un muro, mandando un trozo de metralla que le surcó una parte del cuerpo, desde la oreja hasta el pie. Avanzó renqueando hacia la habitación de los he¬ridos.

Durante todo aquel rato, Swope permaneció en su Humvee, manejando la radio, que no era portátil. Al salir de la base aquella mañana, nadie había pensado que pudiesen necesitar una.

En la base, el teniente coronel Volesky había asumido formalmente el mando de la zona de Sadar City de manos de la I División Acorazada a las seis de la tarde. Había planeado celebrar una ceremonia para desplegar la bandera de su batallón. Hacia las seis y cuarto, mientras Swope y Aguero corrían por el callejón para ponerse a cubierto, Volesky dejó en suspenso los actos y se dispuso a organizar los refuerzos. En veinte minutos, dos QRF (equipos de intervención rápida) formados cada uno por 10 vehículos acorazados Bradley, en uno de los cuales iba el propio Volesky, salieron disparados de la Base Adelantada de Operaciones Eagle en dirección a la Ruta Delta.

Con el equipo de rescate en camino, Swope tenía que explicar dónde se encontraba el pelotón. Pero no podía situar el callejón en el mapa con absoluta precisión. Desde el tejado, los sargentos Robinson y Bourquin dispararon granadas de humo para llamar la atención de los dos helicópteros de observación OH-58 Kiowa Warrior que sobrevolaban la zona, pero el humo de los neumáticos que ardían en el suelo ocultó la señal.

Los dos QRF tuvieron problemas minutos después de salir de la base. Una de las unidades fue rodeada por cientos de atacantes en la Ruta Silver, una calle perpendicular a la Ruta Delta. Cuatro soldados del QRF fueron abatidos durante el combate y más de doce resultaron heridos, obligando a la unidad a dar marcha atrás. El otro QRF, en el que iba Volesky, también cayó en una emboscada mientras trataba de llegar a la Ruta Delta, lo que les obligó a volver sobre sus pasos y acercarse por otro camino. Pero cuando llegaron finalmente a la Ruta Delta, donde los atacantes habían ocupado casi dos kilómetros de calle, no tenían ni la menor idea de dónde se encontraba el pelotón al que iban a rescatar.

Desde su Humvee, Swope vio pasar a los Bradley por la Ruta Delta. Y luego los vio pasar en dirección contraria. Trató de comunicarse con ellos por radio, pero el canal estaba interferido por las llamadas de auxilio del otro QRF. (...)

Viendo cómo se alejaban los Bradley, Fisk dijo irónicamente:

-Los muchachos de la base de operaciones habrían perdido el culo por estar aquí. (...)

Al no poder los dos QRF rescatar al pelotón, se recurrió a la unidad blindada más pesada del ejército: siete tanques de combate M1A2 Abrams de la I Compañía Acorazada. Los tanques, de 68 toneladas, propulsados por un motor muy potente y equipados con un cañón principal de 120 milímetros, eran inmunes a los disparos de las armas de fuego convencionales e incluso al de las granadas propulsadas. Pero también ellos tenían que averiguar dónde se encontraba el pelotón a rescatar.

En el tejado, Robinson y Bourquin se estaban impacientando. Eran las nueve de la noche y ya había oscurecido. El asedio al que estaban siendo sometidos duraba ya tres horas. Se habían quedado sin bengalas de humo, y su munición era cada vez más escasa. El brillante panel reflectante de color naranja que habían colocado en el tejado no servía para nada ahora que el sol se había puesto. Habían tratado de encender una hoguera con un montón de zapatos viejos que habían encontrado, pero las llamas no eran suficientemente brillantes. Finalmente, Robinson fue hacia Bourquin y arrancó las mangas del uniforme de camuflaje de su compañero. Le dijo a Bourquin que le hiciera lo mismo. Y luego hicieron una antorcha con la tela. De este modo pudieron ser ubicados por los Kiowa.

Pero todavía quedaba el problema de hacer llegar la información a los tanques. En el callejón, Swope vio pasar el primer tanque. Luego el segundo. "¡Oh, mierda!", pensó. "No nos van a ver". Y el tercero. Y el cuarto. "Estamos listos". El quinto. El sexto. "Nos vamos a pasar aquí toda la noche".

El séptimo tanque recibió la información de los helicópteros para que parasen a la entrada del callejón. El personal del tanque llamó a los otros de la columna. Cargaron a todos los miembros del pelotón y los llevaron de regreso a la base.

Horas más tarde, aquella misma noche, Volesky hizo el recuento de las bajas. Ocho soldados habían muerto, entre ellos Casey Sheehan, cuya madre, Cindy, se convertiría más tarde en una destacada activista antiguerra de Irak. Al menos 50 soldados habían resultado heridos. Calculaba que más de 4.000 milicianos iraquíes habían participado en el levantamiento.

