Editorial:

Límite a la desigualdad

La aparición de los llamados Estados de bienestar en Europa fue sin duda uno de los rasgos que mejor definen la modernidad económica y social en los países europeos. Sobre el cimiento de una poderosa tributación directa, las redes de protección social empezaron a garantizar pensiones adecuadas para que los jubilados no cayeran en la miseria después de años de trabajo y asistencia sanitaria mínima para los asalariados, de forma que no fuesen presa fácil de la enfermedad o los accidentes. Sin entrar en consideraciones históricas o económicas, existe por ejemplo una relación entre el reconocimien...

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La aparición de los llamados Estados de bienestar en Europa fue sin duda uno de los rasgos que mejor definen la modernidad económica y social en los países europeos. Sobre el cimiento de una poderosa tributación directa, las redes de protección social empezaron a garantizar pensiones adecuadas para que los jubilados no cayeran en la miseria después de años de trabajo y asistencia sanitaria mínima para los asalariados, de forma que no fuesen presa fácil de la enfermedad o los accidentes. Sin entrar en consideraciones históricas o económicas, existe por ejemplo una relación entre el reconocimiento de estos derechos en las sociedades europeas y la progresiva atenuación de las tensiones políticas; y, por qué no recordarlo, resulta que la extensión y aceptación de los beneficios sociales coincidió con una etapa de crecimiento económico en Europa, en las dos décadas posteriores a la II Guerra Mundial.

La Conferencia Anual sobre el Crecimiento y Distribución de la Renta en una Europa integrada acaba de confirmar algunas de las grandes ventajas de los Estados de bienestar. En ellas se ha recordado, por ejemplo, que este sistema ha moderado considerablemente la desigualdad económica, relativamente fácil de comparar con la hiperdesarrollada acumulación de riqueza en Estados Unidos, por citar una economía con menos resortes de igualación. Los economistas más críticos con los modelos sociales europeos sostienen que han frenado el crecimiento económico y que, además, su financiación resulta insostenible a medio y largo plazo. Si la primera objeción pudiera demostrarse, tendría una réplica sencilla: precisamente de eso se trataba, de cambiar un poco de riqueza por factores mínimos de estabilidad e igualdad social.

La segunda objeción atañe a las reformas necesarias de unos sistemas básicos que estaban pensados para poblaciones más reducidas y con menos esperanza de vida. Los recortes de prestaciones que se han aprobado en algunos países europeos tienen el grave inconveniente de que están impulsados por urgencias graves, pero momentáneas, de sus cuentas públicas. Los Estados de bienestar tienen que reformarse, por supuesto, pero no abolirse ni depreciarse hasta que no sirvan a los ciudadanos. Esa reforma debe contar con el máximo acuerdo político y social posible e incorporando el factor precio -el céntimo sanitario sería un ejemplo que puede perfeccionarse- como mecanismo de control del gasto inmoderado. Sorprende que durante las tres últimas legislaturas el debate sobre esta reforma necesaria se haya silenciado o ninguneado.

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