Tribuna:

¿Qué educación?, ¿qué reformas?

La convergencia con Europa marca un calendario de reformas universitarias inminentes que han levantado una discreta polvareda apenas conocida fuera de las ciudadelas universitarias. A partir de ahora, las carreras constarán de tres tramos (grado, master y doctorado), las especialidades se reducirán drásticamente (¿algunas corren el peligro de desaparecer?) y habrá que pasar de una enseñanza que promueve la pasividad -el profesor habla, los alumnos callan y toman nota- a otra en la que, mediante el acicate orientado de un profesor conocedor de una materia, los alumnos aprenden por sí mis...

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La convergencia con Europa marca un calendario de reformas universitarias inminentes que han levantado una discreta polvareda apenas conocida fuera de las ciudadelas universitarias. A partir de ahora, las carreras constarán de tres tramos (grado, master y doctorado), las especialidades se reducirán drásticamente (¿algunas corren el peligro de desaparecer?) y habrá que pasar de una enseñanza que promueve la pasividad -el profesor habla, los alumnos callan y toman nota- a otra en la que, mediante el acicate orientado de un profesor conocedor de una materia, los alumnos aprenden por sí mismos e intervienen en clase porque sienten que ése es también un espacio que les corresponde como protagonistas esenciales, no como silenciosos comparsas y atareados escribanos. El debate, el cruce de perspectivas, las preguntas, las respuestas, los comentarios, las reflexiones compartidas: ése es el panorama que se avecina. ¿Cuál puede ser la respuesta institucional de nuestra Universidad ante estas exigencias?

En cuanto a la reestructuración de las carreras, la maquinaria administrativa se pondrá en marcha, los alumnos se darán por enterados (salvo sorpresas insospechadas) y asistiremos a un cambio (externo) más, de los que no son infrecuentes en la insatisfecha (pero acomodaticia y conservadora) Universidad española. La simplificación de las especialidades traerá algunos problemas más porque está en peligro la densidad horaria de los departamentos, y eso puede desatar algún conflicto territorial más o menos grave. Además, pudiera ocurrir que se produjeran arrasamientos imprevistos y reducciones horarias calamitosas que atentaran -además- contra ciertas ramas del saber (por considerarlas poco útiles). Si eso ocurriera, además de vulnerar espacios sagrados del conocimiento -arte, filosofía, literatura, lenguas-, habría una consecuencia inmediata -que a pocos dolerá-: se tendrán que ir a la calle los profesores sobrantes, es decir, los que no son funcionarios o no se hayan acogido a ninguna de las graciosas figuras que inventó aquella gran ministra de cuyo nombre no quiero acordarme (perdóneseme el facilón recurso, pero Cervantes es bueno y, en su año mágico, sabrá perdonarme).

Más complicada será la introducción de formas de enseñar distintas de las actuales. El monólogo divulgativo profesoral tiene una gran tradición en nuestros centros y no será fácil que muchos profesores acepten de buen grado apearse de sus costumbres y seguridades para curtirse en unos métodos que presuponen además tirar por la borda divinas jerarquías y fastuosos estrellatos. La pedagogía -cómo enseñar lo que se enseña- no tiene buena prensa en la Universidad porque es vista más bien como una cuestión de maestros de escuela. ¡Y los profesores universitarios son otra cosa! Incluso los cerebros pensantes pedagogos que habiten en ella y que hayan podido exportar a otros ámbitos -enseñanza secundaria- sus geniales ideas (y no miro a nadie), muy bien pudiera ocurrir que siguieran erre que erre en sus clases con su gran monólogo doctoral de toda la vida. Existe además otra cuestión, de no menos importancia: a muchos profesores lo que de verdad les gusta es la investigación, sea lo que sea lo que quiera decir esa palabra (en ocasiones, grandes cosas; en otras, vulgares e inanes cosas). Sólo esa actividad es verdaderamente interesante porque no requiere cotejos estudiantiles (siempre algo pesados) y puede traducirse además en viajes, congresos, conferencias y hasta en puestos públicos de cierta relevancia (¡hasta ministros o directores generales pueden llegar a ser esos profesores!). Ante ese panorama, enseñar es poca cosa porque no trasciende más allá del ánimo escrutador de unos estudiantes -¡a veces exigentes!- y de esas cuatro paredes (no siempre rientes) que son las aulas.

