Sed de pantallas

Mi nieto va a cumplir dos años, se llama Sami y hasta hace un par de semanas no había probado la Coca-Cola. La pilló una tarde por casualidad, de entre los restos de una merienda para mayores, pero desde entonces tiene una repentina sed de Coca-Cola, se aprendió inmediatamente el nombre de la marca, no calla con el bisilábico "cola" y hay que ocultarle la botella, y hasta el logo, para que no arme la escandalera. Y de la misma manera que el cada día más enorme Rafael Sánchez Ferlosio se preguntaba en su reciente discurso hard (versión original sin subtítulos) del Premio Cervantes por la fascin...

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Mi nieto va a cumplir dos años, se llama Sami y hasta hace un par de semanas no había probado la Coca-Cola. La pilló una tarde por casualidad, de entre los restos de una merienda para mayores, pero desde entonces tiene una repentina sed de Coca-Cola, se aprendió inmediatamente el nombre de la marca, no calla con el bisilábico "cola" y hay que ocultarle la botella, y hasta el logo, para que no arme la escandalera. Y de la misma manera que el cada día más enorme Rafael Sánchez Ferlosio se preguntaba en su reciente discurso hard (versión original sin subtítulos) del Premio Cervantes por la fascinación, risas incluidas, de su hija de tres años ante un espectáculo de marionetas en el Retiro de Madrid, que veía por vez primera, me pregunto yo, a estas alturas del siglo XXI, si no será que los niños nacen ya con la sed de Coca-Cola inscrita en sus códigos genéticos, químicas secretas y euforizantes aparte, al cabo de varias generaciones de padres y abuelos bebedores de las burbujas marrones y multinacionales.

Pero lo que también he descubierto gracias a Sami y en la misma línea del hallazgo de Ferlosio con su hija de tres años ante las marionetas de guante del Retiro, es que también, además de la Coca-Cola, los bebés de ahora mismo nacen con sed de pantallas. Lo cual no haría más que abundar en la tesis del último Cervantes porque, en definitiva, las imágenes que salen por las pantallas no son más que nuevas versiones eléctricas y digitales del viejo guiñol de trapo: personajes de manifestación o, como retradujo Ferlosio en su discurso, de carácter, que funcionan al margen del argumento, del sentido y de la existencia. Si Sami y sus colegas reaccionan ante las nuevas pantallas del milenio como reaccionan ante la "cola", y reaccionan en masa así, con la misma naturalidad y fascinación, entonces habrá que concluir que la pantalla, ese íncubo de los hombres de letras en general y de los pedagogos en particular, también es una "artificialidad" que está grabada en lo más profundo de nuestro código genético a pesar de que oficialmente la pantalla se inventó hace poco más de un siglo, una tarde del 28 de diciembre de 1895, en una sala del boulevard de los Capuchinos de París y gracias a los hermanos Lumière.

No sólo hablo de la pantalla de televisión, de los Lunnis, Cartoon-Network, los Teletubies, Disney Chanel y otras marionetas eléctricas por el estilo; hablo de la pasión innata de Sami y los suyos por todo tipo de pantallas: la del ordenador, la del móvil, la de la cámara digital, la de la web-cam, la del cine casero, las maxipantallas callejeras y las que se inventen, y cada trimestre sacan una nueva que se añade con pasmosa naturalidad a todos los formatos acumulados hasta el momento. Pantalla total. En realidad, el mejor resumen del siglo pasado, barbaridades aparte, se simboliza en esas tres pantallas que colonizaron las imágenes y sonidos del mundo moderno y nos condujeron en línea recta a la globalización: las pantallas del cine, la tele y el ordenador. Basta sumar lo que aportaron (o restaron) estas tres pantallas para entender lo que nos ocurrió en el globo. Desde la sociedad del consumo de masas hasta la sociedad del conocimiento, pasando por la economía posindustrial, la sincronización del planeta, la uniformización del gusto y todo eso. Es más, la famosa mutación tecnocientífica ocurrida en el siglo XX está íntima e irreversiblemente relacionada con las pantallas porque en los laboratorios de los batas blancas, de los hombres de ciencia, ya no hay tubos de ensayo, ruedas dentadas, motores al rojo vivo, vasos comunicantes, gas azulado, el chisporroteo de las máquinas de Julio Verne o los doctores Frankenstein y Caligari, microscopios o telescopios con el ojo pegado a la lente; ahora sólo hay pantallas virtuales y ecuacionales de todos los tamaños y razas comerciales en donde se juega la posible fusión entre lo infinitamente grande y la mecánica cuántica. Los sabios del siglo XXI sólo están atentos a la pantalla y zapean todo el tiempo, como Sami y todas las generaciones de screen-agers habidas hasta el momento.

Todo esto me lleva a pensar en una teoría descabellada. Que la sed de pantallas es algo que está inscrito no ya en el ADN de los bebés del nuevo milenio, como la Coca-Cola, sino en el código genético del Homo sapiens. Lo que pasa es que los Lumière y compañía inventaron muy tardíamente la cosa. A fin de cuentas, esas maravillosas pinturas rupestres localizadas en el Arco Atlántico no eran otra cosa que pantallas sin electricidad. En el interior de caverna prehistórica, el chamán convocaba a la tribu, samis incluidos, ante unas imágenes mágicas y muy coloreadas que se movían en la pared de la gruta gracias a las luces y sombras de las antorchas y que llevaban al trance espiritual por las danzas y percusiones del primer gran espectáculo de la humanidad. Aquello era una pantalla con todas las de la ley, y la prueba bastante irrefutable es que Platón utilizó siglos después un escenario idéntico, esta vez con cabina de proyección y toda la pesca, para fundar nada menos que la filosofía del Occidente con su famoso mito de la caverna. O sea, que en el principio, si ustedes me permiten, no fue el verbo, sino la pantalla. La pantalla sagra