Reportaje:JOSÉ MONLEÓN

La conciencia del teatro

Hombre de pensamiento libre, disidente, dramaturgo reconocido con un Premio Nacional, director de la revista 'Primer Acto', del Festival Madrid Sur, del Instituto de Teatro del Mediterráneo… A sus 78 años, Monleón personifica la pasión y fuerza del teatro más comprometido.

Mientras hablábamos en su estudio de luz clarísima, sobre una de las zonas urbanas más transitadas de Madrid, anotamos dos palabras: sabor e ingenuidad. Fue por lo que iba diciendo, cómo lo iba diciendo. Enseguida nos contó la historia que le abrió los ojos -un niño hijo de rojo mirando asombrado un fusilamiento- y le imaginamos reciclando toda la vida la amargura de ese recuerdo… La ingenuidad es su fuerza: sin ella hubiera sido imposible desarrollar la tarea titánica de mantener desde 1957 hasta ahora una revista de teatro en España. Y sin esa ingenuidad con la que le da sabor y esperanza a ...

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Mientras hablábamos en su estudio de luz clarísima, sobre una de las zonas urbanas más transitadas de Madrid, anotamos dos palabras: sabor e ingenuidad. Fue por lo que iba diciendo, cómo lo iba diciendo. Enseguida nos contó la historia que le abrió los ojos -un niño hijo de rojo mirando asombrado un fusilamiento- y le imaginamos reciclando toda la vida la amargura de ese recuerdo… La ingenuidad es su fuerza: sin ella hubiera sido imposible desarrollar la tarea titánica de mantener desde 1957 hasta ahora una revista de teatro en España. Y sin esa ingenuidad con la que le da sabor y esperanza a su vida le hubiera resultado también imposible mantener su fe en el porvenir de su pasión: la divulgación del teatro como método para entender el sufrimiento y la creatividad del mundo. Todo lo que dice al respecto lo traslada como si lo estuviera saboreando, y no hay amargura ninguna en los sabores que transmite de su larga experiencia, ni siquiera hay en su espíritu, ni en su palabra, el más ligero resquemor, como si el rencor, esa planta que crece tan fácilmente con la experiencia, no formara parte de su estado biográfico.

Ha viajado Monleón por todo el mundo -y sobre todo por el Tercer Mundo- divulgando su pasión por el teatro, tratando de convencer a los que le escuchan de que lo que en algunos sitios -como en España- se trata como un medio cultural que puede arrinconarse, y se arrincona, sirve para aliviar la conciencia del pasado, la incertidumbre del futuro. El otro día, a mediados de mayo, en Casablanca (Marruecos), sus compañeros de una expedición cultural de solidaridad por los atentados que habían sufrido marroquíes y españoles allí y en Madrid, le eligieron como portavoz de su mensaje, y él se levantó con la dificultad de sus muletas, ayudado por su hija Ángela, y, cómo no, les habló a los concurrentes de teatro, de un teatro peculiar: les dijo que cuando él era chico comprobaba en las fiestas de moros y cristianos de su pueblo que había muchos más que querían ser moros… Su sitio está en la disidencia, es un extraño en cualquier lugar donde se siente cátedra de dogmatismo, y durante años, dice en esta entrevista, también se sintió extraño en su país, donde ahora por fin se acomoda… Su casa: es un piso altísimo en la calle de Cartagena, la luz entra por todas partes; su mesa de trabajo está ordenada pero llena de papeles, muchos de su intensa tarea como director del Instituto Internacional de Teatro del Mediterráneo, una de sus creaciones. Detrás de él hay un recuerdo que imagino que atesora entre los muchos que deben poblar esta casa que parece una patena; cuando su mujer, Oliva, nos enseña los vericuetos que llevan al servicio y tenemos ocasión de volver a ver su casa de siempre, comprobamos algo que es consustancial con Monleón -con los Monleón—: la sobriedad, como si en las paredes, en los suelos y mesas estuviera la pasión que José tiene por quedarse con lo esencial, y lo esencial está en su mente, ésta está superpoblada. Ah, y ese recuerdo que atesora es un dibujo de su amigo Rafael Alberti, una máscara que también nos lleva al teatro. Por esa pasión -y por la revista, que es Primer Acto, naturalmente- le acaban de otorgar el Premio Nacional de Teatro. Después de hablar, y de transcribir, Monleón nos envió una carta de precisiones que revela también el espíritu con el que ha querido conciliar la amabilidad con la concreción; siempre está atento, esté sentado o viajando, haciendo gestiones; ni su salud quebrada ni sus años (nació en 1927, en Tavernes de Valldigna, Valencia) le han quitado un ápice de su pasión por conectar a la gente, por conectar con la gente; no es un director de teatro, en sentido figurado, sino un productor de teatro; por él se han hecho, se hacen, muchas cosas…

