Tribuna:

Canícula elemental y fúnebre

En agosto, la vida da un vuelco. El terremoto comienza con una repentina paralización de nuestra actividad corriente, y luego nos sumerge el maremoto de las vacaciones masivas por tierra, mar y aire. Lo magnífico de agosto es su tremenda sacudida, el parón y la metamorfosis que nos permite creer en los cambios. Creer que podemos cambiar, que la vida cambia, que el mundo cambia. Lo cual es falso, naturalmente. Los cambios del mundo y de las sociedades son tan lentos que resultan imperceptibles en una sola vida. Si no se produce una hecatombe como la Segunda Guerra Mundial, sólo hay cambios de m...

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En agosto, la vida da un vuelco. El terremoto comienza con una repentina paralización de nuestra actividad corriente, y luego nos sumerge el maremoto de las vacaciones masivas por tierra, mar y aire. Lo magnífico de agosto es su tremenda sacudida, el parón y la metamorfosis que nos permite creer en los cambios. Creer que podemos cambiar, que la vida cambia, que el mundo cambia. Lo cual es falso, naturalmente. Los cambios del mundo y de las sociedades son tan lentos que resultan imperceptibles en una sola vida. Si no se produce una hecatombe como la Segunda Guerra Mundial, sólo hay cambios de matiz, y muy fugaces. Las vacaciones son siempre cortas.

Mi generación, por ejemplo, vio cómo tras la muerte de Franco cambiaban ciertos hábitos. De pronto era posible moverse por la ciudad sin miedo a la policía, aunque en el País Vasco apareció una fuerza del orden más cruel y estúpida que la de Franco. Los demás españoles, sin embargo, en efecto, podíamos ir por la vida sin aquel canguelo. Fueron unas vacaciones agradables.

Las vacaciones, sin embargo, son siempre breves. Como consecuencia de aquella muerte, los edificios ruinosos se vinieron abajo, pero los realmente potentes, los que habían explotado despiadadamente a la población durante 40 años, no sufrieron ni un rasguño. Pronto se convertirían en los colosos de acero y cristal que ahora adornan las avenidas del poder en todas las ciudades de España. La democracia resultó un excelente negocio y las aguas regresaron a su cauce secular.

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El otro día oí unas declaraciones de Carod Rovira que me hicieron comprender lo breves que han sido las vacaciones del franquismo. Dijo que la única lealtad que le adorna es la que tiene con Cataluña. Lo manifestaba grandiosamente después de traicionar a sus compañeros de Gobierno. Siendo así que para Carod (y para todos los nacionalistas) la palabra "Cataluña" significa "yo y los míos", evidentemente Carod dice la verdad. Su única lealtad es hacia él mismo y los suyos. Cualquier pacto con los nacionalistas, como los que con infinito candor (¿o vil oportunismo?) tratan de negociar los socialistas con el PNV, será fatalmente traicionado. Los partidos nacionalistas, como la Iglesia de Roma, sólo son coyunturalmente democráticos.

Cada vez que los nacionalistas usan el sagrado nombre de la Patria, ignoran que son la repetición posmoderna de aquellos vanguardistas de la época de Franco que decían ofrecerse en perpetuo sacrificio por la Patria. La verdad era que estaban montando una mafia choricera con el aceite de oliva, o una compañía de telecomunicaciones delincuentoide, todo es mucho más terrestre de lo que pregonan, pero la grandeza de la retórica es la misma ahora que en tiempos de Onésimo Redondo. Las vacaciones duran poco. Hubimos de sufrir a aquellos patriotas, ahora soportamos a éstos.

Imagínense que cualquiera de nosotros comenzara el día afirmando en la oficina: "¡Hoy Cataluña ha desayunado bollos y café, pero le han sentado como un tiro!". Pues ése es exactamente el efecto que nos producen los nuevos nacionalistas a quienes conocimos el nacionalismo de Franco. Las vacaciones sólo son un simulacro de cambio; luego, el ganado vuelve a su aprisco. Los de Esquerra imitan, sin saberlo, al nacionalismo español de la generación del noventa y ocho. El país no da más de sí.

Vean ustedes otro caso de fin de vacaciones: el arquitecto Oriol Bohigas, el hombre que inventó la Barcelona moderna (opuesta a la trivial Barcelona modernista) y cuyas órdenes permitieron que la ciudad gozara de un indudable prestigio urbanístico en los años noventa, ha concluido sus vacaciones barcelonesas y ahora define el barrio en donde tiene la desgracia de vivir como una "cloaca de miseria" (EL PAÍS, 27 de julio). El prestigioso arquitecto se manifiesta hasta el moño "del permanente asentamiento de dos o tres campamentos de tribus urbanas con perros, gatos, guitarras y cuchitriles (léase 'cachivaches'), unos desharrapados que practican públicamente todos los actos domésticos, desde la defecación y el vómito al coito, desde la borrachera a la droga, desde el tirón y el bastonazo callejero hasta el canto chillón (sigue)". La denuncia es impresionante. Sobre todo por venir de quien viene.

