Columna

Fútbol, violencia y dinero / y 3

Vivimos en la violencia. No se trata de la pulsión biológica que nos empuja a ejercitar nuestra fuerza y a imponerla a los demás, sino de la violencia social que nos asedia por todas partes, de la violencia mediática con la que convivimos día a día de la violencia simbólica que enmarca nuestra identidad y legitima nuestras conductas. Violencia anclada en la afirmación individual no como autonomía soberana, sino como un ego hermético glorificado, total, sin fronteras, en cuyo territorio no cabe nadie más y cuyos dos cumplimientos posibles son el narcisismo y la destrucción del otro, la aloclast...

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Vivimos en la violencia. No se trata de la pulsión biológica que nos empuja a ejercitar nuestra fuerza y a imponerla a los demás, sino de la violencia social que nos asedia por todas partes, de la violencia mediática con la que convivimos día a día de la violencia simbólica que enmarca nuestra identidad y legitima nuestras conductas. Violencia anclada en la afirmación individual no como autonomía soberana, sino como un ego hermético glorificado, total, sin fronteras, en cuyo territorio no cabe nadie más y cuyos dos cumplimientos posibles son el narcisismo y la destrucción del otro, la aloclastia. Todas las películas oscarizables de este año se inscriben en el paradigma aloclástico, todas chorrean sangre: Dreamgirls, Banderas de nuestros padres, The last King of Scotland, Blood Diamond, Apocalyto, Infiltrados. Por no hablar del culto al canibalismo, que la serie Hannibal, de Thomas Harris, ha impuesto totalmente. Comenzamos con el Dragón rojo y El silencio de los corderos y hemos llegado a Hannibal rising que los norteamericanos esperan con tanta pasión que en Amazon.com ya pasan de 700.000 las inscripciones. Este fervor por la violencia como mercancía interviene en una realidad hipermercantilizada cuya divisa mayor es la competencia que hace de la competitividad, es decir, de la capacidad para eliminar a los otros competidores, su regla de oro. Las empresas se han contagiado de esta combatividad de gladiadores del mercado y han entrado en la batalla de las OPAS, cruzada que exige de sus patronos el carisma necesario para justificar su omnipotencia y hace del narcisismo patronal la condición de su supervivencia. Benedicte Haubold en Le narcissisme des dirigeants propone al dinero como infalible baremo del carisma y de aquí la publicación periódica de los más millonarios, para elevarlos al altar de los más ricos y dotarlos de la incuestionabilidad, esa violencia suprema.

El fútbol lejos de escapar al destino común de violencia y dinero se ha convertido en uno de sus símbolos más representativos. Dentro y fuera de los estadios. Dentro y pasando por alto el creciente número de lesiones, basta con recordar que la práctica futbolística es hoy más física, es decir, más propia de la brutalidad que caracteriza la confrontación del cuerpo a cuerpo; fuera con las agresiones y las peleas de las que los hooligans se han constituido en los grandes protagonistas. John Williams en The roots of Football Hooliganism (1988) subraya dos características importantes: la violencia futbolística fuera del estadio no consiste especialmente en las expediciones primitivas organizadas por las cabezas rapadas del Movimiento nacionalista revolucionario (MNR) y otros grupos neonazis sino que está inscrita en la divisa de ganar a cualquier precio. Por eso su primer objetivo es dar leña a los hinchas del equipo rival y luego a cuantos se les pongan a mano, especialmente si tienen algún estigma socialmente reprobado: negros, judíos, árabes. Pero no es el estigma el que desencadena la violencia, sino que es ésta la que se prevale del estigma para entrar en acción. Las tres grandes tragedias de Heysel y Bradford en 1985 y de Hillsborough en 1989 pusieron fin a la inocencia de un deporte que se decía popular y sometido a reglas. Desde entonces se han multiplicado los convenios, en dos de los cuales tuve una participación importante. Pero que no han servido de casi nada porque los clubes siguen haciendo trampa, cuidando y utilizando a sus hinchadas más radicales para encuadrar y jalear a sus socios ordinarios. Lo acontecido el pasado 23 de noviembre a las puertas del estadio Le Parc des Princes de París donde un policía negro para proteger a un partidario del Tel Aviv, disparó e hirió a un hincha del PSG y mató a otro que los perseguían, es de una dramática banalidad. Pero ¿cómo puede ponerse fin a este persistente encarnizamiento en las peleas? Con dinero. El Manchester United, el club más rico del mundo lo ha demostrado. Suprima usted las entradas de pie, aumente el precio de los asientos y agrégueles una bebida no alcoholica y otras comodidades. Prohíba no ya el acceso sino la proximidad al estadio a quien no tenga entrada y acabará con la violencia. El Manchester United ha pacificado sus partidos desde hace seis años. No los valores, no las leyes, no la policía, sino el dinero y la selección que produce son en nuestra economía capitalista de mercado el remedio que todo lo cura. Se lo hemos oído decir hace tiempo a Scorsese: "Dígalo siempre con muertos, pero no olvide nunca los dólares".

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
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