Y en esa carta de precisiones nos decía cosas como éstas, por si no nos hubieran quedado claras: "1. Que el infierno, el estalinismo, y, ahora, el terrorismo son tres calamidades sólo superadas por el uso que se ha hecho o se hace de ellas para establecer una cultura del temor. 2. Que mi posición de disidente no supone ninguna queja personal. A ella le debo grandes amigos, viajes por medio mundo, mucha vida, experiencias gratificantes y, también, muchos reconocimientos puntuales en mi país. Se trata de una situación histórica, compartida con muchos españoles, a la que he respondido sin ningún victimismo y con ánimo de concordia. 3. Que mi interés por Latinoamérica sigue vivo. Precisamente ahora me voy a Montevideo y luego a Buenos Aires para dar unas conferencias y presentar el libro de Atahualpa del Cipo, amigo y gran director uruguayo. Por favor, que mis palabras, referidas al encuentro con América Latina, en los años sesenta, no suenen nunca a generalización. 4. Que mis dos hijas, Ángela y Elena, han sido decisivas, desde hace años, para que yo pueda seguir trabajando". Y nos enviaba algunos libros fruto de su actividad que no ha tenido pausa. Y ésta fue nuestra conversación.

¿Cómo está y cómo le va?

Estoy todo lo bien que se puede estar a mi edad. Y me ha ido muy bien porque he estado muchos años en los que no sabía si tenía razón, si tenía un sitio o no en este país. Muchas veces he sentido, como muchos de mi generación, que iba a tener la biografía marginal del que está a contramano, y lo importante es que a mi edad me he sentido de nuevo en el país, tengo la sensación de que formo parte de él, que me puedo dejar oír, y para mí esto supone una gran emoción. De niño me llevaron a ver fusilar a una persona [en la Guerra Civil], y, desde entonces, de manera instintiva me he sentido fuera del país porque yo no quería pertenecer a un lugar en el que se explicara que era lógico que se fusilara y se llevara a los niños a verlo.

¿Cómo fue eso?

Yo estaba en un pueblecito republicano, Llansá, en la frontera francesa. Llegaron los nacionales, un pobre soldado vino diciendo que buscaba rojas; yo estaba en mi cama, y entró en mi habitación. Mi madre estaba allí, con un quinqué, y el soldado no encontró a las rojas que buscaba, así que siguió su camino, por varias casas, hasta que topó con una chica a la que él consideró roja; dijo que la llevaba al cuartelillo y luego la violó en la misma plaza. Las mujeres del pueblo fueron a ver a Camilo Alonso Vega, el que mandaba a aquellos soldados, para decirle que cómo era eso, ellos que decían defender a Dios y al orden… Y el tío hizo un consejo de guerra al soldado y al cuarto de hora lo condenaron a muerte. Lo llevaron al pueblo a fusilarlo y nos llevaron a verlo… El teniente que mandaba el piquete de ejecución dijo que era un compañero maravilloso que había arriesgado su vida por España, pero había cometido un error e iban a fusilarlo aun reconociendo que era un héroe del Ejército. Entonces el pobre muchacho bajó de un camión, le pusieron un pañuelo y le dieron cuatro tiros. Cayó allí y lo cubrieron con la bandera nacional, y se lo llevaron como un héroe al cementerio. Yo tenía siete u ocho años y creo que estoy marcado por esa experiencia…

¿Y qué hacía usted en Llansá?

