Columna

Cierval

La asombrosa propuesta de Cierval, la principal organización empresarial valenciana, para resolver el conflicto territorial en que ha derivado el trasvase del Júcar al Vinalopó, y que consiste en patrocinar que se realicen los dos trazados en liza, es una certificación más de la falta de altura que el colectivo empresarial valenciano ha demostrado en los últimos 20 años. No ya porque plantear la doble toma de aguas desde el embalse de Cortes de Pallás y el Azud de la Marquesa sea un modo de no tomar partido y permanecer al margen del fogoso asunto preservando una entidad que tiene repartidos s...

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La asombrosa propuesta de Cierval, la principal organización empresarial valenciana, para resolver el conflicto territorial en que ha derivado el trasvase del Júcar al Vinalopó, y que consiste en patrocinar que se realicen los dos trazados en liza, es una certificación más de la falta de altura que el colectivo empresarial valenciano ha demostrado en los últimos 20 años. No ya porque plantear la doble toma de aguas desde el embalse de Cortes de Pallás y el Azud de la Marquesa sea un modo de no tomar partido y permanecer al margen del fogoso asunto preservando una entidad que tiene repartidos sus entusiasmos al respecto (ni siquiera por el despropósito que supone en dinero y en impacto ambiental), sino porque el absurdo de postular dos caminos para llegar al mismo sitio, consolidando con cemento el malestar de ambas partes, subraya en fosforescente una falta de criterio y solvencia social que el empresario, por separado no suele ofrecer. Pero Cierval en esto no defrauda su trayectoria. La organización nunca ha representado un papel activo en los acontecimientos: siempre fue a remolque. No lo hace ahora cuando trata de arbitrar como Salomón en clave interna invocando la cohesión territorial. Ni siquiera lo hizo en la legendaria Cumbre de Orihuela, que, apenas creó la expectativa de la existencia de una masa empresarial crítica y activa, quedó reducida por su propia dinámica inducida a un acto de presentación social del inminente nuevo líder de la derecha, el luego sacrificado Pedro Agramunt. Por no hablar de la época imperial de Eduardo Zaplana, quien utilizó a la organización a su antojo para satisfacer sus designios de faraón y pació a sus prebostes con algún pedazo del bizcocho y la sopa boba de los cursos de formación, mientras esa estrategia, unida a la falta de pedagogía y referencias colectivas empresariales sólidas, allanaba el desvío de capitales hacia el sector inmobiliario, evitaba las reconversiones y precipitaba el hundimiento de los sectores productivos tradicionales ante una presión asiática que se veía venir hace años. Ahora, situados ante el abismo, por lo menos hay que confiar en que el fin de la producción tradicional suponga también el de las patronales obsoletas y sus ocurrencias.

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