Tribuna:CINCO AÑOS DEL PINCHAZO DE LA BURBUJA TECNOLÓGICA

La segunda generación del capitalismo popular

En marzo del año 2000, Terra, proyecto de Internet de Telefónica, valía más en Bolsa que Repsol y Endesa juntas; o que el SCH. Era entonces el tercer valor español en capitalización bursátil: su acción llegó a superar los 150 euros. Hoy, la compañía está siendo absorbida por su matriz y el precio de la acción apenas llega a dos euros. Muchos inversores quedaron atrapados en este fiasco.

A finales de ese mismo mes, el fabricante de equipos para internet Cisco Systems se convirtió en la corporación más valiosa del mundo al superar en cotización bursátil a Microsoft; el 29 de marzo de 2000...

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En marzo del año 2000, Terra, proyecto de Internet de Telefónica, valía más en Bolsa que Repsol y Endesa juntas; o que el SCH. Era entonces el tercer valor español en capitalización bursátil: su acción llegó a superar los 150 euros. Hoy, la compañía está siendo absorbida por su matriz y el precio de la acción apenas llega a dos euros. Muchos inversores quedaron atrapados en este fiasco.

A finales de ese mismo mes, el fabricante de equipos para internet Cisco Systems se convirtió en la corporación más valiosa del mundo al superar en cotización bursátil a Microsoft; el 29 de marzo de 2000, Cisco valía en Bolsa 555.400 millones de dólares, y Microsoft tan sólo 541.600 millones. En la clasificación de capitalización bursátil, detrás de Cisco y Microsoft figuraban empresas como General Electric, Intel, ExxonMobil, IBM, Citigroup, etcétera, pertenecientes a la más real de las economías. Cisco se había creado tan sólo 14 años antes en el campus de la Universidad de Stanford, en California, y salió a Bolsa en 1990; sus acciones se estaban negociando entonces a un precio que suponía 136 veces sus ganancias. Si un inversor hubiera comprado acciones de Cisco por valor de 10.000 dólares diez años antes, en ese momento su capital sería nada menos que de unos 13,6 millones de dólares.

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Son ejemplos de lo que Vicente Verdú ha denominado capitalismo de ficción.

¿Cómo pudo ocurrir esa borrachera de expectativas sin base real en muchos casos, que cuando se pasó arruinó a tanta gente? ¿Cómo se olvidó la historia de las burbujas especulativas, que cuando estallan arrasan siempre con la ingenuidad y la avaricia de una generación? Recordemos: durante los años noventa, EE UU vivió la expansión más prolongada de su historia contemporánea; cuando esa etapa superó los cien meses seguidos (más de ocho años) de crecimiento, el experimento fue bautizado como nueva economía, una mezcla de revolución de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), basada en la democratización de Internet, acompañada de fórmulas distintas de desarrollo empresarial, que llevaría -eso se dijo- por primera vez a un mundo sin ciclos económicos. El final de Kondatrief. La nueva economía conllevaba aumentos de productividad permanentes y sin precedentes.

La bonanza se extendió a los mercados bursátiles. El índice Nasdaq se hizo más representativo que el tradicional Dow Jones. Era lo que se calificó de "exuberancia irracional de los mercados". Nadie quería quedarse atrás. Más ciudadanos que nunca abandonaron las prácticas habituales de ahorro y pusieron su dinero (el que tenían o el que pidieron prestado) en las bolsas, fruto de dos secuelas complementarias: el efecto emulación y el efecto riqueza. Respecto al primero, veían a sus cercanos y a sus vecinos ganar mucho dinero en Bolsa y pensaron que ellos no podían quedarse atrás. En muchas ocasiones ni siquiera sabían a qué se dedicaba la empresa en la que habían invertido su dinero (declaraciones leídas en el suplemento Negocios de este periódico: "Ni sé qué hacen ni me importa. Miré al sector, que estaba subiendo mucho, y averigüé que había siete empresas que todavía no habían despegado. Compré acciones de todas. Dos meses más tarde, tres de ellas habían triplicado su valor, una lo había multiplicado por siete y otras tres seguían deambulando por la parte baja del índice sin muchos movimientos. Ya las he vendido todas"). El efecto riqueza consiste en que las familias se sienten más ricas de lo que verdaderamente son, o de lo que ganan con sus salarios, porque tienen sus ahorros (y en muchos casos sus créditos) en una Bolsa que ascendía una y otra vez y que parecía no tener techo... hasta marzo de 2000.