Sentado en el centro de operaciones, mascando tabaco y escupiéndolo en un recipiente de espuma de poliestireno, se preguntaba qué era lo que había fallado. Estaba seguro de que los atacantes pertenecían al Ejército del Mahdi. Pero eran mucho más fuertes y estaban mejor armados de lo que sus servicios de inteligencia habían indicado. "¿Por qué no teníamos una información mejor sobre estos tipos?", se preguntó a sí mismo. "Nos hemos metido en esto sin un plan", concluyó. "Y ahora estamos metidos en un buen lío".

Durante los días que siguieron, el alcance de la crisis se hizo aún más alarmante para los generales que dirigían las operaciones militares en Irak. Las milicias de Al Sáder no solamente se habían apoderado de todas las comisarías de policía y de todos los edificios gubernamentales de Sadar City, sino que también habían desencadenado una feroz rebelión en todo el centro y el sur de Irak, dominado por los chiíes. Las ciudades de Nayaf, Kufa, Kut y Karbala estaban en sus manos. En cuestión de horas, el Ejército del Mahdi había desbordado a los elementos de la unidad militar multinacional dirigida por los polacos, a la que el Pentágono había confiado el control de esa región. Unos milicianos vestidos de negro andaban pavoneándose frente al santuario chií de la Cúpula dorada. Montaron puntos de inspección y controles de carretera, y se proclamaron las nuevas autoridades de la ciudad.

Los militares estadounidenses habían topado con la clase de peligroso combate urbano que los altos mandos habían tratado tan diligentemente de evitar desde el comienzo de la guerra. Al mismo tiempo, los mandos se encontraron en medio de un conflicto con dos frentes: a la sangrienta insurgencia suní en el norte y el oeste de la capital, que las tropas estadounidenses estaban tratando de aplastar sin conseguirlo desde hacía meses, se unía ahora una revuelta chií en el sur y en el este. Bagdad estaba más aislada de lo que lo había estado un año antes durante la invasión norteamericana. Las principales carreteras que salían de la capital tenían una marca de color rojo -lo que sig¬¬ni¬ficaba que eran rutas impracticables- en los informes militares diarios sobre amenazas.

El Ejército del Mahdi no limitó sus ataques a las fuerzas norteamericanas. También asaltaron las comisarías de la policía iraquí en Sadar City. Cuando los milicianos se dirigieron a la comisaría de policía de Rafidain, los agentes que estaban en el interior del edificio de paredes azules entraron en acción: cogieron sus cosas y se fueron a casa.

-Disparar contra estos tipos habría sido un error -me dijo más tarde el sargento Falah Hassan, un desgarbado veterano cuyo uniforme consistía en unos tejanos enrollados y una camisa azul arrugada-. Si un hombre me viene con unos principios, y yo creo en estos principios, no voy a disparar contra él.

El colapso de la policía y de las unidades de defensa civil en todo Irak ante el levantamiento de Al Sáder cogió por sorpresa a los funcionarios de la APC [Autoridad Provisional de Ocupación]. Unos días más tarde, la APC fue sorprendida otra vez cuando un batallón del nuevo ejército iraquí se amotinó negándose a obedecer las órdenes de ayudar a los marines a luchar contra los insurgentes en las calles de Faluya. Ambos hechos pusieron de manifiesto los problemas fundamentales que tenía la estrategia de la APC para organizar una fuerza de policía iraquí y para crear un nuevo ejército después de la desa¬fortunada orden de Bremer de desmantelar al anterior. (...)

Otro gran error, según los agentes iraquíes y norteamericanos, fue no proporcionar equipo suficiente a la policía y a los Cuerpos de Defensa Civil, una fuerza paramilitar de 40.000 miembros. En la estación de Rafidain, solamente la mitad de los 140 agentes tenían pistola. Había sólo 10 rifles de asalto AK-47 en la armería, tres camionetas en el aparcamiento y dos radios en la sala de control. Nadie llevaba chalecos antibalas, excepto los guardias que vigilaban la entrada, y que vestían chalecos del ejército estadounidense.

En el caso del ejército iraquí, el problema no era el equipo o el entrenamiento, sino el esprit de corps. Bremer y su principal consejero de seguridad, Walt Slocombe, habían privatizado el entrenamiento de los nuevos soldados encargándolo a un contratista. Una vez graduados en el campo de entrenamiento del contratista, los nuevos soldados eran destinados a unidades del ejército norteamericano, dirigidas por oficiales norteamericanos a los que no conocían de nada. Cuando estos oficiales les pedían a los iraquíes que lucharan, no había ninguna compenetración, ningún lazo de confianza que se hubiese forjado durante su etapa de formación, ninguna razón por la que los iraquíes tuvieran que jugarse la vida por un ejército extranjero. En otras naciones, los soldados de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos entrenaban a las unidades y luego se desplegaban con ellos, un sistema que siempre parecía funcionar. Pero en Irak no había suficientes soldados norteamericanos para hacerlo de esta manera.

