Crítica:

Un populismo para el pueblo

Difícilmente podríamos encontrar un libro más oportuno que éste. Regresa el término populismo al escenario de nuestros discursos y lo hace, prácticamente sin excepciones, con connotaciones peyorativas. El populismo, es cierto, se dice en la actualidad de muchas maneras pero, en todo caso, ninguna de ellas es buena. Ya en su clásico trabajo de 1981 sobre este tema, Margaret Canovan señalaba no menos de siete tipos de populismo, susceptibles de ser agrupados bajo dos grandes epígrafes, el de populismos agrarios y el de populismos políticos. La tipología tiene mucho de hetero...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Difícilmente podríamos encontrar un libro más oportuno que éste. Regresa el término populismo al escenario de nuestros discursos y lo hace, prácticamente sin excepciones, con connotaciones peyorativas. El populismo, es cierto, se dice en la actualidad de muchas maneras pero, en todo caso, ninguna de ellas es buena. Ya en su clásico trabajo de 1981 sobre este tema, Margaret Canovan señalaba no menos de siete tipos de populismo, susceptibles de ser agrupados bajo dos grandes epígrafes, el de populismos agrarios y el de populismos políticos. La tipología tiene mucho de heterogénea y, sobre todo, de convencional, pero sirve de momento para mostrar que nos hallamos ante un fenómeno que, más allá de sus difusos contornos, opera a modo de inquietante indicador de las insuficiencias de los sistemas políticos dominantes en el mundo de hoy.

LA RAZÓN POPULISTA

Ernesto Laclau

Fondo de Cultura Económica

Buenos Aires, 2006

312 páginas. 12 euros

El desprestigio del populis

mo, especialmente en los grandes medios de comunicación de masas de las sociedades occidentales desarrolladas, acostumbra a venir provocado por una identificación, no siempre explicitada, entre populismo y demagogia. Identificación a la que a veces se le incorpora un tercer rasgo (asimismo raramente declarado), el del tercermundismo. En nuestros días, un imaginario ranking de populistas vendría encabezado, sin ninguna duda, por figuras como Evo Morales y Hugo Chávez (junto al incombustible Fidel Castro). En algún momento, es curioso, parecía que en ese selecto grupo iban a ser incluidos Kirchner y Lula, pero algo debió haber en su gestión que les ha permitido, por el momento, ponerse a salvo del reproche.

Ernesto Laclau acierta en su sospecha. Lo que subyace al exagerado y displicente desdén hacia ciertos políticos y su gestión (la reacción entre nosotros ante las nacionalizaciones en Bolivia ha tenido en este sentido mucho de paradigmática) es, en realidad, el rechazo de la política y el convencimiento, de inspiración inequívocamente elitista, de que la gestión de los asuntos comunitarios corresponde a un poder administrativo cuya fuente de legitimidad radica en un conocimiento apropiado de lo que constituye la buena comunidad. Tanto se ha generalizado dicho convencimiento que, como señalaba recientemente Paolo Flores D'Arcais, la acusación más frecuente que recibe hoy un político cuando osa cumplir con lo que había prometido a sus electores es que semejante comportamiento no es propio de estadista (el elogio que más halaga el ego del político) sino de ingenuo.

Ello no significa, claro está,

que el autor de La razón populista, un libro de lectura obligada para quien se interese por estos temas, reivindique de manera reactiva y mecánica el populismo, sino que se esfuerza, con éxito, en plantear correctamente el problema que representa. El populismo de Laclau constituye un modo de construir lo político que, alejándose de posiciones como las de Slavoj Zikek (distancia que, por cierto, le honra) o Negri, Hart, Virno y otros teorizadores de las multitudes, intenta reconstruir un concepto de pueblo que utilice como categoría central la categoría de demanda (o reclamación). La demanda constituye, en cierto modo, la versión positiva, activa, de aquel otro concepto siempre ensombrecido por una cierta aura de pasividad que era el de necesidad. Las demandas no sólo devuelven el protagonismo a los agentes sociales, sino que les atribuyen la condición de sujetos con derecho a exigir responsabilidad a sus gobernantes. Nada que ver, por tanto, con lo que afirmaba, con lágrimas en los ojos, el protagonista de Gatica, "el mono", la excelente película del director argentino Leonardo Favio: "Yo nunca me metí en política: yo siempre fui peronista".

El presidente boliviano Evo Morales (izquierda) y su homólogo venezolano Hugo Chávez, en Chimore (Bolivia).REUTERS

Archivado En