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Otro problema. Si esas clases innovadoras acaban implantándose, tendrán que dejar de existir los grupos numerosos, tan habituales en nuestros centros universitarios. No podrá haber más de treinta o cuarenta alumnos por clase, como mucho. ¿Quién sufragará los gastos que semejante cambio acarreará? A menos alumnos por clase, más profesores, y no hablo de profesores mal pagados, sino de profesores a todos los efectos, bien reconocidos y bien remunerados, sin injustificables discriminaciones, sin prolongados estados académicos o administrativos ajenos a la más elemental ilusión profesional. Insistimos: ¿qué gobiernos -centrales o autonómicos- harán frente con decisión a esos cambios necesarios? ¿Qué rectores, no sólo progresistas de palabra? ¿Con qué dinero abundante? ¿Los Gobiernos socialistas lo harán o dejarán que las cosas sigan como están aunque edulcoradas con algunas relucientes promesas (incumplidas)? En este panorama de cambios que se avecinan, ¿serían tratadas por el mismo rasero todas las áreas de conocimiento? ¿El conocimiento es uno e indiviso y merece el mismo mimo, allí donde se produzca y aliente el desarrollo del hombre que no quiere ser esclavo de sus ataduras, ya sean individuales o sociales? Un nubarrón puede cernirse sobre el horizonte y a él hacen referencia algunos cartelones que han colgado aquí y allá los estudiantes más inquietos sin demasiado seguimiento por parte de la mayoría (¿por qué tanta abulia?). Según esa sombría amenaza, podría tener lugar un relanzamiento institucional de los conocimientos con capacidad de traducirse en reversiones económicas sobre la sociedad y un arrinconamiento de aquellos cuya utilidad práctica sea poco o nada evidente (¿para qué sirve la filosofía?, ¿y la poesía?, ¿y el arte?).

¿Un botón de muestra? En un acto reciente de la Comunidad de Madrid, los responsables de educación y algunos catedráticos (y también algunos muy clónicos alumnos) pintaron un bello panorama de la educación superior destinada al avance económico y tecnológico de las sociedades y los países. Pobre filólogo, dije para mí, ¿dónde te has metido? ¿Qué es esto? ¿Podrá estudiarse alguna vez la poesía en el horizonte que estas mentes dibujan? ¿Representará algo para ellas las artes del lenguaje o las gramáticas que lo escrutan, descomponen y analizan? Y el arte en su totalidad, ¿podrá enseñarse para no olvidar las huellas en el corazón de los maestros pintores? Y la filosofía, ¿se podrá invitar al pensamiento libre en las futuras facultades auspiciadas por estos responsables que con toda seguridad jamás han leído una página de Platón?

Digamos nosotros, profesores de cualquier edad y alumnos jovencísimos: sí, nuevas docencias, nuevos presupuestos, nueva educación que abarque la totalidad del conocimiento y especialmente si sirve para la educación estética y ética de los jóvenes no sometidos a la ideología dominante de los fines educativos prácticos y económicamente rentables. Pongamos un ejemplo de este tipo de conocimiento inútil pero decisivo. Madrid, lectura, en una mañana primaveral reciente, de un poema de Luis Cernuda con unos jóvenes alumnos que nunca leen poesía. Lugar: un aula de la Facultad de Filología. Un gran poema titulado Pájaro muerto. ¿Para qué? ¿Qué ganamos con ello? ¿Qué ganancias obtenemos? Ellos hablan, se atreven a decir cosas certeras, agudas, asombrosamente perspicaces. El espíritu habla y se abre paso en las palabras de esos jóvenes (chicas más que chicos) lectores. ¿Sirve eso para algo? ¿Los nubarrones serán indiferentes ante estos hallazgos de la educación convertida en conocimiento de lo inútil? Reclamemos (pidamos lo posible) a los políticos no neoconservadores (pesadilla del déficit cero, Aznar lejano) que vuelquen sus esfuerzos en que la educación pública pueda labrar en silencio su obra prodigiosa que no es otra que la del encuentro de almas dispuestas a conocer por medio de la palabra que fluye libremente con la única esperanza de incrementar sabiduría, sensibilidad estética y sentimiento ético. Sirve para algo.

Ángel Rupérez es escritor y profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid.

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