Tribuna:

Sacrosanto temor

No, no es mi intención escribir sobre el sacrosanto temor al doctrinarismo que, paradójicamente, enarbolan aquellos nostálgicos de la catequesis y de la doctrina de la fe para abominar de la necesidad de familiarizar a nuestros escolares -casi el 9% son hijos de inmigrantes- con nuestros valores constitucionales de igualdad y respeto a la diversidad, así como con nuestros derechos y obligaciones como ciudadanos de un país libre y democrático.

No; deseo hablar del sacrosanto temor al déficit, que se manoseaba antaño para negar cualquier iniciativa de resolver los problemas sociales del p...

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No, no es mi intención escribir sobre el sacrosanto temor al doctrinarismo que, paradójicamente, enarbolan aquellos nostálgicos de la catequesis y de la doctrina de la fe para abominar de la necesidad de familiarizar a nuestros escolares -casi el 9% son hijos de inmigrantes- con nuestros valores constitucionales de igualdad y respeto a la diversidad, así como con nuestros derechos y obligaciones como ciudadanos de un país libre y democrático.

No; deseo hablar del sacrosanto temor al déficit, que se manoseaba antaño para negar cualquier iniciativa de resolver los problemas sociales del país, y se trastoca ahora en sacrosanto temor a tocar el superávit por si vienen vacas flacas. En los sindicatos, desde hace bastante tiempo ya, somos conscientes de que la existencia de déficit público perjudica a los intereses que representamos, pero al mismo tiempo sabemos que lo que más perjudica a los trabajadores, a sus familias y a la inmensa mayoría de la población, es la persistencia de desigualdades y déficit sociales.

Hay que devolver a las familias parte de lo aportado al saneamiento de las cuentas públicas

Por esa razón, a nuestro juicio, se deben combatir adecuadamente ambas situaciones, y utilizar razonablemente la buena situación económica actual para reducir nuestras desigualdades sociales, como no se hizo en las anteriores legislaturas. Porque, efectivamente, nuestras cuentas públicas tienen un grado acentuado de solidez, de presente y de futuro.

Los analistas coinciden en señalar que éste es un superávit sano, ya que, mirando al futuro, está asociado a un volumen de deuda pública que es más de 30 puntos menor que el promedio de la europea y que la de Alemania (34% frente al 68%). Y, a su vez, se produce después de comprometer fuertes inversiones en la superación de nuestros déficit estructurales, en capital físico (a través de las nuevas infraestructuras), en capital humano (aumentando las inversiones en educación) y en capital tecnológico (aumentando las inversiones en I+D+i).

Los problemas nos pueden venir no tanto de los volúmenes de inversión comprometidos, sino de las dificultades y el ritmo de ejecución de dichas inversiones, y de la flaqueza de que adolecen las inversiones empresariales en I+D+i, en relación con nuestras necesidades, y en relación con las inversiones empresariales del resto de los países de Europa, siendo la situación de nuestras empresas muy saneada en términos económicos.

Se da además la circunstancia de que la situación de superávit está relacionada con fuertes aportaciones económicas de los trabajadores españoles, por la vía de las cotizaciones a la Seguridad Social (el superávit es sobre todo de Seguridad Social). Si a esto añadimos que en los últimos siete años las rentas del trabajo han sufrido una pérdida de tres puntos en la participación de la renta nacional, parece razonable devolver a las familias trabajadoras españolas parte de lo aportado al saneamiento de las finanzas públicas, a través de la mejora de su protección social.

Lo cierto es que ya se han tomado decisiones de envergadura a través del diálogo social. Las dos más importantes, que tienen trascendencia histórica para nuestro Estado de bienestar -puesto que son tan relevantes a inicios del siglo XXI, como fueron la universalización de la enseñanza y sanidad públicas en los años ochenta del siglo XX-, son, naturalmente, la Ley de Dependencia, donde se reconoce el derecho a la atención por parte de las administraciones para aquellas personas que no pueden valerse por sí mismas -reivindicación de la UGT, desde hace años, para resolver un drama social que viene recayendo sobre las espaldas de la mujer española-, y la Ley de Igualdad, que pasa a considerar, por primera vez en la historia social de España, como una cuestión de Estado el objetivo de la igualdad.

Ambas leyes van a cambiar muchas cosas a favor de la justicia social y, además, van a contribuir a la creación de muchos puestos de trabajo, y pueden y deben ser un acicate para la mejora de la productividad de nuestra economía.

Pero, en cualquier caso, necesitamos acometer nuevas iniciativas y profundizar en el debate para aumentar la cohesión social, garantizar el acceso a la vivienda, o mejorar otros aspectos de la protección familiar como la protección por hijos, o la universalización de escuelas infantiles.

Por eso hay que darle la bienvenida al debate social, y es exigible que los partidos políticos tomen posición y aporten propuestas para reducir con medidas concretas las desigualdades sociales, que aún nos alejan de los promedios europeos. Sería muy deseable que las ocurrencias recurrentes de Ibarretxe, que merecen una respuesta democrática serena y contundente, no vuelvan a dejar en el cuarto de la salud las discusiones electorales que más interesan a los españoles, como es tener mejores servicios públicos, mejor calidad de vida, más protección familiar, garantías de acceso a la vivienda, mejores salarios, más seguridad en el trabajo, más calidad en el empleo y mejores oportunidades para nuestros jóvenes.

Cándido Méndez es secretario general de UGT.

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