Reportaje:

Libres pero con miedo

Las prostitutas de Barcelona salen a la calle a pesar de la presión de la policía

"¿Vamos, cariño?", propone con un susurro. Margarita Carreras, de 40 años, que hace dos semanas bajaba del escenario del Palacio de Congresos de Madrid después de recibir en nombre del músico Manu Chao el Premio Goya a la canción Me llaman calle, se acaba de reincorporar a su esquina de la calle de Sant Ramón. Ejerce la prostitución en el casco antiguo de Barcelona desde hace más de dos décadas.

"Nunca antes había vivido una situación de acoso y persecución como la de ahora", asegura Margarita, con los ojos puestos en la otra punta de la calle, temerosa de que en cualquier moment...

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"¿Vamos, cariño?", propone con un susurro. Margarita Carreras, de 40 años, que hace dos semanas bajaba del escenario del Palacio de Congresos de Madrid después de recibir en nombre del músico Manu Chao el Premio Goya a la canción Me llaman calle, se acaba de reincorporar a su esquina de la calle de Sant Ramón. Ejerce la prostitución en el casco antiguo de Barcelona desde hace más de dos décadas.

"Nunca antes había vivido una situación de acoso y persecución como la de ahora", asegura Margarita, con los ojos puestos en la otra punta de la calle, temerosa de que en cualquier momento puedan aparecer las patrullas de la Guardia Urbana, encargadas de reprimir la prostitución callejera.

Muchas mujeres han optado por buscar refugio en los municipios limítrofes
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Margarita Carreras alterna su trabajo como prostituta con un empleo a tiempo parcial de camarera o limpiadora en hoteles o restaurantes. Todo ello en un esfuerzo titánico por llevarse a casa algo más de 1.000 euros mensuales, con los que hacer frente a sus necesidades y las de su hija Selma, de siete años. Esta tarde, la pequeña ha vuelto quedarse al cuidado de una vecina, mientras su madre trabaja en la calle.

"Aquí eres libre. Puedes seleccionar al cliente, pactar el tiempo y el precio. No hay que dar nada a nadie. En cambio, no pasa lo mismo en las casas o en los clubes, donde estás coaccionada y vigilada por el propietario. Allí tienes la obligación de atender a cualquiera que entre por la puerta", comenta Margarita, consciente de que se ha convertido en los últimos meses en una de las líderes más carismáticas de la prostitución femenina.

Margarita está inmersa en este sentimiento de frustración colectiva que gravita sobre las callejuelas de la ciudad vieja de Barcelona desde que, el pasado día 25 de enero, empezó a aplicarse la nueva ordenanza municipal, que acota la prostitución, limita las zonas de comercio sexual e impone importantes sanciones a mujeres y clientes.

También ella se siente insegura y atemorizada, sobre todo cuando irrumpe en la zona la Unidad 22 de la Guardia Urbana, una especie de fuerza de choque, comisionada por el Ayuntamiento de Barcelona para imponer con todo rigor la nueva legislación cívica.

Esta noche, un grupo de mujeres ha decidido abandonar el barrio antiguo de Barcelona, en un intento de eludir el asedio de la policía. Han optado por instalarse en el norte de la ciudad, cerca del campo de fútbol de Barcelona, en una tierra de nadie, jurisdicción del Ayuntamiento de L'Hospitalet. Es la frontera. Allí no existen ordenanzas cívicas contra la prostitución y la noche promete ser mucho más tranquila.

"Ni siquiera allí podemos trabajar en paz", sostiene Barbarita, de 25 años. Llegó de Ecuador hace cinco años a Barcelona, donde vive con sus dos hijas. Su esposo efectúa trabajos temporales en la construcción. Ella alterna la prostitución con la venta domiciliaria de productos de cosmética. Un empleo muy parecido a la mendicidad.

La otra noche, los agentes de la Policía Municipal de L'Hospitalet irrumpieron en la zona donde Barbarita ejercía la prostitución. La acosaron sin cesar, invitándola a cruzar la calle, conscientes de que si así lo hacía entraba en el territorio del municipio de Barcelona, donde se le podía aplicar la ordenanza cívica. Margarita resistió los embates, pero acabó la jornada con una multa de tráfico. En la papeleta se le acusa de "descender de un coche en plena calle, obstruyendo el tráfico". Esconde el documento en el fondo del bolso para llevarlo a la asociación de apoyo a prostitutas con la que está en contacto. "Estamos desbordados por las multas y carecemos de estructura jurídica que nos permita recurrir las sanciones dentro del plazo legal. Es una situación de indefensión", explica Clarisa Velochi, de 30 años, trabajadora social y miembro del Colectivo Genera, una organización no gubernamental dedicada a ayudar y defender los derechos de las prostitutas. No es la única, pero sí una de las más combativas, junto con Prevencio Ambit-Dona.

El teléfono de Clarisa Velochi puede sonar en cualquier momento. No respeta siquiera su sueño. Alguien con acento extranjero, quizá un miembro del colectivo de las prostitutas rumanas, acaba de despertarla. Dos mujeres han sido arrestadas por la Guardia Urbana. Una de las detenidas está embarazada y la otra no cesa de llorar. De un salto, se ha levantado de la cama. Apenas ha tenido tiempo de vestirse. Baja las escaleras mientras se enfunda la gabardina. Conoce perfectamente su misión: deberá enfrentarse a pecho descubierto con los agentes, hasta conseguir la libertad de las muchachas, sin más argumentos y armas que sus propias palabras. Hoy el alba le volverá a sorprender en la calle.

Las calles del barrio del Raval, el antiguo Chino, han empezado a desperezarse, mientras Clarisa regresa a casa con las dos mujeres. Los funcionarios municipales encargados de la limpieza riegan las aceras con las mangueras a presión. Las grúas ya chirrían en un inmenso agujero en el que dentro de pocos meses crecerá un complejo comercial, un hotel de lujo y las nuevas instalaciones de la universidad. El barrio vive desde hace más de una década un proceso de permanente transformación. El ruido y la tensión impedirán que Clarisa pueda volver a conciliar el sueño.

"Esto ya no es lo que era antes. Cuando yo era pequeña era un barrio lleno de glamour, de cafetines y rincones secretos. Ahora quieren sacarnos de aquí para construir pisos de lujo", insiste Maruja, de 64 años, en la puerta de su casa. Hace tiempo que abandonó la prostitución para dedicarse a trabajos domiciliarios. Actualmente cuida de un anciano. Conscientemente se deja arrastrar por la nostalgia, como tratando de hacer un balance personal y llegar a una conclusión tajante: "Nos están matando".

La guardia urbana de Barcelona identifica a una prostituta en la calle de Sant Ramon.TEJEDERAS

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