Editorial:

Gobierno catalán

Con extrema rapidez, los tres partidos de la izquierda catalana han alcanzado un acuerdo de principio para gobernar conjuntamente la Generalitat. De no mediar sorpresas, la Convergència i Unió de Artur Mas, que obtuvo la primera plaza en las elecciones del 1-N, quedaría nuevamente desbancada del poder que conservó durante 23 años. En buena parte, ello se debe a sus propios resultados, más débiles de lo que proyectaba, y que hacían imposible una alianza más o menos implícita con el PP. En parte, a sus errores, como un programa económico ultraliberal, poco acorde con la tradición pujoliana o un ...

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Con extrema rapidez, los tres partidos de la izquierda catalana han alcanzado un acuerdo de principio para gobernar conjuntamente la Generalitat. De no mediar sorpresas, la Convergència i Unió de Artur Mas, que obtuvo la primera plaza en las elecciones del 1-N, quedaría nuevamente desbancada del poder que conservó durante 23 años. En buena parte, ello se debe a sus propios resultados, más débiles de lo que proyectaba, y que hacían imposible una alianza más o menos implícita con el PP. En parte, a sus errores, como un programa económico ultraliberal, poco acorde con la tradición pujoliana o un extraño estilo de campaña electoral en la que, pese a su condición de favorito, se dedicó a enajenarse eventuales aliados, al denostarlos con una dureza poco acorde al moderantismo de sus electores. El órdago de Mas de que gobernaba él o volvía el tripartito podía haber tenido sentido con una mayoría amplia; al no obtenerla, cimentaba la cohesión de sus rivales.

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La configuración en ciernes de un nuevo Gobierno de izquierdas obedece a ambiciones, tan criticables como legítimas, de sus socios, entre ellas el cálculo de Esquerra de que ése, y no un Ejecutivo CiU-ERC, es su mejor instrumento para aspirar a largo plazo a la hegemonía del campo nacionalista. Pero también a corrientes de fondo: la extendida percepción de que las innovaciones más sociales de la obra del Gobierno de Pasqual Maragall habían quedado inacabadas (algunas ni siquiera iniciadas), o la vuelta a la dinámica izquierdas / derechas, por encima del eje nacionalistas / no nacionalistas, plasmada el 1-N en una mayoría clara de aquéllas.

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La rapidez del preacuerdo puede ser tanto un síntoma del temor a que distintas presiones torcieran la voluntad de los tres partidos, cuanto, ojalá, de un deseo de eficacia y cambio en sus comportamientos pasados, que produjo un drástico voto de castigo a socialistas y republicanos. Lo que también anida en la decisión de elaborar un protocolo interno que coloque al Gobierno por encima de sus partes y evite los vaivenes circenses y gratuitas salidas de tono que prodigó el anterior tripartito. Montilla, Carod y Saura no deben olvidar la corriente de recelos y escepticismo a la que se enfrentará su nuevo pacto. Ni el perjuicio objetivo que supone para Zapatero -cuya respetuosa actitud ante las negociaciones autónomas deben valorar, cuando bien le convenía la sociovergencia- el retorno de Esquerra (más aún, si la encabeza Carod) a la Generalitat, lo que le enajenará votos, aliados como CiU y ofrecerá un buen blanco al PP. Un nuevo tripartito, aunque sea reformulado, no dispondrá de periodos de gracia para ninguna gracia extemporánea. Más allá de estas cuestiones, el pacto en confección implica una cierta normalización de Cataluña: hace posible que un catalán nacido en Andalucía sea su presidente. Apoyado, además, por un partido independentista.

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