Tribuna:

¿Somos analfabetos políticos?

Hace unas semanas, el profesor Ludger Mees publicó en las páginas de este periódico un artículo titulado El pasado que no quiere pasar, en el que se vertían opiniones y juicios de valor sobre Alemania y nuestro país no fáciles de aceptar, por lo menos para mí, español antifascista, residente desde hace muchísimos años en la República Federal de Alemania y autor en lengua alemana de varios libros sobre ese país.

El resumen que el señor Mees hace del Historikerstreit o disputa de los historiadores alemanes sobre el Tercer Reich, es esencialmente correcto y objetivo, aunque e...

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Hace unas semanas, el profesor Ludger Mees publicó en las páginas de este periódico un artículo titulado El pasado que no quiere pasar, en el que se vertían opiniones y juicios de valor sobre Alemania y nuestro país no fáciles de aceptar, por lo menos para mí, español antifascista, residente desde hace muchísimos años en la República Federal de Alemania y autor en lengua alemana de varios libros sobre ese país.

El resumen que el señor Mees hace del Historikerstreit o disputa de los historiadores alemanes sobre el Tercer Reich, es esencialmente correcto y objetivo, aunque exagera el protagonismo de Jürgen Habermas y de las minorías académicas en general y no menciona, en cambio, el papel central y mucho más importante que en este contexto desempeñaron otros estratos sociales y políticos, y a su cabeza los sindicatos, los partidos liberales y de izquierda, las plataformas mediáticas de orientación democrática y la rebelión de los estudiantes antiautoritarios en torno a Rudi Dutschke, omisión que me parece imperdonable.

Decididamente subjetivo es el cuadro idílico y apologético que traza del proceso de desnazificación y democratización de la población alemana. La Vergangenheitsbewältigung (superación del pasado) fue en parte sincera, pero estuvo dictada todavía más por el imperativo de adaptarse al nuevo orden mundial. Ocupadas militarmente ambas Alemanias por las potencias aliadas, no les quedó, por así decir, otra alternativa que la de tragar quina y ser comunistas en el Este y demócratas en el Oeste.

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Con respecto a la República Federal, la impresión que yo saqué a mi llegada al país en 1959, fue la de que la actitud del alemán medio no era en modo alguno la de encararse a fondo y con todas las consecuencias con la inmensa e imperecedera culpa contraída con los judíos y los países invadidos por la Wehrmacht (casi toda Europa), sino al contrario, la de ahuyentarla, relativizarla y crearse una nueva conciencia satisfecha, una actitud que lejos de haber finiquitado, sigue, por desgracia, formando parte de la identidad político-histórica de la Alemania actual. Fue esta incapacidad de auténtico arrepentimiento uno de los motivos que me impulsaron a escribir libros altamente críticos como La nación acomplejada, El IV Imperio o Los alemanes entre la megalomanía y el lloriqueo.

Sintetizar la tiranía nazi como "desastre alemán", como hizo el historiador Friedrich Meinecke en 1946, y como subrayaba con admiración el señor Mees en su artículo, no me parece la fórmula más adecuada para rendir justicia a los hechos, el principal de los cuales fue la tragedia europea. Y si hubo desastre alemán -que lo hubo-, fue porque antes hubo crimen.

No satisfecho con ofrecer una imagen tendenciosamente favorable a la Alemania de posguerra y de silenciar sus innumerables aspectos negativos y a menudo escandalosos, el señor Mees sugiere -sin decirlo explícitamente- que los españoles haríamos bien en asumir el modus operandi alemán para afrontar la problemática política generada por nuestra Guerra Civil. Sobre esta sugerencia -sin duda bien intencionada- me permito señalar que los españoles -o la mayoría de ellos- no han necesitado la contienda fratricida del 36 ni los cuarenta años de dictadura para saber lo que es la democracia. Lo demostraron en febrero de 1936 (como en abril de 1931) con la victoria electoral del Frente Popular y la derrota de la derecha. Lo demostraron una vez más y de manera heroica en julio de 1936 al ofrecer desde el primer momento resistencia armada contra el golpe de Estado de Mola, Franco y demás generales facciosos.

A diferencia de Hitler y sus esbirros, que conquistaron el poder por vía legal y parlamentaria, Franco no pudo imponer su dictadura más que manu militari y tras una cruenta guerra civil de casi tres años y un millón de muertos, muchos de ellos a cargo de la aviación alemana e italiana, cuyos ataques viví de niño en Barcelona día tras día.

Durante la dictadura, los españoles, lejos de olvidar la democracia, la tuvieron más presente que nunca. Eso explica la lucha clandestina contra el régimen, en la que tuve el honor de participar en las filas de la Confederación Nacional del Trabajo y que mi padre, un destacado miembro de esa organización, tuvo que pagar con crueles torturas y 11 años de cárcel.

Y fue la conciencia democrática nunca olvidada la que impulsó a las generaciones más jóvenes a proseguir hasta el final la lucha contra el régimen, desde la juventud universitaria a los obreros e intelectuales.

En cuanto a la transición de la dictadura a la democracia no nos fue impuesta, como a los alemanes, por ninguna potencia extranjera, sino que el fruto de la libre voluntad de los españoles y de sus representantes políticos. Un pueblo que en un momento histórico tan difícil y preñado de riesgos supo obrar con tanta mesura, capacidad de diálogo y sentido de la responsabilidad, difícilmente corre el peligro de volver a caer en una dictadura de extrema derecha, como daba a entender el profesor Mees en su artículo.

No creo en todo caso que seamos un pueblo de analfabetos políticos y que los alemanes sean los maestros destinados a sacarnos de nuestra ignorancia.

Heleno Saña es escritor español, residente en Alemania.

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