Columna

Claridad moral

Las piezas van cayendo una detrás de otra, como en un lento asedio. Ahora son el fiscal general, Alberto Gonzales, y el presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, los que se hallan en el disparadero. Cada uno ha hecho sus méritos, pero nadie puede dudar de que George W. Bush se enfrenta a un cobrador del frac cargado con todas las facturas de una guerra injustificable, mal concebida, peor organizada y finalmente perdida, que es lo peor: sabemos que la victoria lava todos los errores, pero que la derrota carga con los pecados propios y ajenos. También Tony Blair ha pasado por taquilla y José...

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Las piezas van cayendo una detrás de otra, como en un lento asedio. Ahora son el fiscal general, Alberto Gonzales, y el presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, los que se hallan en el disparadero. Cada uno ha hecho sus méritos, pero nadie puede dudar de que George W. Bush se enfrenta a un cobrador del frac cargado con todas las facturas de una guerra injustificable, mal concebida, peor organizada y finalmente perdida, que es lo peor: sabemos que la victoria lava todos los errores, pero que la derrota carga con los pecados propios y ajenos. También Tony Blair ha pasado por taquilla y José María Aznar, que ha transferido la factura a Mariano Rajoy sin darle margen para eludir los pagos.

Pero ahora está a punto de caer el personaje más complejo e interesante de todo este grupo humano que osó la aventura de modificar el rumbo del planeta con los resultados que se han visto. Wolfowitz es el mayor talento intelectual de todo el grupo, y de ahí que se le haya reconocido como el arquitecto de la guerra de Irak. La historia de la presidencia de Bush, aún no concluida, está ya hecha: la bibliografía ya es una biblioteca, y en ella todas las referencias nos dicen lo mismo. Wolfowitz ha sido la eminencia gris. Pensaba en derrocar a Sadam Husein hace ya 20 años y por eso le dolió que Bush padre no siguiera hasta Bagdad. Anduvo entonces elaborando documentos sobre la hegemonía global norteamericana a través de la acción unilateral. A su influencia atribuyen algunos politólogos la revolución en política exterior de Bush hijo. Y con el 11-S fue de los primeros en clamar por la inexistente relación entre Sadam Husein y los atentados de Washington y Nueva York.

Esa pieza que ahora se tambalea es la mejor de todas ellas. Se formó en las universidades de Chicago con Alfred Wohlstetter y en Cornell con Allan Bloom, respectivamente. Wohlsetter fue uno de los principales estrategas de la guerra nuclear e inspiró el personaje de Doctor Strangelove de Stanley Kubrick (Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, en español). Bloom ejerció una gran influencia sobre el pensamiento conservador, especialmente a través de su libro El cierre de la mente americana. Saul Bellow lo convirtió en el protagonista de su novela Ravelstein, en la que un antiguo discípulo llamado Phillip Gorman le llama para contarle los últimos chismes de Washington: es Wolfowitz, un personaje "con el talento para encantar a los poderosos y llegar a ser su protegido sin convertirse en una amenaza", según George Packer (The Assasins Gate. America in Iraq).

Bush le llama Wolfi y tiene con él muy buenas relaciones. Ambos creen en el mal. Los dos son apóstoles de la claridad moral y ven a Estados Unidos como el abanderado del bien en un mundo hobbesiano y maniqueo, autorizados por su superioridad moral a usar la fuerza para imponer sus principios inmutables. Como Benedicto XVI combaten el relativismo moral y el apaciguamiento. Con el mal no se pacta.

Como gran parte de los responsables de la guerra de Irak, empezando por Bush, Wolfi se las apañó para no hacer el servicio militar en Vietnam. Luego ha tenido la deferencia de la discreción, lo que no es el caso del vicepresidente Dick Cheney ("Tenía otras prioridades en los años sesenta más importantes que el servicio militar") o del ex embajador en Naciones Unidas John Bolton ("Confieso que no tenía ganas de morir en un campo de arroz del sudeste asiático") que sirvió en la Guardia Nacional, como George W. Bush, para evitar la guerra. No es su única situación inconsecuente en la vida, como demuestra el lío del Banco Mundial. Bajo su vara aplicó estrictos criterios de transparencia y de control de la corrupción. Aunque hacía la vista gorda cuando estos males se producían en un país donde Estados Unidos tiene intereses estratégicos.

El escándalo va a generar nuevos costes para la Casa Blanca. La resistencia numantina suele traducirse en un desgaste que crece de forma exponencial. Estados Unidos puede perder, gracias a la resistencia de Wolfi y al apoyo incondicional de Bush, el derecho a nombrar el presidente del Banco Mundial, tal como dicen unos acuerdos tácitos que vinculan a los países accionistas. Este presidente cercado y debilitado ya tiene un nombre sobre la mesa que le permitiría compensar a los socios europeos y darse satisfacción a sí mismo: ni más ni menos que Tony Blair. Pero ni así saldrá del agujero negro en que está metido con sus neocons: belicistas que no van a la guerra, moralistas que aplican a sus vidas códigos morales especiales, antimultilateralistas que utilizan las instituciones multilaterales para sus propios fines. Seguirán cayendo piezas.

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