Tribuna:

Nuevas banderas

A veces ocurren estas asombrosas transformaciones, casi mágicas por su inopinada ocurrencia, como una ráfaga súbita de algo nuevo que pudiera ser una especie de aire milagroso que sopla desde no se sabe qué cercanas pero desconocidas arboledas. La foto de la transformación venía en el periódico -este mismo- y en ella flameaban multitud de ikurriñas el día de la llamada Patria Vasca, el Aberri Eguna, la fiesta de los nacionalistas vascos, aquella en la que celebran su particular mito tan fantasioso y nostálgico como cualquier otro (los mitos patrios son ficciones que explican realidades indemos...

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A veces ocurren estas asombrosas transformaciones, casi mágicas por su inopinada ocurrencia, como una ráfaga súbita de algo nuevo que pudiera ser una especie de aire milagroso que sopla desde no se sabe qué cercanas pero desconocidas arboledas. La foto de la transformación venía en el periódico -este mismo- y en ella flameaban multitud de ikurriñas el día de la llamada Patria Vasca, el Aberri Eguna, la fiesta de los nacionalistas vascos, aquella en la que celebran su particular mito tan fantasioso y nostálgico como cualquier otro (los mitos patrios son ficciones que explican realidades indemostrables pero útiles y veraces para sus crédulos seguidores).

Los líderes, Ibarretxe e Imaz, sonreían, y con ellos sus correligionarios, la mayoría jóvenes, sólo algunos maduros. La sonrisa de la felicidad o del entusiasmo o del sentimiento de algo compartido en un lugar público. Emociones colectivas bastante conocidas y no necesariamente malsanas. No cuando no hay sangre ni violencia detrás de esos símbolos ni siquiera afán de totalidad y hegemonía, sino, tan sólo, determinada aspiración y determinado sentimiento, legítimos ambos puesto que nadie pretende utilizarlos como excusa para aniquilar a quienes no los compartan ni los contemplen con fervorosa simpatía. Símbolos patrios, sueños colectivos de paraísos irreales, cánticos y discursos, argumentaciones más o menos insostenibles: da lo mismo, todo legítimo, todo risueño, hasta se podía oír en la foto la música de esa emoción, cualquier himno que saliera de los altavoces para estimular esas llamadas ancestrales a la reunión en la arcadia perdida y recuperable. Todo inofensivo, hasta todo cándido, incluso antiguo, puede que ancestral y hasta tribal, pero no importa porque su legitimidad es la consecuencia de la libertad humana que crea ficciones para alumbrar pacíficos -¡por fin!- ensueños.

Y esa es precisamente la transformación a la que hacía referencia. De pronto este lector inopinado, que recorría perezosamente el periódico -este periódico- en busca de noticias que hablaran del mundo lejano y cercano o de artículos que le ayudaran a comprender lo que pasa -Joseba Arregi, Vila Matas-, de pronto este lector se encontró con esa foto risueña y multicolor y sonrió con esos líderes y hasta casi se integró entre esa gente y se identificó con ellos por un momento, aun sabiendo que esa invocación no tiene nada que ver con él y que hasta hace no mucho le horripilaban esas manifestaciones públicas adornadas por esas banderas manchadas por mucha sangre (en su nombre han matado a muchos y mutilado salvajemente a otros tantos y callado la boca a cientos de miles). Incluso a alguno de esos líderes -Ibarretxe- le tenía particular inquina porque no dejaba de sospechar que sus planes no eran del todo independientes de la tragedia, puesto que, en cierto modo, contaba con ella para ir más lejos de lo que sin ella hubiera sido capaz de imaginar que pudiera ir. Por supuesto que Ibarretxe condenaba la violencia, pero en sus planes parecía que planeaba el peso de la violencia para hacerlos del todo justificables y plausibles.

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Ahora, adiós a todo eso, según el bello título de Robert Graves. Ibarretxe, aunque insista en su plan, nos parece de una tolerable tozudez e Imaz se manifiesta más prudente y sensato que nunca. Ahora da gusto oírles hablar porque, aunque digan lo que no podamos entender muy bien algunos y menos compartir, no importa nada. Sus palabras responden a convicciones perfectamente aceptables, puesto que ahora nadie hará sonar disparos criminales para defender algo semejante al sueño de una patria vasca. Ahora Ibarretxe puede parecer un buen pastor de pueblo, y sus palabras y ademanes, parecernos pintorescos, pero puede llegar hasta hacernos gracia, puesto que lo que dice parece inocuo e inofensivo, simples ocurrencias, palabras de político nacionalista que convencerá a los suyos y a pocos más. Y eso es así porque se ha producido el vuelco, la transformación, la más felicísima noticia. Ya no habrá más muertes, la banda ha dicho que ya no las habrá y, por tanto, los discursos nacionalistas se verán libres de la infamia que proyectaba sobre ellos el ruido de las pistolas y el estruendo de las detonaciones. Las palabras nacionalistas de unos y de otros (hasta las de los cómplices por tanto tiempo con el terror) no serán más que palabras y sus planes sólo serán planes y así serán entendidos y recibidos. Los planes que se defienden en el foro público con argumentos -nos gusten o no- son ejercicios legítimos de la libertad. Bienvenidos sean si sólo son ideas que buscan seguidores convencidos pero respetuosos con las ideas ajenas, tan distintas de las suyas.

En consecuencia, por un instante todas las banderas de la foto parecían mis banderas, asombrosamente las hice mías. Me parecían banderas limpias, de la noche a la mañana. ¿Qué lejía las había limpiado definitivamente? La lejía del fin de la barbarie más bárbara, el reencuentro con los principios más intocables de la civilidad y la democracia y el libre juego de las palabras en la plaza pública de los encuentros y desencuentros pacíficos. Una asombrosa lejía que nos ha tocado en gracia después de tanta locura asesina en defensa, precisamente, de la Patria Vasca y de esa bandera que ahora reluce como un símbolo tranquilo del afán de personas que tienen todo el derecho del mundo a sentirse como se sienten porque sus ideales y sentimientos en adelante ya no tendrán que convivir con la funesta sombra que sobre ellos proyectaba la sangre de los inocentes.

Aunque -como sugería Arregi- aún tenga que venir una segunda y no menos costosa y difícil lejía: la que limpie hasta donde pueda el horror pasado con el definitivo reconocimiento de las víctimas. Esa segunda lejía necesita, entre otras cosas, un símbolo sólido y fuerte, en el que se exprese el perdón que soliciten los verdugos y todos sus cómplices a quienes no merecieron morir de tan salvaje manera. Pero para que llegue ese futuro necesitamos el asombro esperanzado de este presente, esta luz que abril parece querer subrayar con toda su alegría.

Ángel Rupérez es escritor y profesor de Teoría de la Literatura de la Universidad Complutense de Madrid.

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