Mi padre era telegrafista. Estaba destinado a Port Bou, que estaba cerquita, y la familia se quedó en Llansá. Allí vi cómo algo cruel se disfrazaba de lógica.

¿Quién era aquella muchacha?

La hija de un pescador. Se llamaba Lola. Curiosamente, después estuvo en casa, ayudando. Yo allí vivía la brutalidad de la guerra, la evidencia de una especie de falta de lógica, una humanidad mal explicada. Al final, cuando entraron los nacionales y nos explicaron qué había pasado, tuve la sensación de que la realidad no se correspondía con lo que nos decían, y esa idea la he tenido siempre luego. Las cosas eran de una manera y se contaban de otra. Y ahora, desde el 14 de marzo [de 2004, fecha de las últimas elecciones generales en España], tengo la sensación de que al fin hablo con tranquilidad, que me siento integrado en mi país. Es como si, sin ser de ningún partido ni ocupar cargo oficial, por fin me representara un Gobierno. Y eso nunca me había pasado.

Cuéntenos más de aquella infancia.

Viví la guerra, estuve en los refugios; salía cuando bombardeaban, sin permiso de los padres, y nos metíamos en una barquita a buscar los peces que flotaban muertos donde habían caído las bombas. Vi clara la violencia, mi padre estuvo en la cárcel un tiempo. Aquella experiencia me ha marcado y me ha impedido asumir la vida como una normalidad. Siempre he tenido el sentimiento de que alguien me estaba engañando como con el fusilamiento. En realidad, mi vocación por el teatro ha sido consecuencia de mi idea de que a través de la máscara que es el teatro se puede descubrir la realidad.

¿De dónde venían sus padres?

Mi padre era valenciano. Un matrimonio normal. Cuando empezó la guerra, a mi padre lo trasladaron a Marruecos. Yo había tenido un tío importante, que había sido embajador de la República en Marruecos, y de él fue la idea de sacarnos de la guerra. Esto también me marcó: en Marruecos vi velos, mujeres con la frente pintada, fui a una escuela francesa, un mundo distinto que también me ha hecho mirar mi país sin tener la tentación de apropiármelo indebidamente. Estuvimos un año allí. Son experiencias que han contribuido a que no me crea todas las doctrinitas con las cuales se nos quiere trasladar la idea de que el mundo se explica como una cosita clara y comprensible.

¿Cómo vive un niño la entrada de su padre en la cárcel?

Fue duro. Mi padre era un hombre pobre. Lo condenaron por la personalidad política de su hermano. Mi tío se había ido de España y buscaban un culpable que pagara por él. Estuvo un par de años en la prisión de Gerona. Recuerdo que los niños con padres en la cárcel nos juntábamos cada vez que se oía que iban a fusilar a alguien. Íbamos al cementerio: si habían abierto fosa común, habría fusilamientos. Y volvíamos y les decíamos a nuestras madres: "Madre, hoy hay fosa", o "Madre, hoy no…".

La guerra le dejó un trauma…

Yo no lo llamo así, esa palabra tiene un sentido negativo. La guerra a mí me abrió los ojos. A los niños de mi edad nos pasaron muchas cosas en poco tiempo, y terminamos sabiendo lo que otros han tardado mucho en saber.

Su vocación teatral tiene su raíz ahí, es muy seria. ¿Para qué le sirve?

Me sirve para buscarle sentido a todo. Toda mi vida ha sido en busca de un sentido. Como dicen, lo interesante es llegar a ser lo que uno es antes de morirse. En la medida en que uno no puede construirse, yo al menos creo que uno debe construirse el pensamiento que corresponde a la vida que uno quiere. Eso es lo que he hecho, en el teatro, en la política, en lo que escribo.

