Tribuna:TRIBUNA SANITARIA

El déficit de salud en la mujer

Durante la revolución industrial la mortalidad entre la clase trabajadora era tal que el crecimiento poblacional sólo podía realizarse gracias a la elevada tasa de natalidad; ésta a su vez compensaba las numerosas muertes infantiles que se producían antes del primer año de vida. Pero la mortalidad no afectaba a todas las fuerzas productivas por igual. La mitad de la población constituida por las mujeres sufría, además de las consecuencias de las condiciones insalubres del medio laboral, una alta tasa de mortalidad en relación con el embarazo, el parto y el puerperio, y sobre todo un déficit es...

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Durante la revolución industrial la mortalidad entre la clase trabajadora era tal que el crecimiento poblacional sólo podía realizarse gracias a la elevada tasa de natalidad; ésta a su vez compensaba las numerosas muertes infantiles que se producían antes del primer año de vida. Pero la mortalidad no afectaba a todas las fuerzas productivas por igual. La mitad de la población constituida por las mujeres sufría, además de las consecuencias de las condiciones insalubres del medio laboral, una alta tasa de mortalidad en relación con el embarazo, el parto y el puerperio, y sobre todo un déficit específico en su estado de salud por su condición de mujeres, por el papel social que se les asignaba.

La violencia machista condiciona el estado de salud de las mujeres

Los patrones, conscientes de la merma en la productividad y en los beneficios que suponía la mala salud de la masa productora, iniciaron una etapa de "educación para la salud y prevención de riesgos laborales" basados en mejorar las condiciones higiénicas del entorno; utilizaron para ello a las mujeres trabajadoras y cuidadoras del hogar como agentes educadoras para la salud. Añadieron así un nuevo papel de responsabilidad gravosa para su propia salud. Curiosamente, estos papeles, hoy en día, se asignan sólo a las mujeres en los países pobres.

En los países desarrollados, con el paso del tiempo y debido a las mejoras de las condiciones de vida, la mejor alimentación, la mejora en la salubridad de las viviendas y las ciudades, la disminución de las enfermedades infecciosas y la aparición de las vacunas y de los antibióticos, se consiguió que las tasas de mortalidad en las mujeres descendieran de forma espectacular, aumentando su esperanza de vida a edades inimaginables cuando los higienistas industriales diseñaron los planes de prevención de los riesgos laborales y de mejoras ambientales. Alcanzado el estado del bienestar, se consiguieron en la población femenina unos indicadores sanitarios casi insuperables.

Sin embargo, en los países subdesarrollados, en los llamados países frágiles, los cuales constituyen más de las dos terceras partes de la población del planeta, las cosas no han cambiado significativamente, sobre todo para las mujeres y la infancia. Los indicadores sanitarios siguen estando en niveles decimonónicos, pero, al igual que en nuestro medio, la violencia contra las mujeres y la explotación infantil siguen siendo dos de las variables que inciden más negativamente en los indicadores de salud de esta población.

A pesar de las abismales diferencias en el grado de desarrollo entre los países ricos y pobres, existe esa variable común, la violencia machista, que condiciona el estado de salud de las mujeres y que parece empeñarse en mostrarnos que su papel sigue anclado en el modelo de sociedad patriarcal y machista mayoritario en el planeta.

Conceptualmente, y a pesar de las diferencias en los indicadores sanitarios entre los países ricos y pobres, los papeles que se les asignaban a las mujeres en la revolución industrial, las del estado del bienestar y las de los países subdesarrollados, no han cambiado demasiado: siguen sufriendo ese tipo de violencia específica por el solo hecho de ser mujeres, manifestándose esa violencia tanto más cuanto mayor es la diferencia social. En nuestro entorno, las mujeres trabajadoras viven menos y en peores condiciones de salud que las pertenecientes a la clase de rentas altas, aunque todas ellas son víctimas de las desigualdades como consecuencia de su papel social.

Si la falta de libertad, el ejercicio de la violencia y la ausencia de seguridad conculcan derechos fundamentales y básicos de ciudadanía, y el mantenimiento de estos derechos son un indicador del grado de madurez democrático, estamos ante un déficit estructural del modelo de convivencia elegido.

Cada vez son mayores las evidencias empíricas entre el grado de democracia y el estado de salud de una población, y no pasará mucho tiempo hasta que la evidencia científica lo confirme. En los países pobres y en aquéllos con fragilidad democrática, además de la mejora en su grado de desarrollo democrático, las medidas inmediatas para mejorar el nivel de salud de las mujeres pasa de forma ineluctable y prioritaria por la distribución de la riqueza; en nuestro medio es importante una redistribución de la misma, pero son necesarias otras medidas de desarrollo ciudadano que mejoren nuestros indicadores de salud en la mujer.

¿Bastan instrumentos jurídicos como la ley integral de medidas contra la violencia de género, la futura ley de igualdad entre mujeres y hombres o instrumentos administrativos como el Observatorio de Salud de la Mujer? Son medidas progresistas y necesarias, pero insuficientes si no se consigue una conciencia colectiva, una conciencia ciudadana de la realidad desigual que la mujer vive respecto al hombre por el papel social que éste le ha asignado más allá de las diferencias de sexo: una conciencia social de género.

Joaquín Bellón es senador, miembro de la Comisión Mixta de los Derechos de la Mujer y viceportavoz del Grupo Socialista en la Comisión de Sanidad.

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