Columna

La ley del silencio

Ahora que se cumplen 50 años de la muerte de Thomas Mann no está de más recordar que una de las grandes preocupaciones del escritor respecto al origen del totalitarismo era el asentamiento de una decadencia que exigía de la sociedad una suerte de ley del silencio que disimulara o justificara el propio miedo. Para Mann la indiferencia, a menudo la fachada externa de la cobardía, era el camino idóneo para la irrupción de la barbarie.

En un mundo tan distinto, en apariencia, al suyo podemos sacar nuestras propias conclusiones, pero de lo que no hay duda es que sigue en vigor el triá...

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Ahora que se cumplen 50 años de la muerte de Thomas Mann no está de más recordar que una de las grandes preocupaciones del escritor respecto al origen del totalitarismo era el asentamiento de una decadencia que exigía de la sociedad una suerte de ley del silencio que disimulara o justificara el propio miedo. Para Mann la indiferencia, a menudo la fachada externa de la cobardía, era el camino idóneo para la irrupción de la barbarie.

En un mundo tan distinto, en apariencia, al suyo podemos sacar nuestras propias conclusiones, pero de lo que no hay duda es que sigue en vigor el triángulo de causalidades formado por silencio, indiferencia y cobardía. Ahora que, por fin, se ha roto algo el sopor que rodeaba nuestra degradación ciudadana, con informaciones crecientes sobre la barbarie que se ha apoderado de las calles, corremos el peligro de proponer como bárbaros sólo a los que habitualmente se proponen como bárbaros, es decir, a los extranjeros.

"He oído y leído a gentes que tenían claro quiénes habían devastado nuestras ciudades: el turista 'lumpen' y el inmigrante delincuente"

Estos días he oído y leído a gentes que ya tenían muy claro quiénes habían devastado nuestras ciudades y, en concreto, Barcelona: el turista lumpen y el inmigrante delincuente. Hay que librarse de ellos y dejarse de hipocresía bienintencionada. Esto está muy bien, pero había que preguntarse quién ha facilitado que uno y otro se instalaran en nuestro paraíso perdido: ¿No estábamos tan satisfechos de los índices de bienestar asociados al aumento masivo del turismo y de la especulación inmobiliaria que, como sabemos, ha incluido la total destrucción del litoral mediterráneo? Hemos necesitado muchos turistas para llenar muchos hoteles, y muchos inmigrantes de bajo salario para construir mucho, y muchas hipotecas para que nuestros bancos tengan muchos beneficios. Pero, ¿a quién se le ocurriría vincular los portentosos beneficios de los bancos, cifras casi metafísicas, con la plaga de rumanas con niño, de hooligans vomitivos, de putas de autovía, de ladrones adolescentes de piel oscura? A nadie.

A nadie porque esto sería buscar tres pies al gato. Pero si insistimos en buscar tres pies al gato veremos que, en parte, quizá nos equivocamos al haber identificado tan fácilmente a los bárbaros. Hace unos días leí que habían tenido que suprimir el transporte gratuito que en el Ripollès recogía a los borrachos de las fiestas para llevarlos a casa. La causa es que ya habían destrozado varios autobuses. Aunque uno de los testigos decía que "nunca había visto nada igual" no había podido averiguar quiénes eran los agresores porque "nadie se atreve a denunciarles".

Aparte de no entender demasiado por qué los contribuyentes tienen que pagar tales cosechas etílicas, el suceso me ha recordado un sinfín de otros sucesos de estos últimos tiempos. Pandillas amedrentando a pasajeros en trenes y en vagones de metro, automovilistas con coches y radios trucadas, coros nocturnos de chusma vociferante. Respuesta: "Nadie se atreve a denunciarles". Quizá al principio alguien lo intentó; luego, silencio, cobardía, indiferencia y seguramente hastío.

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Cierto que a veces están allí el lumpenturista y el inmigrante delincuente, pero junto a ellos, y mayoritariamente, está el matón local, una figura que no ha hecho sino crecer en las últimas décadas, el hijo privilegiado de la necedad más actual y del más actual poder adquisitivo. En él se reúnen las tres grandes simplificaciones que definen nuestra decadencia: la simplificación neuronal, la simplificación lingüística y la simplificación teológica que implica la exclusiva adoración del dinero.

Y esta criatura prodigiosa no ha sido alumbrada ni en el Sáhara ni en Transilvania, sino aquí, al calor de estas familias nuestras que devoran cinco horas de televisión pútrida al día, de estas escuelas nuestras en las que prácticamente nadie lee un libro nunca, de este consumo nuestro en el que todo tiene precio y, por tanto, todo se puede comprar. Amamantado con estas ubres, nuestro matón local -y no sólo el trilero búlgaro y el hooligan de Liverpool- observa que a su alrededor hay miedo y cobardía y emprende, encantado, su carrera de depredador.

Ahora acusamos a nuestros políticos de la barbarie. No es un mal paso porque mayoritariamente han demostrado un delirante grado de insensibilidad e incompetencia respecto al peligro que la decadencia tiene para la libertad ciudadana. Si son tan pésimos administradores, echémosles en las próximas elecciones. Pero pensemos también que al sentir la cercanía de la barbarie es demasiado fácil culpar a tal o cual alcalde y olvidarse de la culpabilidad del cobarde que siempre mira hacia otro lado.

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