Cuando acabó la guerra, ese desplazamiento que dice que siente como ser humano debió acentuarse…

Un poquito antes de empezar la guerra en Valencia yo iba a un colegio que se llamaba Serrano Morales. Allí me enseñaron a cantar la Internacional, nos hicieron de la Joven Guardia, esas cosas. Cuando llegué a Llansá nos juntábamos ya niños con niñas, jugábamos a prendas, teníamos relaciones peligrosas. Y cuando entran los nacionales nos esconden de las chicas y nos dicen que todo está prohibido. Yo llevaba en la camisa cinco flechas grandes porque mi padre estaba detenido; mi pobre madre me decía: "Ponte las flechas, porque así es mejor, por si te dicen que eres hijo de un rojo; tú lleva las flechas…". En ese tiempo vivíamos esas contradicciones. Cuando entran los nacionales, nos llevan a misa, hacen tabla rasa de lo anterior, como si no hubiera pasado nada. De entonces recuerdo haber ido a coger albaricoques a un huerto ajeno; nos los metíamos en la camisa, hasta que venía el dueño a corrernos, y yo gritaba: "¡Todo es de todos!", que fue lo que me enseñaron en el colegio. Imagínate ese grito con los nacionales ya entre nosotros. Vivimos esa frustración, la sensación de que acaba una vida terrible pero abierta, y empieza otra de enclaustramiento. Al final de la guerra cogíamos fusiles, fabricábamos balsas con los neumáticos, y jugábamos, y de pronto se acabó todo, fin de la historia, fin del juego. Hace años, ya adulto, recuerdo que volvíamos de México, todos vestidos de mexicanos. ¡Y llegamos aquí el día que habían matado a Carrero Blanco…! Me acuerdo que íbamos en la furgoneta y dijo [el director teatral sevillano Salvador] Távora: "La cosa está muy fea. Como nos vean así, van a pensar que somos nosotros los autores. Habrá que ponerse de gris para no llamar la atención". Recuerdo que dentro de la furgoneta nos fuimos quitando esas prendas de libertad, nos íbamos quitando la alegría para vestirnos de gris y de ese modo no llamar la atención. Pues algo así fue para mí en la Guerra Civil la entrada de los nacionales en el pueblo.

¿Y cuándo se quitó usted las flechas?

Primero, cuando salió mi padre de la cárcel, y después, cuando me di cuenta de que ya no tenía que dar explicaciones a nadie. Y cuando volví a mi pueblo, a Tavernes de Valldigna, ya no era el hijo del telegrafista, sino el de Monleón, el rojo que estuvo en la cárcel. Así que cuando vuelvo al pueblo regresan las flechas a mi camisa, para crear otra vez la máscara. "Es el hijo del rojo, pero él lleva flechas".

Esa máscara tiene que dejar huella…

Te da una idea de que en la sociedad va mucha gente enmascarada. Ese es el principio del teatro, por otra parte. Los actores tienen que representar lo que todo el mundo lleva dentro y nadie quiere enseñar. Si las personas fuéramos como las máscaras pintan no habría guerra en Irak ni miles de niños morirían de hambre. Da la sensación de que estamos viviendo en un carnaval enmascarado donde la gente disfraza lo que realmente es en aras de mantener el poder o lo que sea.

Debió de ser difícil esa simulación de la posguerra…

Por el Imperio hacia Dios, Tercer Año Triunfal, Desfile de la Victoria… Ten en cuenta que cuando uno se pone una máscara se habitúa a llevarla, y ahora ya vivo sin tener que disimular. Durante la larga posguerra, escribía mis artículos en Triunfo, mantenía una postura crítica y de vez en cuando me llamaban la atención. Hasta que un día me llamaron a la Dirección General de Seguridad y me prohibieron ir a la hemeroteca. ¡No querían que en Triunfo escribiera sobre cosas que se dijeron en la inmediata posguerra! Veinte años después, eso que yo rescataba era sonrojante para el propio régimen…

Pero, como decía Brecht, también se cantó en los tiempos sombríos…

Era muy difícil cantar. Todo aquello se podía soportar porque se sabía que todo el mundo estaba simulando. Y la percepción que yo tenía era que yo no era más simulador que los demás. Tuve la idea clara de que mucha gente se compraba la camisa azul y se hacía falangista porque eso funcionaba. La gente teatralizó su rol en su propio beneficio. Hubo algunos, escritores, poetas, que tuvieron la honestidad de intentar manifestarse sin máscara. Un día estaba leyendo en la biblioteca de la Universidad, mientras estudiaba Derecho, y lo que leía era Platero y yo. "¡Leyendo el libro de un rojo!", gritó el profesor de Hacienda, poniéndome como ejemplo de perversión. Juan Ramón una especie de verdugo y yo un cabrón que le leía…

¿Y cómo evolucionó bajo el franquismo?

