Tribuna:

Los muertos de todos

Creo que fue injusto ese cargo de "traicionar a los muertos" con que el presidente del Partido Popular obsequió el pasado 11 de mayo en el Congreso al presidente del Gobierno. Semejante improperio no lo merece por adelantado quien se propone acercarse de buena fe a una banda criminal con el fin de que acabe la sangría. Eso sí: ante los muchos riesgos que entraña el proceso que ahora se abre, entre otros -por cierto- el de alcanzar la paz a cambio de olvidarse de cuantos quedaron por el camino, convenía dirigir una seria advertencia al gobernante negociador... Sea como fuere, no está bien que a...

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Creo que fue injusto ese cargo de "traicionar a los muertos" con que el presidente del Partido Popular obsequió el pasado 11 de mayo en el Congreso al presidente del Gobierno. Semejante improperio no lo merece por adelantado quien se propone acercarse de buena fe a una banda criminal con el fin de que acabe la sangría. Eso sí: ante los muchos riesgos que entraña el proceso que ahora se abre, entre otros -por cierto- el de alcanzar la paz a cambio de olvidarse de cuantos quedaron por el camino, convenía dirigir una seria advertencia al gobernante negociador... Sea como fuere, no está bien que a un sectarismo le responda el sectarismo contrario. Es a mi entender lo que hizo con falsas razones, en estas mismas páginas, Juan Aranzadi ("Traducir a los muertos", 18 de mayo) y alguno más después. Son reflexiones que eluden o malentienden elementos capitales para el debido acercamiento moral y político al problema que se debate.

En la coyuntura presente, acusar a alguien de traición a los muertos por ETA no supone autoproclamarse "traductor fiel", y menos aún exclusivo, de esos muertos. Las víctimas, es cierto, no llegaron a expresarse por lo general "como un coro unánime". Pero para el caso tampoco importa conocer los presuntos propósitos de cada una de ellas, sino el propósito fehaciente de sus verdugos. No se requiere ninguna "capacidad esotérica de escuchar la voz de los muertos", sino otra más normal para escuchar la de sus matadores. Esto es lo que marca el sentido último de esta realidad que analizamos y permite, pese al silencio forzoso de las víctimas, una interpretación compartida del sacrificio que les impusieron. ¿Tan difícil es de aceptar? A lo mejor el "farsante" -según calificativo del antropólogo- no es quien procura entender y difundir tal sentido, sino el que renuncia a indagarlo o desecha de antemano que pueda alcanzarse.

Lo propio de los muertos es callarse; lo extraño es cuánto han callado quienes debían hablar por ellos. Los muertos ya no hablan, pero el mensaje que transmiten sus asesinatos es por demás elocuente. Ellos son los mudos emisarios de un recado siniestro de parte de sus asesinos: Igual que tenemos derecho a la soberanía política de nuestro pueblo, tenemos derecho a matar a quien se oponga a ello. Ellos son la prueba definitiva de que la mayoría de la sociedad vasca rechaza el proyecto nacionalista extremo, que sólo ha podido prosperar mediante la intimidación general. Claro que la interpretación que hagamos ni puede ni tiene por qué ser autorizada, y menos aún a iniciativa de esos muertos. Ni falta que hace. Nuestro es el deber de llegar a esa comprensión, que será no sólo la que mejor explique el pasado, sino la que depare las más acertadas enseñanzas para el quehacer futuro.

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Tampoco la aparente diversidad de estos muertos les priva de contar con legítimos representantes ni les protege de la eventual traición que pudiera cometerse con ellos en conjunto. No es preciso que hayan estado animados de una causa política común, pues basta que sus asesinos tuvieran la suya propia y les mataran por ella. El sentido político unitario que atribuimos a las víctimas les viene dado no por sí mismas, sino desde fuera; no por lo que las distinguía en vida, sino por lo que las asoció en su modo atroz de morir; no tanto a resultas de inmolarse a una razón política propia como al servicio forzoso de otra ajena e inicua. "Lo único que todos estos muertos tienen en común es ser víctimas de ETA", concede Aranzadi. ¿Acaso no es suficiente para otorgarles la unidad esencial que sin duda les conviene? ¿Habríamos reparado igual en ellos, como no fuera por este aciago parecido? ¿A qué viene entonces el disparate de sostener que "la fidelidad política a unos muertos conlleva necesariamente la traición política de otros"? Seremos fieles o infieles a todos ellos, porque todos significan aquí lo mismo. A menos que, desde esa pregonada heterogeneidad de las víctimas, alguien concluyera que acerca de ellas tanto vale una lectura como la contraria. La diversidad entre esos muertos serviría de coartada para el relativismo político de los vivos. ¡De los muy vivos!

Pero del hecho de que ese grupo reúne muertos de amplia condición e ideología acaso se quiera desprender todavía otro desatino. A saber, que ETA actúa como una banda criminal cualquiera. Se olvida así que las suyas no han sido víctimas privadas, sino públicas, porque tan público es el objetivo al que fueron sacrificadas como el derecho invocado para su ejecución. Bien mirado, han sido muertos en lugar de nosotros y por todos nosotros (y eso sólo ya justificaría que ahora hablemos también en su nombre). En lugar de nosotros, pues cada cual debía experimentar el temblor de ser destinatario probable del siguiente atentado; y por todos nosotros, porque el terrorista se afanaba en construir a su modo esa Euskal Herria soberana que nos iba a liberar y hacer felices. Como sólo se contemple el instrumento brutal que manejaron, el terror, se desatiende su fin, esa infundada construcción política y lo mucho que nos concierne. En este asunto nos hemos portado más como individuos compasivos que como ciudadanos responsables.