-Los americanos no nos entienden -dijo el comandante Raed Kadhim, el oficial de mayor rango del puesto de Radidain-. Nosotros luchamos por Irak, no luchamos por ellos.

La medida tomada por Bremer de cerrar el periódico fue un grave error de cálculo. Cuando ordenó el cierre del Al Hawza no existía ninguna estrategia de reserva para la acción militar en caso de que Al Sáder y su milicia decidiesen responder. No hubo ninguna advertencia previa a los soldados de los puntos fuertes de Al Sáder, como Sadar City. No hubo coordinación con los comandantes del alto mando del ejército. Los intentos por parte del ejército estadounidense de recuperar el control de las zonas ocupadas por el Ejército del Mahdi derivaron en dos meses de feroces combates sobre el terreno que fueron mucho más intensos que todo lo que se hubiesen encontrado las tropas estadounidenses durante el año de la ocupación o incluso durante la invasión inicial de Irak.

Bremer decidió perseguir a Al Sáder al mismo tiempo que estallaban las tensiones en Faluya, una ciudad dominada por los suníes al oeste de Bagdad. Dos días antes del cierre del periódico, los marines norteamericanos habían matado a 15 iraquíes durante una incursión. Aquella misma semana, el 31 de marzo, cuatro contratistas de seguridad norteamericanos fueron asesinados por una multitud. Los cuerpos mutilados de los contratistas fueron colgados de un puente sobre el río Éufrates.

Bremer prometió que las muertes de los contratistas "no quedarían impunes". Pero hubo poco acuerdo entre los norteamericanos respecto a cuál tenía que ser la respuesta. Los marines querían esperar hasta poder iden¬¬tificar a los culpables y luego montar una operación para capturarlos.

-Sentimos que… probablemente teníamos que esperar a que la situación se calmase para que no pareciera que estábamos cometiendo un acto de venganza -me dijo más tarde el teniente general James Conway, el máximo comandante de los marines en Irak. (...)

Pero en Washington, el deseo de venganza era incontenible. El 1 de abril, el día después del ataque, Rumsfeld y el general Abizaid fueron a la Casa Blanca para preparar una respuesta con el presidente Bush y su equipo nacional de seguridad. Rumsfeld no le comunicó al presidente la opinión de Conway. En vez de ello, el secretario de Defensa presentó un plan para montar "un ataque específico y aplastante" para hacerse con el control de Faluya. Bush dio su aprobación al plan allí mismo. (...)

El 4 de abril, el mismo día que el pelotón de Swope fue atacado en Sadar City, 2.000 marines se concentraban en Faluya. Al día siguiente empezaron a atacar y encontraron una dura resistencia. Los insurgentes, ocultos en casas y mezquitas, disparaban fuego de artillería y granadas autopropulsadas. Cinco marines murieron el primer día, igual que un número indeterminado de insurgentes y civiles. Al siguiente día, los insurgentes emplearon un cañón antiaéreo para disparar contra los helicópteros; los norteamericanos respondieron con una escalada de bombas, morteros y fuego de artillería, matando a más insurgentes y civiles. Nunca quedó claro cuántos civiles murieron, pero en realidad no importaba. (...)

Rumsfeld y otros defensores de un ataque masivo habían creído que la amenaza del uso de la fuerza haría que los residentes de Faluya entregasen a los asesinos de los contratistas. Si no, creían que los insurgentes podrían ser abatidos con "bombas inteligentes" y otras municiones como las empleadas en las operaciones militares de precisión quirúrgica. Pero en vez de entregar a los insurgentes, muchos residentes se concentraron en torno a ellos. Y no sólo en Faluya. En otras ciudades, la gente, incluidos chiíes que solían considerar a los residentes de Faluya como los paletos de Irak, se apresuraron a dar sangre y dinero. Y los suníes de Faluya y de otras ciudades del centro de Irak dominadas por ellos, que hasta entonces habían considerado que Al Sáder era un alborotador, empezaron a alabarlo como a un héroe. (...)

La Ciudad Esmeralda se cerró completamente. La Fuerza de Protección prohibió a los empleados de la APC que salieran de la Zona Verde. Los contratistas dejaron de presentarse en las obras que tenían a su cargo. Los trabajos de reconstrucción se interrumpieron. (...)

-¿Teníamos que ir a por él precisamente entonces? -me comentó un alto funcionario de la APC-. Deberíamos haber esperado. Intentar resolver los dos problemas al mismo tiempo es de locos, si no suicida.