Iba al teatro, en Valencia, y vi dos obras que me abrieron los ojos: esta gente piensa como yo. Eran Historia de una escalera, de Buero, y La muerte de un viajante, de Miller. Muchos de mi generación somos hijos de La muerte de un viajante. Esta obra me reafirmó en la idea de que la historia es una crónica ideológica bajo la cual hay una realidad que se suele esconder. Con esa idea he hecho el Instituto Internacional del Teatro y con esa idea me sigo moviendo… En este baile de disfraces que es el teatro se puede seguir una historia que jamás podrías seguir oyendo a los jefes de Estado o a los que explican la historia. Así fui sabiendo yo quién era, y quién iba a ser, bajo el franquismo.

¿Qué pasaba en España cuando usted llega a esa conclusión?

Hay una serie de personas que no conozco, pero que están en mi onda, en los años cincuenta. Entonces intento establecer un espacio de comunicación. Llego a Madrid, me meto en la Escuela de Cine y rápidamente conozco a una serie de personas, Martín Patino, Picazo, Font…, todos con un sentimiento similar en cuanto a lo que sucede. Madrid me ayuda, justamente, a afirmar mi posición, y así me di cuenta de que pertenezco a un país que está dentro de otro. Era un país que de todos modos le pedía al Estado que le ayudara a seguir adelante. A mí nunca se me ha ocurrido ningún proyecto que me dé dinero, siempre que me he lanzado a cualquier cosa lo he hecho pensando en el interés público, no en el mío. Así que había que buscar cómplices en la Administración que pensaran que lo que planteabas era útil para el público. Eso no era fácil en aquel momento y en aquel país…

Usted se las quitó, pero las flechas seguían…

Sí, pero ya hay otra gente: Carlos Muñiz, Domingo Miras… En 1957 entré en Triunfo; allí le hacía entrevistas a Jorge Mistral, a Carmen Sevilla, hasta que le pido a [su director] José Ángel Ezcurra, que es un gran amigo, que me deje hacer la sección teatral. La hago en forma de pies de fotos, que cada vez van teniendo más intención, e iban siendo más largos. Triunfo va tomando cada vez posiciones más compartidas por un sector progresista de la sociedad teatral, hasta que le planteo a José Ángel hacer una revista separada, una teatral. E hicimos Primer Acto; Ezcurra puso su carnet de periodista, pues yo no lo tenía. Y ahí sigue Primer Acto… Mi posición no era decir si una obra de teatro estaba bien o estaba mal, sino por qué sucedía, a qué venía la historia que contaba. Eran preguntas, y siguen siendo preguntas. Por eso la gente decía que yo era un intelectual metido a crítico, y es que yo siempre he pensado que ante el teatro, como ante la vida, hay que hacerse todas las preguntas…

¿Cómo era esta capital del franquismo cuando usted llegó?

Vine a un colegio mayor cuyo jefe de estudios era [Juan José] Rosón, que luego sería ministro de Suárez, pero que entonces formaba parte de los que se habían picado con el falangismo; el director también era falangista. Y era de Valencia, había estudiado conmigo el bachillerato. Yo no tenía dinero para pagarme la estancia, pero él me dijo que me pasaría el recibo pero haría la vista gorda. Y así llegué y me quedé. Era una España muy elemental, una ciudad muy gris, y muy elemental…

'Triunfo' se recuerda como un elemento decisivo en la España que se abre…

Sí, allí se generó una especie de humanismo crítico, como el de Miret Magdalena, gente de buena fe que creía que la dictadura no era buena. Nos gustaba mirar y decir lo que no nos gustaba. Y hubo una convivencia de actitudes políticas, ideológicas, algunas defendidas con talento, como el caso de Vázquez Montalbán, y otras, entre las que incluyo las mías, que eran una respuesta vital, una reacción: por qué no nos dejan leer esto, por qué nos prohíben lo otro…

¿Usted nunca fue de partido?