Si existe, pues, un sentido manifiesto de la barbarie etarra, a estas alturas todos debiéramos darlo por sabido, sin que ello requiera ocultar la variopinta identidad de sus víctimas y sin que tal sentido sea propiedad exclusiva de nadie. Nadie habrá de pretender el monopolio en la fidelidad a los muertos o en la verdad de su exégesis, porque eso puede ser compartido. Nadie puede tampoco escudarse en la falta de un significado unívoco de todo ello, porque de nosotros depende que lo reciban y lo guarden. De ahí el tremendo escándalo de andar divididos ante unas víctimas que lo han sido de una sola causa política, y de una causa que sigue voceando sus temibles exigencias en nuestros días.

Por tanto, no se trata del "absurdo de intentar resolver las diferencias políticas entre los vivos recurriendo a unos muertos que, cuando vivían, reproducían esas diferencias con escrupulosa exactitud", tal como advierte Aranzadi. Lo de veras absurdo, si no indecente, es pretender que las divergencias entre esos muertos nos prohíben hablar de ellos como uno solo y extraer las lecciones oportunas. Mucho más sensato sería dejar constancia de cómo la diversa actitud ante esas víctimas traduce precisamente las divergencias que mantenemos respecto de la doctrina y el objetivo último por los que fueron aniquiladas. Éste sí que es un secreto a voces del momento presente. Los partidarios de la sece-sión política tenderán a minimizar y hasta exculpar aquellos crímenes, a mostrar sobrada indulgencia hacia sus autores huidos o encarcelados, a equiparar los sufrimientos de ambas partes. Y a bastantes eso nos parece una señal de la traición.

Hay otras varias formas de traicionar a esos muertos, pero todas se resumen en hacer concesiones inicuas al proyecto de sus asesinos y sus cómplices. Traicionarles significa olvidar, disculpar o disponerse a aceptar en alguna porción la razón por la que fueron muertos, en lugar de condenar abiertamente su ilegitimidad de antes y de ahora. Se humillaría de nuevo a las víctimas si viniera a sentarse que su muerte ha sido políticamente en balde; que, junto a haber sufrido un mal irreparable, ni siquiera se les otorga el peso debido a la hora de clausurar tanto horror. Mejor dicho, que cuentan más en beneficio de ETA y de sus cómplices, porque su carga insoportable ha inclinado al fin la balanza en su contra. Decimos abominar del terror que abatió a mil conciudadanos, pero no tanto de la empresa política por la que fueron abatidos.

De manera que no basta con buscar la paz a secas, que eso exigiría tan sólo la disolución de una cuadrilla de malhechores. Hay que buscar una paz justa, y la única paz justa (y por ello estable) será la que empiece por el reconocimiento de que el terror fue una rebelión injusta; que siga con la demanda de perdón y la reparación posible a las víctimas; y que termine reponiendo la voluntad libre de la ciudadanía. Y esto último quiere decir que, al calor de este proceso, no medren quienes justificaron a los terroristas o se han opuesto con ardor a la ilegalización de sus compinches. Tendría gracia que sacaran partido de la paz los que bastante provecho obtuvieron ya de la "guerra".

Y con todo... Con todo, tal vez esa paz sea imposible sin pagar algún precio por ella, siquiera fuera en moneda humanitaria. Pero ¿me dejarán que asome aquí dos preocupaciones principales? Una es que los mismos portavoces de las víctimas sometan un eventual perdón público a su propio perdón privado. Este perdón privado, que sólo a ellas compete por su estricta naturaleza moral, entraña un acto heroico que cabe admirar, pero no exigirles; el público, en cambio, es la excepcional medida de gracia que la autoridad política tendría derecho a arbitrar como ineludible exigencia del bien común. Si no se defrauda un poco a los muertos, en lugar de la paz tendríamos una cadena infinita de deudas insatisfechas. Tan preocupante como eso sería que la carencia de convicciones o el exceso de pragmatismo predispusieran a nuestro Gobierno a un desembolso inadmisible. No nos jugamos el final de ETA, sino su derrota civil. Así que honrará al vencedor mostrar clemencia hacia los vencidos, pero esta "guerra" ha de terminar con vencedores y vencidos: los justos vencedores y los justamente vencidos en virtud de la lógica democrática.

Porque traicionar a los muertos es traicionar sobre todo a los vivos. Y la mayoría de los vivos no queremos habitar una sociedad en la que la violencia de algunos se haya cobrado lo que las gentes no le daban, en la que el terror se haya vuelto innecesario tan sólo porque ya alcanzó lo que perseguía. Tampoco nos conformamos con vivir allí donde se sigan cultivando premisas y pregonando supuestos derechos que alienten el odio entre nosotros y con los vecinos. A fin de cuentas, y mi interlocutor seguro que lo sabe, "resolver los problemas de los vivos" no se reduce a impedir que ETA vuelva a matar. No sólo es eso. En el País Vasco, deponer las armas será un primer paso en el largo camino de recuperar la ciudadanía perdida.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV.

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