Es cierto que la plaza Real (donde vive Bohigas) da asco, pero no menos que la totalidad de las Ramblas y sus aledaños. Tampoco es imprescindible bajar al sur de Barcelona, lugar notablemente mediterráneo, es decir, guarro, porque en el norte (llamado "pijo" por la gente resentidilla) sucede lo mismo. Para no abandonar lo doméstico les diré que en una de las zonas más caras de la ciudad, la plaza Boston, rincón exquisitamente diseñado por Beth Galí como acceso a un parque modesto, recoleto y frecuentado por cientos de perros encantadores, un grupo de hombres y mujeres ha pintarrajeado todas las paredes de la zona, hacen carreras de motos cada noche, se emborrachan, se pegan, vomitan, defecan, en fin, hacen exactamente lo mismo que en casa de Bohigas, sólo que en una zona de la ciudad donde se pagan impuestos descomunales. Hace años hubo allí un restaurante de cocina fina aunque no ridícula, frecuentado por gente guapa que no hablaba a gritos. Está abandonado, claro. Es duro ser burgués en Barcelona.

Hace veinte años, en plenas vacaciones posfranquistas, se me ocurrió advertir sobre la fatal decadencia de Barcelona si se apartaba del resto de España, ya que no es lo mismo ir por el mundo como capital cultural de la España más europea, que presentarse como la capital de Cataluña, un lugar en donde no hay españoles, como se demostrará en la Feria de Frankfurt. Pero ahora ya no se trata de evitar una decadencia que nadie niega, sino de impedir que Barcelona se convierta en una "cloaca de miseria", tal y como muy acertadamente la define Bohigas.

¿Hay solución para tanta incompetencia? Difícil, la verdad, francamente difícil. El gran experto en urbanismo, cuya opinión será escuchada en todos los despachos de la ciudad capaces de tomar una decisión (son muy pocos), acaba su artículo con este párrafo extraordinario: "¿Habrá que rebajarnos (léase 'rebajarse') y reconocer que la política proclamada honestamente por las izquierdas a favor de una tolerancia democrática

está siendo un fracaso y que hay que pedir prestada a la derecha intolerante unos métodos que nos dan asco, pero que, por lo visto, no sabemos sustituir por una autoridad fuerte y democrática?". Esta pregunta pone los pelos de punta.

Aunque Bohigas asegura no ser español, su reacción ante la catástrofe barcelonesa es la de cualquier caballero hispano: llamar a la Guardia Civil. No obstante, me permito corregirle, y mira que lo siento. La solución no es ésa, sino la contraria, o sea, reconocer que la "tolerancia democrática" de las izquierdas de Bohigas es una colosal fantasía. Que estos izquierdistas tolerantes están multando a probos comerciantes y honrados restauradores por no usar el catalán tal y como a estos enormes demócratas les da la gana, aunque, claro, ellos escriben en español en toda la prensa del país. Que en las instrucciones de la Generalitat para el próximo año escolar se crea la figura de un "coordinador lingüistic" en plan sprächenpolizei. Que los medios de comunicación de la Generalitat, todos ellos cedidos a los ultras por los socialistas sublimes, cada vez se parecen más al No-Do con Carod inaugurando actos patrióticos y solidarios (consigo mismo) todos los días. Que en la Universidad catalana puede hablar en público un gigante de la tolerancia como Otegi, pero le parten la cara a Savater si se atreve a subir al estrado. Y que la "tolerancia democrática" de Bohigas, como la "lealtad hacia Cataluña" de Carod, es una inmensa farsa cuyo significado no es otro que: "Tolerancia y lealtad infinitas para mí y para los míos, incluidos los del 3%, y a los demás, que les zurzan".

Sólo si se reconociera que la más hipócrita de las políticas, una política de forma democrática y fondo peronista, una política que ha cambiado el viejo leninismo por el más rancio nacionalismo, está destruyendo una sociedad que en otro tiempo tuvo su gracia, sería posible poner remedio a un destrozo que tiene más de idiota que de malvado. Para lo cual, me temo, ha de morirse toda la gente de mi generación. Si fuera imprescindible, empiezo yo mismo. Entonces podrán comenzar las vacaciones de los más jóvenes. Serán breves, pero menos da una piedra.

Félix de Azúa es escritor.

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