Editorial:

Desarmar Líbano

Si algo ponen de relieve los sangrientos combates entre el Ejército libanés y terroristas palestinos que comenzaron el domingo en uno de los campos de refugiados del norte de Líbano -más de 70 muertos- es la urgencia de que en el país árabe se cumpla la resolución 1701 del Consejo de Seguridad, que estableció el desarme de todas las milicias

en agosto del año pasado, tras la invasión israelí.

Los enfrentamientos más graves desde que acabó en 1990 la guerra civil puede que tengan que ver con grupos fanáticos próximos a Al Qaeda, como se predica de la oscura milicia Fatah al Islam,...

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Si algo ponen de relieve los sangrientos combates entre el Ejército libanés y terroristas palestinos que comenzaron el domingo en uno de los campos de refugiados del norte de Líbano -más de 70 muertos- es la urgencia de que en el país árabe se cumpla la resolución 1701 del Consejo de Seguridad, que estableció el desarme de todas las milicias

en agosto del año pasado, tras la invasión israelí.

Los enfrentamientos más graves desde que acabó en 1990 la guerra civil puede que tengan que ver con grupos fanáticos próximos a Al Qaeda, como se predica de la oscura milicia Fatah al Islam, peligrosa y alarmante criatura del islamismo suní con sólo unos meses de vida, y producto de sucesivas escisiones de Al Fatah. O puede que sea únicamente, y no es poco, el resultado de la larga mano de la inteligencia siria, dueña hasta hace dos años de los destinos de Líbano, como señalan responsables del Gobierno de Beirut y desmiente Damasco. La impenetrabilidad del caótico escenario político libanés, punto de encuentro de todas las fuerzas contrapuestas en Oriente Próximo, donde conviven en el filo de la navaja el frágil Gobierno prooccidental de Fuad Siniora y una poderosa oposición prosiria, abona cualquier teoría. En este laberinto de credos, facciones, intereses y grupos interpuestos sigue sin esclarecerse formalmente, más de dos años después, el asesinato del ex primer ministro Rafik Hariri.

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Pero el hecho descarnado es que resulta insostenible un Estado viable en el que su Ejército y su policía no tienen el monopolio de la fuerza. En Líbano hay más de una docena de campos de refugiados palestinos, donde habitan unas 400.000 personas. La ley la dictan allí los grupos armados. El Ejército no entra, según un acuerdo de hace casi cuatro décadas. Parece establecido que en Nahr al-Bared, cerca de Trípoli, que como otros campos sirve de entrenamiento a terroristas de la causa, milicianos de distintas aglomeraciones e incluso extranjeros se sumaron a los devastadores combates.

El pretexto ha sido esta vez la búsqueda de los atracadores de un banco. El resultado, que un grupo de pistoleros listos para la guerra, instrumentalizado por unos u otros, tiene en jaque una vez más a un minúsculo país acostumbrado a vivir al borde del precipicio. En el desprotegido Líbano nada sucede por casualidad. El momento y las circunstancias de este nuevo estallido de violencia, días después de que el Consejo de Seguridad haya comenzado a debatir una resolución para autorizar un tribunal especial que juzgue el asesinato de Hariri, sugiere coincidencias excesivas. Siria, adonde conducen todos los hilos del magnicidio, rechaza cualquier vínculo con los terroristas de Fatah al Islam, pero ha protegido al grupo del que se escindieron y repite como un mantra la idea de que un juicio internacional conducirá de nuevo a Líbano a la guerra civil. La credibilidad de Damasco, especialista en tinieblas, exige cooperación, no desmentidos.

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