Crónica:DE LA NOCHE A LA MAÑANA

Días de libro y danzas

Se dirá que nada tiene que ver una semana dedicada a la promoción del libro en su feria con diez días de escenarios valencianos repletos de coreografías más o menos afortunadas. Y, sin embargo, tal vez tienen en común una cierta puerilidad, cifrada más en algunos de sus detalles, no tan aleatorios como parece, que en el severo diseño de sus objetivos confesos. Es posible que muchos adultos se acerquen a la lectura desde una actitud infantil a lo Savater, para enjugazarse, mientras que ciertos espectáculos de danza contemporánea oscilan entre la emoción adolescente y una creencia desmesurada en...

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Puerilidades

Se dirá que nada tiene que ver una semana dedicada a la promoción del libro en su feria con diez días de escenarios valencianos repletos de coreografías más o menos afortunadas. Y, sin embargo, tal vez tienen en común una cierta puerilidad, cifrada más en algunos de sus detalles, no tan aleatorios como parece, que en el severo diseño de sus objetivos confesos. Es posible que muchos adultos se acerquen a la lectura desde una actitud infantil a lo Savater, para enjugazarse, mientras que ciertos espectáculos de danza contemporánea oscilan entre la emoción adolescente y una creencia desmesurada en la comunicabilidad de sus obvios arcanos. El lector común busca libros de misterio, géneros al margen, y el espectador de danza ya ni se sabe lo que busca, acaso una mezcla de energía en movimiento trufada de mensajes no siempre descifrables. Nada más esotérico que un niño, sólo que no ejerce. El problema está en el esoterismo profesional, el que cree recuperar con argucias de viajante de comercio los sortilegios de la infancia.

Más danza

Sorprende la perplejidad abrumada con la que buen número de espectadores asiste a algunos espectáculos de danza contemporánea, aunque aplaudan educadamente cuando suponen que ha terminado la función, tal vez como premio a tanto esfuerzo como se despliega sobre el escenario, ya que no cabe duda de que la danza exige un desgaste físico de más envergadura que el trabajo simplemente actoral, por ejemplo. Son aplausos tímidos que no logran pasar la barrera del desconcierto, y que contrastan con el entusiasmo, incluso con los grititos de adolescente, del público cómplice del oficio. Nacho Duato cree que todavía se toma a la danza por "una ñoñería, mariconadas". Cuestiones de orientación sexual al margen, tal vez el público genérico no tendría la impresión que le atribuye el bailarín de no ser cierta tantas veces.

El placer de la lectura

Supongo que la afición a leer libros de ficción o de poesía, que es menos ficción que la ficción propiamente dicha (cualquier novelista de gusto se avergonzaría sin remedio si se le ocurriera escribir de sus cosas con la desenvoltura en que lo hacen algunos poetas) puede ser tomada como una enfermedad más o menos inofensiva. Cabe suponer también que la literatura generalista habría dejado de existir hace muchos años de no ser por el efecto combinado de los miles de profesores que viven de ella y de lectores que pasan páginas mientras esperan otra cosa. Es una manera agradable a veces y, por lo general, inmóvil, de pasar el tiempo. Pese a todo, subsiste la pregunta acerca de por qué lee ficción (o poesía) la gente que lo hace.

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Entender o no entender

En una conversación de hace unos años con la gran bailarina y coreógrafa Carolyn Carlsson vino a decirme que la danza era una mezcla de técnica, energía y movimiento interior. Le dije si esa tríada era siempre perceptible por el espectador que paga su entrada. Eso no importa, vino a decirme, ya que el artista de danza tiende a confiar, no se sabe bien por qué misterio (pensé yo) en la sensibilidad de quien la mira. La hipótesis de que esa sensibilidad fuera más bien remota en según qué lugares, sobre todo después de zamparse una paella, le pareció cosa estrafalaria. La danza no cambia el mundo, creo que añadió, pero a veces modifica la mirada del espectador. Y con eso se conforma. ¿Y si se trata para él de una emoción aislada? No importa, dijo, porque ha rozado la experiencia mística. ¿Es así?, le dije. Así tiene que ser, respondió.

El tamaño importa

Hacer un libro al año, como el que sigue el ciclo estacional de las higueras, tratar de tenerlo listo para su presentación en la feria correspondiente, gastar tiempo y algo de dinero en las campañas de promoción, poner cara de que estamos ante uno de los oficios más peliagudos de este mundo, y demás rituales enojosos de un negocio no muy floreciente pero tampoco en estado ruinoso, ¿contribuye en algo a abrigar el maltrecho corazón de la cultura? Y diría más: ¿resulta más conveniente para el editor publicar un libro de apenas cien páginas, a fin de que el consumidor sea tentado por el mono cuanto antes y corra a comprar otro, o interesa dar a la luz tochos de seiscientas páginas para que el lector se lo lea por lo menos a lo largo de un año antes de adquirir el que será presentado en la promoción siguiente? Preguntas bobas que no descartan una temible posibilidad. ¿Y si el auge de la prensa gratuita se extiende a la novelería prescindible, bajo el disfraz del relato por entregas financiado por la publicidad de fregonas de última generación?

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