Editorial:

Costas sin cemento

El Gobierno tiene argumentos para limpiar el litoral de ladrillo. Pese a todas las resistencias

Hay varias razones de fondo para defender el plan del Gobierno para recuperar el uso público de las costas españolas, salvajemente urbanizadas -sobre todo la mediterránea- durante décadas hasta quedar asfixiadas por un cordón de cemento. La más importante es que la construcción desbocada en primera línea de playa vulnera de forma flagrante la Ley de Costas y, por tanto, el carácter público de la franja de litoral debe ser recuperado y, en adelante, respetado. Además, es útil transmitir el mensaje de que existe la voluntad política de combatir la especulación salvaje perpetrada en muchas ocasi...

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Hay varias razones de fondo para defender el plan del Gobierno para recuperar el uso público de las costas españolas, salvajemente urbanizadas -sobre todo la mediterránea- durante décadas hasta quedar asfixiadas por un cordón de cemento. La más importante es que la construcción desbocada en primera línea de playa vulnera de forma flagrante la Ley de Costas y, por tanto, el carácter público de la franja de litoral debe ser recuperado y, en adelante, respetado. Además, es útil transmitir el mensaje de que existe la voluntad política de combatir la especulación salvaje perpetrada en muchas ocasiones con la colaboración activa de los ayuntamientos y las comunidades autónomas y siempre con la vista gorda de los Gobiernos. Hay razones ecológicas, por supuesto, y en algunos casos de pura prudencia, como es el caso del riesgo que supone para las construcciones en la Manga del Mar Menor la subida esperada del nivel del mar.

Un plan tan ambicioso suscita evidentes temores de orden práctico. El Ministerio de Medio Ambiente se propone en un primer esfuerzo recuperar 770 kilómetros de costa por el procedimiento político de un pacto con las comunidades autónomas, conocido como Estrategia para la Sostenibilidad de la Costa y con un coste estimado de 5.000 millones de euros, destinado a compensar la demolición de viviendas, chalés, hoteles, piscinas y otras modalidades de asfaltado costero. El ministerio no quiere recurrir a las expropiaciones, por motivos prácticos. Pero debe ser consciente de que encontrará grandes resistencias políticas para consensuar este plan y probablemente muchas más para aplicarlo. Ya se sabe que la playa es el atractivo turístico principal de la mayoría de las zonas costeras, y alejar del mar las masas de ladrillo se interpretará probablemente como un ataque a las rentas municipales. Además, existe el riesgo de que el Gobierno se enfangue en conflictos políticos o legales con los ayuntamientos o autonomías más reticentes a devolver la costa.

Pero la magnitud de los obstáculos que se adivinan no justifica que se abandone el esfuerzo para dignificar las costas españolas. Hay que suponer que Medio Ambiente ha calculado bien las dificultades de la tarea y está dispuesto a aplicar todos los medios legales para llevarla a buen puerto. Aunque es una decisión pragmática y plausible descartar las expropiaciones -se evita así la animadversión generalizada contra la propuesta-, conviene tener a mano los recursos legales necesarios para imponer la ley. Porque, en último extremo, indemnizar por construcciones que han ignorado la Ley de Costas equivale a transmitir el mensaje perverso de que el quebrantamiento de las leyes concede derechos a quienes la vulneran. Los interlocutores del Gobierno deben entender que si no se alcanza un acuerdo negociado sobre el plan, hay muchas razones para imponerlo por la fuerza de la ley.

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