Columna

Consenso

En estos días de aniversario, se ha acusado al presidente José Luis Rodríguez Zapatero de enterrar el espíritu de consenso de la Transición. La crítica tiene su fundamento. Es cierto que el presidente Zapatero ha emprendido ciertas reformas institucionales de calado -aunque los críticos están pensando principalmente en la madre de todas las peleas: el Estatuto catalán- sin consensuarlas con el primer partido de la oposición.

El consenso es una práctica política como cualquier otra: ni forzosamente mejor, ni forzosamente peor. Depende de cómo se utiliza y para qué se utiliza. El mito del...

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En estos días de aniversario, se ha acusado al presidente José Luis Rodríguez Zapatero de enterrar el espíritu de consenso de la Transición. La crítica tiene su fundamento. Es cierto que el presidente Zapatero ha emprendido ciertas reformas institucionales de calado -aunque los críticos están pensando principalmente en la madre de todas las peleas: el Estatuto catalán- sin consensuarlas con el primer partido de la oposición.

El consenso es una práctica política como cualquier otra: ni forzosamente mejor, ni forzosamente peor. Depende de cómo se utiliza y para qué se utiliza. El mito del consenso va parejo, en España, con el mito de la Unión de Centro Democrático (UCD), un batiburrillo improvisado de partidos que acabó como el rosario de la aurora, que algunos todavía presentan ahora como una especie de arcadia de la democracia. El consenso permitió aguantar una situación muy delicada que UCD, como se demostró, era incapaz de controlar por sí sola. El consenso no sirvió siquiera para evitar el intento de golpe de Estado, aunque ayudó a frustrarlo. En España se gestaba un nuevo régimen: el consenso era un principio obligado si se quería conseguir que de las entrañas del antiguo régimen, sin ruptura, surgiera una nueva democracia con una legitimidad de amplia base. Fue un colchón de seguridad para llevar la Transición a buen puerto.

La Transición terminó hace tiempo. Ahora, la democracia española está consolidada y asentada. En estos años el consenso se ha roto varias veces. El consenso en la lucha antiterrorista estalló por los aires cuando el Partido Popular la convirtió en terreno de batalla en su lucha por acceder al poder en 1993 y en 1996, cuando la derecha estaba ansiosa por su larga travesía del desierto. El propio José María Aznar rompió el consenso en política internacional al ir a la guerra de Irak sin el acuerdo no ya de los demás partidos sino de la inmensa mayoría de la población.

A los Gobiernos se les elige para gobernar: Aznar creyó que su obligación era meter a España en la guerra. Los ciudadanos dejaron clara su posición después. Por eso no gobierna ahora el Partido Popular. Esto es la democracia. La ruptura en la práctica de algo que tiene el prejuicio favorable de bien intencionado, como es el consenso, en el fondo sólo significa que, por mucho que se diga, la derecha y la izquierda no son lo mismo. Y que hay materias en que tienen que actuar de manera diferente. Por eso les elegimos.

Y, sin embargo, el consenso es deseable especialmente en aquellas leyes que tienen que ver con las reglas del juego. De hecho, las normas obligan al consenso, por ejemplo, para la reforma constitucional al exigir mayorías cualificadas. Pero el consenso no puede convertirse en un instrumento de bloqueo por parte de la oposición.

Para que el consenso sea posible es necesario que todas las partes lo quieran. Cuando un partido político hace del rechazo su estrategia -como ha hecho el PP en esta legislatura- no hay posibilidad de consenso. ¿Qué tenía que hacer el presidente Zapatero ante la negativa permanente del PP? Ya ha renunciado a la reforma constitucional porque sin el PP no es posible. ¿Tenía que renunciar también a cualquier otra reforma de calado? No, el consenso no puede ser un arma para el inmovilismo.

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El consenso es un recurso que cada cual utiliza en función de sus intereses. El Gobierno cuando necesita apoyos, por ejemplo, en una circunstancia especial como el proceso de fin da la violencia. La oposición para reclamar protagonismo y presencia. Es tradicional que las oposiciones, por un lado, apelen al consenso y, por otro, hagan todo lo posible para impedirlo: forma parte del juego político. Sin consenso se han podido hacer reformas -por ejemplo en materia de derechos personales y costumbres- que probablemente nunca se habrían alcanzado por consenso. Y, sin embargo, una vez aprobadas todos los partidos las han asumido. La falta de consenso muchas veces tiene premio. A estas alturas, la única falla en el consenso que la ciudadanía no perdonaría es la que hiciera imposible el fin de la violencia en el País Vasco. En este tema no hay derecho a practicar el ventajismo.

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