La ley más importante
La Ley de Dependencia, aprobada el jueves por el Congreso, es sin duda la más importante de la legislatura. Lo es por su alcance (afecta a un millón de personas e indirectamente a tres millones de familiares) y también por su significado: es el mayor avance en la extensión de derechos sociales desde la universalización de la sanidad pública. También es ejemplar por su incidencia en el mercado laboral: en los ocho años que durará su pleno despliegue creará 300.000 puestos de trabajo para personas que con sus cotizaciones contribuirán a la financiación pública del plan. Pese a todo ello, la norm...
La Ley de Dependencia, aprobada el jueves por el Congreso, es sin duda la más importante de la legislatura. Lo es por su alcance (afecta a un millón de personas e indirectamente a tres millones de familiares) y también por su significado: es el mayor avance en la extensión de derechos sociales desde la universalización de la sanidad pública. También es ejemplar por su incidencia en el mercado laboral: en los ocho años que durará su pleno despliegue creará 300.000 puestos de trabajo para personas que con sus cotizaciones contribuirán a la financiación pública del plan. Pese a todo ello, la norma ha tenido un eco limitado, sobre todo en comparación con el que suele acompañar entre nosotros a cualquier menudencia concerniente a asuntos de autoafirmación o rivalidad entre partidos (o entre líderes de un mismo partido), que interesan más bien poco a la generalidad de los vecinos.
La prolongación de la vida hace que en la biografía de la mayoría de las personas haya un periodo cada vez mayor (entre 8 y 10 años) en el que necesitan asistencia. Esa ayuda es proporcionada casi siempre por familiares, en su mayoría mujeres (más del 80%), que se ven por ello forzadas a abandonar (o no entrar en) el mercado laboral. Además, hay un número grande de personas con minusvalías permanentes. Los sistemas de asistencia social existentes -residencias, etcétera- son un complemento, insuficiente, de esa ayuda familiar. Ése es el problema. Una vez detectado, y partiendo de las experiencias de otros países, se ha planteado un marco legal que garantice el derecho de esas personas a recibir asistencia pública y unas previsiones de financiación. Y se ha buscado el más amplio consenso parlamentario para que, a diferencia de lo ocurrido con otras leyes de fuerte impacto social, su aplicación no se vea sometida a las vicisitudes de eventuales cambios de mayoría.
La ley ha sido objeto de negociación hasta el último momento, y ha contado finalmente con el apoyo de todo el Parlamento salvo los diputados de CiU, PNV y EA, que han alegado que la ley invadía competencias autonómicas. Sin embargo, otros partidos nacionalistas como ERC y el BNG sí han participado del acuerdo, lo que significa que o bien no comparten esa objeción o bien que no la consideran tan importante como para oponerse a una norma de tanto calado social. En todo caso, la ley garantiza un nivel mínimo de prestaciones pero no impide a las autonomías ampliarlas con cargo a sus propios presupuestos.
La viabilidad de la ley reposa en un sistema mixto de financiación por el que las administraciones central y autonómica sufragan, a partes iguales, la mayor parte del coste (el 70% si prospera la propuesta del Gobierno a las autonomías), aportando el usuario el resto en función de su renta y patrimonio. El PP propuso eliminar la referencia al patrimonio. Finalmente, se tomará en consideración, aunque queda pendiente determinar en qué casos el propio domicilio será un factor a considerar. En realidad quedan muchos aspectos a concretar, empezando por la fijación del mínimo de renta por debajo del cual el usuario no tendrá que pagar nada, y que se determinará en un consejo territorial (en el que participa el Gobierno y las autonomías) a celebrar antes de fin de año.
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