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Ramón y Cajal en Valencia

A finales del siglo XIX, Santiago Ramón y Cajal era, en Valencia, un modesto catedrático de Anatomía, empeñado en estudiar en su laboratorio la textura del sistema nervioso para, como él mismo decía, "averiguar el cauce material del pensamiento y de la voluntad y sorprender la historia íntima de la vida". Carecía todavía de medios y planes definidos sobre cómo iniciar tan ambiciosa tarea. Fue precisamente un valenciano emigrado a Madrid, Luis Simarro quien, mostrándole el método de Golgi, le proporcionó la herramienta que necesitaba para convertirse en el primer y más brillante explorador del ...

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A finales del siglo XIX, Santiago Ramón y Cajal era, en Valencia, un modesto catedrático de Anatomía, empeñado en estudiar en su laboratorio la textura del sistema nervioso para, como él mismo decía, "averiguar el cauce material del pensamiento y de la voluntad y sorprender la historia íntima de la vida". Carecía todavía de medios y planes definidos sobre cómo iniciar tan ambiciosa tarea. Fue precisamente un valenciano emigrado a Madrid, Luis Simarro quien, mostrándole el método de Golgi, le proporcionó la herramienta que necesitaba para convertirse en el primer y más brillante explorador del cerebro de la moderna Neurociencia. Cajal, al igual que Simarro, no desarrolló su labor investigadora en Valencia, sino que se trasladó en cuanto le fue posible a Barcelona primero y luego a Madrid, en busca de condiciones de trabajo más favorables.

Cuando unos años más tarde, en 1906, Cajal obtenía el Premio Nobel de Medicina y Fisiología, la España ignorante y científicamente atrasada de su tiempo lo convirtió en héroe nacional y mito. Posiblemente, más de un valenciano de entonces lamentó que su universidad no hubiera puesto, en el momento adecuado, los medios para retener a tan insigne investigador. Sin embargo, no es de extrañar que nadie se percatara del valor de lo que perdían. El caso de Cajal fue tan excepcional e imprevisible que, como lúcidamente señaló su contemporáneo Ortega y Gasset, representó para España, "no una gloria sino una vergüenza, al tratarse de una casualidad". Y quizá por eso, la sociedad española del siglo pasado, que vivía de espaldas a la ciencia, festejó de modo un tanto excesivo los triunfos de Cajal, buscando en parte tranquilizar su sentimiento de culpa y humillación por la escasa contribución del país al progreso del conocimiento científico en el mundo.

Cien años después, cabría pensar que la indiferencia española hacia la investigación ha sido superada. Los científicos y sus descubrimientos aparecen casi diariamente en los medios de comunicación y los responsables políticos reiteran solemnemente su empeño en corregir el desfase científico que todavía separa a España de los países más desarrollados. A modo de ejemplo, hace solo cinco años, el gobierno central puso en marcha un ambicioso programa público que, naturalmente, llamó Programa Ramón y Cajal, a través del cual se recuperaron muchos jóvenes científicos españoles que permanecían en el extranjero, por carecer hasta entonces de posibilidades investigadoras en nuestro país. De éstos, más de un centenar arribó a la Comunidad Valenciana y trabaja ahora en sus modernas universidades y centros de investigación. Podría especularse que hoy, el joven Cajal quizás no se habría visto impulsado a marcharse de Valencia, para buscar en otras tierras mejores oportunidades...

¿Pero, es realmente así? A finales de 2006, se cumple, para la primera hornada de investigadores del Programa Ramón y Cajal, el contrato de cinco años que estos mantienen con las universidades valencianas. Y las universidades, en lugar de ofrecerles un sistema de re-contratación atractivo, competitivo y con futuro, que estimularía la permanencia en la Comunidad de los investigadores más prometedores, están solo empezando a improvisar propuestas de última hora, indiscriminadas y en general mezquinas, que seguramente servirán para que, a largo plazo, únicamente sigan en los centros valencianos aquellos investigadores que carecieron de ofertas mejores, mientras los más destacados aceptan las oportunidades más tentadoras que se les están brindando en otros centros de investigación de España y el extranjero. A la vista de la indiferencia y pasividad con que la comunidad académica y la sociedad valenciana presencian esta previsible sangría de recursos humanos para la ciencia, cabe preguntarse si, más allá de los aspectos anecdóticos, ha cambiado, de verdad, en nuestra Comunidad la percepción pública de lo que representa la investigación para el avance social. Y, si recordamos la peripecia valenciana de Cajal, resulta amargamente irónico que a los jóvenes investigadores que se enfrentan a la tesitura de marcharse de la Comunidad para poder trabajar con más dignas perspectivas de futuro, se les llame coloquialmente los Ramones y Cajales... Y es que cien años no parecen ser, desgraciadamente, nada, a la hora de modificar patrones sociales muy arraigados; incluso aquellos que solo nos han servido, hasta ahora, de lastre para el progreso.

Carlos Belmonte es director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Miguel Hernández.

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