Mientras las noticias se centraban en el número creciente de víctimas civiles en Faluya, Bremer y Bush se encontraron con un nuevo frente de oposición. El primer ministro británico Tony Blair llamó por teléfono al presidente Bush el 7 de abril para manifestarle su desaprobación por la ofensiva de los marines. Tres influyentes suníes del Consejo de Gobierno advirtieron a Bremer de que dimitirían si no cesaban las operaciones mi¬litares. Lakhdar Brahimi, que estaba en Bagdad para empezar a seleccionar a los miem¬¬¬bros del Gobierno provisional iraquí, tam¬¬bién amenazó con abandonar. En una conferencia de prensa, Brahimi, que era suní, criticó la forma en que los norteamericanos abordaban el tema de Faluya, calificándolo de "castigo colectivo".

Ante la perspectiva de que el plan de transición política de la APC se desintegrase de nuevo, Bremer instó a la Casa Blanca a considerar un alto el fuego que permitiera a los políticos suníes negociar un acuerdo de paz con los líderes de la ciudad. Bob Black¬will, que había regresado a Washington, también presionó en favor de un alto el fuego. No quería que Brahimi abandonara.

El 8 de abril se ordenó a los marines que pusieran fin a su ofensiva antes del mediodía siguiente. El teniente general Conway y sus asesores estaban furiosos. Aunque no estaban de acuerdo con la ofensiva general que había ordenado Bush, querían terminar la misión que habían empezado. Las unidades de los marines ya estaban muy cerca del centro de la ciudad. El segundo de Conway, el general James Mattis, consideraba que los marines habrían tomado Faluya con sólo dos días más de combates.

-Cuando ordenas a elementos de una división de marines que ataquen una ciudad, tienes que entender de verdad cuáles van a ser las consecuencias y no puedes ponerte a vacilar en medio de algo así -me dijo Conway más tarde-. Una vez que asumes un compromiso como éste, tienes que mantenerte firme.

Tanto la APC como los marines y los miembros del Consejo de Gobierno trataron de establecer un acuerdo con los líderes de la ciudad para que entregasen a los asesinos de los contratistas. Tras dos semanas de infructuosas conversaciones, Conway apeló a antiguos miembros del ejército de Sadam. Trabajando en colaboración con la CIA, Conway se reunió con el jefe del servicio de inteligencia iraquí, Mohammed Abdullah Shahwani, que presentó al jefe de los marines a un puñado de antiguos generales del ejército iraquí. Los generales propusieron organizar una fuerza de más de mil ex soldados de Faluya para que se hicieran con el control de la ciudad y combatieran a los insurgentes, si los marines prometían retirarse de la ciudad. Conway aceptó.

La fuerza iraquí, conocida como la Briga¬da Faluya, resultaría ser un desastre. En vez de ponerse los uniformes de camuflaje del desierto que los marines les habían proporcionado, se pusieron los uniformes de faena del viejo ejército iraquí. En vez de enfrentarse a los insurgentes, los ex soldados se limitaron a controlar el tráfico en los puntos de control de las carreteras que llevaban a la ciudad. A las pocas semanas, ni eso. Finalmente, los 800 rifles de asalto AK-47, las 27 camionetas y las 50 radios que los marines habían dado a la brigada acabaron en manos de los insurgentes.

Aunque la ira provocada por la ofensiva de los marines remitió en otras partes de Irak, los insurgentes de Faluya se hicieron fuertes en Samarra, Ramadi, Bayji y otras ciudades de mayoría suní, donde reclutaron a legiones de jóvenes impresionables. De repente, no era solamente Faluya la que se había convertido en zona prohibida para los norteamericanos, sino la mayor parte del centro de Irak dominado por los suníes. Los proyectos de reconstrucción y los programas para promover la democracia en estos lugares quedaron en suspenso y finalmente fueron totalmente cancelados.

Al cabo de poco se permitió de nuevo a los empleados de la APC y a los contratistas norteamericanos que abandonasen la Zona Verde en viajes de un solo día, pero no podían salir de Bagdad excepto en helicópteros militares. Las restricciones a los desplazamientos y el resumen diario de los ataques de la insurgencia, que habían crecido desde una docena a más de 75, dieron lugar a otra ronda de exámenes introspectivos en el comedor y en los bares. La APC se había centrado en nimiedades: ¿cuántos bancos extranjeros había que permitir?, ¿qué debía incluirse en la nueva ley de derechos de propiedad?, ¿era necesario que hubiese tribunales de tráfico?

-Estábamos tan obsesionados en construir una democracia jeffersoniana y una economía capitalista que desatendimos la situación más inmediata -me dijo compungido a finales de mayo uno de los asesores de Bremer-. Desperdiciamos una gran oportunidad y no nos dimos cuenta hasta que todo nos estalló en la cara.

Archivado En