Tribuna:EL FUTURO DE EUROPA

Las puertas de Viena

Es el principio del fin o el fin del principio. En el primer caso, las negociaciones, ahora oficialmente comenzadas, deberán culminar con la integración de Turquía en la UE, y, con ello, dar cumplimiento al gran objetivo de Mustafá Kemal, Atatürk, fundador del Estado turco; en el segundo, si fracasan unas conversaciones que durarán no menos de una década, Europa hallará un conflictivo camino hacia el Este. Hoy, como en 1683, segundo y último sitio de Viena, un antiguo poder llama a las puertas del continente europeo, pero no, al igual que entonces, con las armas, sino con un proyecto de...

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Es el principio del fin o el fin del principio. En el primer caso, las negociaciones, ahora oficialmente comenzadas, deberán culminar con la integración de Turquía en la UE, y, con ello, dar cumplimiento al gran objetivo de Mustafá Kemal, Atatürk, fundador del Estado turco; en el segundo, si fracasan unas conversaciones que durarán no menos de una década, Europa hallará un conflictivo camino hacia el Este. Hoy, como en 1683, segundo y último sitio de Viena, un antiguo poder llama a las puertas del continente europeo, pero no, al igual que entonces, con las armas, sino con un proyecto democrático en la mano.

Ese principio del fin crearía la primera gran frontera terrestre entre Europa y un mundo mayoritariamente islámico. Los límites de la UE se extenderían a cinco nuevos Estados: Siria e Irak, árabes, de unos 45 millones de habitantes, un 50% de los cuales de filiación suní musulmana, el resto chií, más pequeños enclaves de iglesias cristianas de Oriente; Irán, pueblo mayoritariamente ario, de 70 millones de habitantes, teocracia chií y exigua minoría cristiana; y Armenia y Georgia, antiguas repúblicas soviéticas, algo menos de ocho millones de nacionales, mayoritariamente cristianos, con algún predominio de la Iglesia ortodoxa. Más de 120 millones de habitantes en total, de los que al menos 110 millones son musulmanes.

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De las ruinas de la I Guerra Mundial, en la que pereció el Imperio Otomano que había dominado durante más de 400 años gran parte de Europa oriental -la península griega, casi toda Hungría y los Balcanes- emergió, con la proclamación de la República en 1923, y al año siguiente la abolición del califato, el Estado secular turco, con fronteras casi idénticas a las actuales.

A su desaparición, en 1919, el imperio se mantenía todavía en lo que hoy es Irak, Siria, Palestina-Israel, Jordania y la costa occidental de la Península Arábiga con su centro en La Meca, pero había perdido ya la práctica totalidad de su presencia europea. Por eso, lo de ahora es una histórica tentativa de regreso. Es cierto que esa prolongada europeidad fue siempre conflictiva, desde las guerras marítimas con Venecia y España por el control del Mediterráneo, hasta el tenaz combate de retaguardia para sostenerse en sus territorios europeos y la independencia de los mismos: Grecia en 1830, Serbia, Rumania y Bulgaria en 1878; Croacia adquirida directamente por el Imperio Austro-Húngaro; y la incorporación formal de Bosnia-Herzegovina, en 1908, también a los dominios de Viena.

Ésa ha sido la gran frontera de la Europa del Este, y por ello es en Austria, rescoldo de aquel imperio de los católicos Habsburgo, donde hasta un 90% de la población se muestra contrario al ingreso de Ankara en la comunidad, y la prensa austriaca ha hablado furibundamente estos días de un nuevo sitio de Viena.

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Para Turquía, la conclusión de esa marcha a Europa es una cuestión de identidad. Muerto el imperio multinacional, desembarazada la república de casi todas las poblaciones alógenas que albergaba -excepto la extensa minoría kurda- el mundo turco, sucesor del otomano, dejaba en los años veinte del siglo pasado de ser algo y alguien, para encontrarse, como en los tiempos de su habitación originaria en el Asia central, a solas consigo mismo.

¿Qué significa hoy ser turco? Mustafá Kemal dio una primera respuesta: es uno de los países constituyentes de esa Europa contra la que el imperio, sin embargo, tanto había combatido; y para ello desencadenó el mayor proceso revolucionario en tiempo de paz que, posiblemente, el mundo contemporáneo ha conocido. La occidentalización forzada de la indumentaria, la expulsión de la religión musulmana del espacio público, la depuración y latinización de la lengua y, con todas las dificultades y forcejeos dictatoriales por los que se ha pasado, la democratización del país.

Y si Turquía no puede ser europea, diríase que no le cabe otro destino que el de potencia islámica; que ésa es su segunda gran opción, inevitablemente integrista, como fermento de su nacionalidad. ¿Es eso lo que quiere Europa? Baste decir que el fracaso de las negociaciones de adhesión a quien más alegraría es a Al Qaeda. Y para que eso no ocurra, Turquía se halla hoy de nuevo a las puertas de Viena.

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