Columna

Cataluña

Cataluña ya no sólo es el chivo expiatorio de determinados sectores rancios valencianos: también parece que lo es ya para los de toda España. La reforma de su Estatuto ha abierto la veda para ajustarle las cuentas por todos los complejos y resentimientos acumulados por el resto de regiones en los dos últimos siglos. Su rutilante estela económica, su europeísmo anticipado y su marcada personalidad han ido robusteciendo una frondosa pelusa en el resto peninsular inferior y visigótico, madurando rencores muy espesos para cuando llegase el momento oportuno. Y ya está aquí. El franquismo trató de c...

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Cataluña ya no sólo es el chivo expiatorio de determinados sectores rancios valencianos: también parece que lo es ya para los de toda España. La reforma de su Estatuto ha abierto la veda para ajustarle las cuentas por todos los complejos y resentimientos acumulados por el resto de regiones en los dos últimos siglos. Su rutilante estela económica, su europeísmo anticipado y su marcada personalidad han ido robusteciendo una frondosa pelusa en el resto peninsular inferior y visigótico, madurando rencores muy espesos para cuando llegase el momento oportuno. Y ya está aquí. El franquismo trató de confundir la historia de los visigodos con la historia de España, y ahora sus herederos directos han vuelto a sacar la insufrible lista de reyes godos contra la última fantasía de Carlomagno. Cataluña, la bella utopía carolingia, se convierte en presa porque es más vulnerable que nunca. Atraviesa uno de los peores momentos de su historia, y a ello ha contribuido sin duda su clase política, con sus dos partidos mayoritarios apalancados respectivamente en la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona -que casi viene a ser lo mismo- durante demasiados años, sin haber llegado a cuajar una oposición depurada a la intemperie del poder. La irrupción política de Esquerra Republicana -y la consagración de sus disparates- es la constatación de ese fracaso, agravado por los efectos causados por la irritación de la propia caricatura identitaria y la crisis de su motor industrial. El PP agita ese fantasma, sobredimensiona efectos que asume en otros estatutos como el valenciano y alienta la jauría porque nada tiene que perder en un territorio que le es electoralmente inexpugnable, y porque, por el contrario, tiene mucho que ganar con su discurso pelayista en el resto de una España a la que el Estado autonómico ha dotado de un irreversible sentimiento de simetría administrativa en el que ya no encajan privilegios sin que cruja la indignación. A lomos de esa apoteosis delirante cabalga Esperanza Aguirre, simplificando España en la Comunidad de Madrid, abriendo expedientes sancionadores a Gas Natural por traspasar activos de distribución a una filial en Barcelona. Recesvinto ha vuelto con su corona votiva.

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