Tribuna:

Administración de justicia: ¿curas paliativas?

La situación de la Administración de justicia es percibida como negativa por gran parte de la opinión. Lo constatan las encuestas promovidas por instituciones públicas y privadas. De estas encuestas se desprende un veredicto muy severo, no siempre fundado, sobre las prestaciones de esta Administración. Suele haber coincidencia en detectar una serie de deficiencias -sobrecarga de trabajo, lentitud, disfunciones en la gestión del personal, instalaciones precarias, etcétera-. Pero este acuerdo sobre los síntomas no se da cuando se trata de identificar las causas. Se constatan los síntomas más evi...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La situación de la Administración de justicia es percibida como negativa por gran parte de la opinión. Lo constatan las encuestas promovidas por instituciones públicas y privadas. De estas encuestas se desprende un veredicto muy severo, no siempre fundado, sobre las prestaciones de esta Administración. Suele haber coincidencia en detectar una serie de deficiencias -sobrecarga de trabajo, lentitud, disfunciones en la gestión del personal, instalaciones precarias, etcétera-. Pero este acuerdo sobre los síntomas no se da cuando se trata de identificar las causas. Se constatan los síntomas más evidentes, pero no se coincide siempre en el diagnóstico. Y por ello se discrepa sobre qué tratamiento aplicar.

Un tratamiento socorrido -desde la buena fe o desde la tentación de la huida hacia delante- es la reclamación insistente de más recursos de todo tipo: financieros, tecnológicos, personales, salariales, etcétera. Incrementar los recursos puede ser lo indicado en algunos casos y en algunos aspectos. Sin embargo, confiar en este incremento incesante como tratamiento eficiente de los males detectados es ilusorio. Como ocurre en otros campos del sector público, las políticas meramente incrementalistas sirven quizá para aliviar por unos instantes algunos efectos negativos de la situación, pero no terminan con ellos y en ocasiones los agravan.

Habrá que aportar dotaciones adicionales en órganos judiciales, personal, tecnología e instalaciones. De ello se está ocupando el Gobierno de la Generalitat en lo que a sus competencias se refiere. En tres años ha incrementado en un 50% el gasto corriente destinado a la Administración de justicia. Está ejecutando un programa de inversiones sin precedentes -y que se eleva a los 500 millones de euros-, con el que se renovarán las instalaciones de 30 partidos judiciales catalanes.

Con todo, este considerable esfuerzo no solventará los defectos básicos. Porque estos defectos no son sólo ni principalmente de carácter cuantitativo. Son, ante todo, de carácter estructural. Afectan a su sistema de gobierno y de gestión, poco apto para responder con suficiente flexibilidad y celeridad a los cambios de todo tipo -demográficos, económicos, sociales, técnicos- que se dan en nuestra sociedad.

Entre los más perjudicados por esta inadaptación estructural se encuentran en primer lugar los buenos profesionales de la magistratura y del personal de apoyo, sometidos a una presión tanto más dolorosa cuanto mayor es su espíritu de servicio público. No son culpables, sino víctimas. Junto con ellos, es toda la sociedad la que resulta perjudicada. La lenta e insuficiente transformación de la Administración de justicia tiene muy elevados costes. Daña la solidaridad social y el progreso económico. Tiene además efectos perversos para la política democrática. Porque una mala valoración de la Administración de justicia deslegitima una pieza esencial del Estado social y democrático de derecho. Quienes ignoran la dimensión de servicio público que tiene esta Administración no entienden que cuando se da un mal servicio se debilita su condición de poder democrático. Porque le resta credibilidad ante una ciudadanía de la que emanan sus importantes atribuciones.

La aplicación de más recursos sólo tendrá efectos beneficiosos si va acompañada de una transformación de la estructura y de la cultura organizativa de esta Administración. A ello apunta el Título III del Estatuto de Autonomía de Cataluña, sin alterar ni la unidad ni la independencia del poder judicial. Aspira al acercamiento del Gobierno del sistema al territorio, mediante una desconcentración -no una desintegración- del Consejo General del Poder Judicial. Y establece una mayor descentralización en la gestión de los recursos humanos y materiales que las Comunidades Autónomas podrían administrar mejor sin la injustificable limitación de competencias que soportan.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

En resumen: la sociedad debe saber lo que se juega con un buen o un mal diagnóstico de los defectos de la Administración de justicia. Después de lamentarse por dichos defectos, puede conformarse con tratamientos paliativos o meramente sintomáticos. O puede, en cambio, promover de manera decidida -aunque sea gradual y lentamente- los cambios sustantivos que den a la Administración de justicia el prestigio de que disfruta en otros países democráticos. Es una meta alcanzable si se cuenta con voluntad política y con apoyo ciudadano.

Josep M. Vallès es consejero de Justicia de la Generalitat.

Archivado En