Columna

Ambigüedad constitucional

La inicial rebelión de algunos alcaldes del PP contra la ley que con 27 años de retraso posibilita que los ciudadanos del mismo sexo puedan ejercer el derecho fundamental al matrimonio reconocido en el artículo 32 de la Constitución ha sido tan políticamente significativa como jurídicamente irrelevante.

Para el ejercicio del derecho al matrimonio no es preciso la intervención de alcaldes y concejales. En la inmensa mayoría de los matrimonios no intervienen alcaldes y concejales. Y es así porque el matrimonio es un contrato que se formaliza ante el juez y que tiene que ser inscrito en el...

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La inicial rebelión de algunos alcaldes del PP contra la ley que con 27 años de retraso posibilita que los ciudadanos del mismo sexo puedan ejercer el derecho fundamental al matrimonio reconocido en el artículo 32 de la Constitución ha sido tan políticamente significativa como jurídicamente irrelevante.

Para el ejercicio del derecho al matrimonio no es preciso la intervención de alcaldes y concejales. En la inmensa mayoría de los matrimonios no intervienen alcaldes y concejales. Y es así porque el matrimonio es un contrato que se formaliza ante el juez y que tiene que ser inscrito en el Registro Civil. Nada más. Es el concurso del juez y de los funcionarios que gestionan dicho registro lo único que el ordenamiento exige para que un contrato de matrimonio se celebre válidamente.

En la rebelión de los alcaldes contra la ley no nos encontramos, pues, ante un supuesto de objeción de conciencia, pues la objeción presupone la existencia de un deber que se deja de cumplir por razones de conciencia, y los alcaldes y concejales no tienen ninguna obligación de celebrar matrimonios. Los únicos que pueden objetar son los jueces y funcionarios del Registro Civil. La decisión de no celebrar matrimonios tiene una significación política, pero no jurídica.

Tanto es así que no sería antijurídico que una corporación municipal adoptara la decisión de que no se celebren matrimonios y que justifique dicha decisión en su disconformidad con la ley que posibilita el ejercicio del derecho al matrimonio a ciudadanos del mismo sexo. Dentro de la autonomía municipal entra la facultad de expresar su rechazo de una determinada medida legislativa como ésta. Lo que no podría hacer una corporación municipal es continuar celebrando matrimonios heterosexuales y negarse a celebrar matrimonios entre ciudadanos del mismo sexo, porque eso sí sería incompatible con la igualdad constitucional proclamada en el artículo 14 de la Constitución. Pero negarse a celebrar matrimonios en general, a fin de no tener que celebrar matrimonios como los que posibilita la nueva ley, entra dentro de la libertad de expresión y de crítica política que puede ejercer una corporación municipal.

La rebelión de los alcaldes no puede ser examinada jurídicamente, salvo en el supuesto que he indicado de que se continuaran celebrando matrimonios heterosexuales exclusivamente, sino que únicamente puede serlo desde una perspectiva política.

Y desde esta perspectiva creo que hay dos consideraciones que se imponen. Una primera, la constatación de una corriente homofóbica significativa en el interior del PP. Afortunadamente, no mayoritaria. La reacción de Josep Piqué o de los alcaldes de Madrid, Valencia, Málaga y otros, que representan a muchos más ciudadanos que los que se han rebelado, me parece que debe ser subrayada para que la fotografía del PP no aparezca distorsionada.

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Y otra, segunda, la dificultad que tiene la dirección nacional del PP de reaccionar de manera constitucionalmente apropiada cuando la Iglesia católica se pronuncia en un determinado asunto de manera inequívocamente anticonstitucional. La ambigüedad constitucional del PP ante la intervención de la Iglesia católica en política siembra serias dudas sobre la lealtad constitucional de dicho partido. Si ante las llamadas a la objeción de conciencia por varios cardenales la dirección nacional del PP hubiera reaccionado como tendría que haberlo hecho, no se habría producido la rebelión de los alcaldes y el PP se habría ahorrado el bochorno que le tiene que haber originado las declaraciones del alcalde catalán de cuyo nombre prefiero no acordarme.

La ambigüedad constitucional no es buena nunca, pero menos cuando se practica respecto de una confesión religiosa, como la Iglesia católica, que ha tenido una tendencia permanente a intervenir en política en España.

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