Editorial:

Hace 25 años

Más de la mitad de los españoles de hoy no habían nacido o eran menores de edad aquel 23 de febrero de 1981 en que la recién recuperada democracia española estuvo a punto de ser aplastada por militares golpistas. Para esas generaciones, las imágenes del 23-F que conocen por televisión -un hombre con tricornio y pistola entrando en el Congreso al grito de "todo el mundo al suelo"- no sólo les resultan anacrónicas, sino grotescas. Sin embargo, aquel acto que hoy parece burlesco estuvo a punto de ser el inicio de una tragedia.

Difícilmente se habría evitado un baño de sangre si el golpe hu...

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Más de la mitad de los españoles de hoy no habían nacido o eran menores de edad aquel 23 de febrero de 1981 en que la recién recuperada democracia española estuvo a punto de ser aplastada por militares golpistas. Para esas generaciones, las imágenes del 23-F que conocen por televisión -un hombre con tricornio y pistola entrando en el Congreso al grito de "todo el mundo al suelo"- no sólo les resultan anacrónicas, sino grotescas. Sin embargo, aquel acto que hoy parece burlesco estuvo a punto de ser el inicio de una tragedia.

Difícilmente se habría evitado un baño de sangre si el golpe hubiera triunfado. No lo hizo por varias razones, la principal de las cuales tiene acentos paradójicos: el sentido de obediencia al Rey como jefe supremo de las Fuerzas Armadas de la mayoría de los jefes militares, heredado de su pasado franquista. Esa concepción de la obediencia a quien muchos de ellos veían todavía como sucesor del Caudillo hizo que todos los capitanes generales, menos uno, siguieran las órdenes del Rey de no secundar la intentona y oponerse al golpe. El jefe militar decisivo para que no triunfara fue el capitán general de Madrid, Guillermo Quintana Lacaci, el primero al que llamó el Rey. Tres años después fue asesinado por ETA.

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La democracia española estuvo sometida durante sus primeros años al doble acoso del terrorismo y de la amenaza golpista. En los tres años anteriores al 23-F, los terroristas habían asesinado a 239 personas, en su mayoría guardias civiles, militares y policías. Muchas cosas han cambiado desde entonces, pero esa pesadilla se mantiene, y ayer mismo quiso dejar su impronta con un nuevo atentado en Bilbao relacionado con la extorsión mafiosa que pretenden justificar en nombre de la patria. También los golpistas la invocaban: uno de los participantes en el asalto al Congreso, el capitán de la Guardia Civil Gil Sánchez Vicente, escribió años después en un periódico de la extrema derecha que "la idea de España que abrigo está incluso por encima de mi respeto a los españoles mismos". Patria sin ciudadanos, nación al margen de los nacionales: eso comparten.

El golpismo como problema político ha desaparecido. Unas recientes declaraciones de un general, en las que relacionaba la reforma del Estatuto catalán con la aplicación del artículo 8 de la Constitución -que define las misiones de las Fuerzas Armadas, entre ellas la de garantizar la integridad territorial de España-, dio motivo a una destitución fulminante; y a que desde las instituciones se recordase que en la España democrática no existe un poder militar autónomo, sino un Ejército supeditado al poder civil, que depende del voto de los ciudadanos: lo que los golpistas de hace 25 años quisieron suprimir.

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