Nunca. A veces me pedían los del partido comunista que fuera a hablar a algunos actos. Iba, daba mi discurso, y luego me daban el billete, si iba fuera, y me marchaba a casa. Colaboraba con ellos, pero estaba fuera.

¿Cuál era el papel de José Ángel Ezcurra en 'Triunfo'?

Era clave. La suya era una familia próxima al franquismo, así que era considerado del sistema, pero a base de consolidar convicciones constituyó una plataforma de oposición. Y lo que hizo Triunfo fue oponerle al franquismo, a su cultura, otro modo de ver las cosas…

¿Y Haro Tecglen?

Era una persona que nos mereció mucho respeto; tenía el papel más difícil, la crónica política. Tenía el talento de utilizar ejemplos de la política europea para hablar directamente de lo que ocurría en la política española. Era la única persona que en este país hablaba de la política española en términos políticos. Los demás lo hacíamos a base de alegorías, y aquello a Haro le dio gran autoridad, porque era una persona capaz de hacerlo directamente…

Ahora que está a punto de los 50 años, ¿qué ha sido 'Primer Acto'?

Una revista que empezó con muy poco dinero y muchas ayudas: de Ezcurra, de Enrique Blanco [un empresario progresista de la época], de Adolfo Marsillach, de Alfonso Paso… Nos dividíamos los gastos de imprenta, así se hizo. Y siempre ha sido coherente con lo que dijo en cada momento; así soy yo también.

Dice que al fin se siente de este país, y que el 14-M fue decisivo para ello…

El 14 de marzo ha hecho visible una parte de España que antes estaba engañada. Los ataques sistemáticos que ha hecho la derecha desde el 14 de marzo diciendo que las elecciones las ganó el PSOE por una manipulación están resbalando sobre la sociedad española porque antes del 14-M, la gente se asustaba y ya no se asusta con lo que dice la derecha. Por fin nos sentimos normales, nos sentimos dentro del país…

Y esta sociedad, su Gobierno, le da un premio, el Nacional de Teatro…

Fíjate que creían que ya me lo habían dado, y me preguntaron incluso si lo tenía. No, no lo tenía, y en el propio ministerio no entendían cómo no lo había tenido nunca.

Usted empezó poniendo pies de fotos a la actualidad teatral… ¿Qué pie de foto merece hoy el teatro español?

Aquí siempre ha habido dos historias, la del teatro de los éxitos, el teatro que gana mucho dinero, y el teatro que pugna por salir. De esa dialéctica vive el teatro, y acaso de esa dialéctica vive la cultura española, España misma…

América Latina es desde hace mucho tiempo una apuesta personal. ¿Se acabó, ya va menos?

Por una razón física. Para ir a América Latina había que estar dispuesto a todo, a viajar como fuese, a comer lo que fuese, y ya no puedo. Pero aprendí de América Latina que aquellas son sociedades poco vertebradas, en las que hay que vivir como si el Estado no estuviera. Y el individuo tiene allí un sentido de la libertad, del afecto, de la acción que en Europa en general no se tiene. Yo tuve la suerte de ir a Colombia, un país clave de América Latina, porque cuando llegas a Santiago de Chile o a Buenos Aires te das cuenta de que te estás acercando a Europa. Pero meterse en el interior de Argentina, por ejemplo, es redescubrir la vitalidad que durante mucho tiempo también tuvimos aquí.

Dice que al fin se integra en su propio país, ¿acabó el trauma de la guerra?

Tengo la sensación de que España ha sido un país crispado, cuyas puertas se han mantenido cerradas sobre un trauma, hubo una cultura de la crispación y ahora hay una de la relajación, hay gente crispada y gente que quiere vivir normalmente. No es necesario levantarse de mañana y buscar el objetivo del cabreo, que me parece que ha sido una constante española durante años. Es como si biológicamente se hubiera cumplido un ciclo y hubiera un grupo que quiere vivir normalmente…

Se acabó la Guerra Civil, pues…

A lo mejor una parte importante de la Guerra Civil terminó el 14 de marzo…

El dramaturgo, José Monleón.BERNARDO PÉREZ

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