El dividendo que repartía la empresa dejó de tener prioridad. La multiplicación del valor de las acciones se debía, en primer lugar, a una serie de innovaciones revolucionarias y fantásticas que estaban cambiando nuestras vidas: el ordenador personal, el teléfono móvil, el correo electrónico..., conceptos visibles que parecían metamorfosear el mundo como antes lo hizo el ferrocarril, la electricidad o el automóvil. Se manejaban expectativas irracionales; parecía que las tiendas y comercios corrientes iban a desaparecer y que todo el flujo de intercambios (de dinero, pero también de bienes y servicios) se haría a través de Internet. Ergo, las TIC eran una inversión imbatible. El precio era lo de menos porque todos confiaban en vender sus acciones más caras, independientemente del precio de compra. Los precios objetivos corrían detrás de las cotizaciones, la valoración de las autodenominadas empresas puntocom parecía no tener límites y dejaba de lado a empresas tradicionales con sólidos fundamentos; no importaba que, de forma lateral y cada vez más frecuente, se supiera de la cascada de incumplimientos de los planes de negocios. ¿Y qué? Las compañías más inverosímiles no dudaban en salir a cotizar en Bolsa; lo primero era crecer a cualquier precio.

El 10 de marzo de 2000, el Nasdaq, índice de la bolsa electrónica del mismo nombre creada en EE UU especializada en la cotización de empresas jóvenes con fuerte capacidad de crecimiento, alcanzaba su máximo histórico. También en ese mes, el Ibex 35 (12.816 enteros) batía su récord. A partir de entonces, todos los índices internacionales, como ocurre en la globalización, comenzaron a bajar. La tendencia aumentaría de ritmo en abril. El 4 de abril, un juzgado acusaba a Microsoft de violar las leyes antimonopolio, lo que significó una caída brutal de la Bolsa: ese día, 700.000 millones de dólares se hicieron humo virtual. Diez jornadas después, el 14 de abril, se publicó en EE UU una serie de datos de coyuntura que incluían la posibilidad (que luego no se produjo) de fuertes tensiones inflacionistas. Entre el 4 y el 14 de abril se evaporó el equivalente a dos billones de dólares (un billón sólo en la jornada del día 14, la más grande caída absoluta en un solo día de la historia de la Bolsa), lo que equivale, por ejemplo, a la totalidad de la deuda externa del Tercer Mundo.

Ya se sabe lo que siguió durante tres años: un crash a cámara lenta, con pérdida de valores muy superiores a los de cualquier otro crash bursátil, incluido el de 1929 o el de 1987. La edición de2003 del Global Investment Retur Yearbooks, elaborado por unos profesores de la London School of Economics y editado por ABN Amro, estima en 13 billones de dólares la riqueza destruida en Bolsa en el periodo 2000-2003, equivalente a 2.000 dólares por cada ser humano del planeta; como, según la misma estimación, no más del 2% de la población mundial es propietario de acciones, esa relación por habitante es aproximadamente de 100.000 dólares.

Y además del gran descenso de los valores bursátiles, notable reducción de los beneficios y pérdidas de los gigantes de Internet, colapso y desaparición de la mayor parte de las puntocom, despidos masivos de trabajadores, debilitamiento de la economía estadounidense y luego de la del resto del mundo, etcétera. Muchos mitos (la inexistencia de ciclos, la reducción de existencias, la inversión empresarial permanente en TIC, beneficios exponenciales, incremento constante de la productividad, etcétera) se hicieron añicos. Luego llegaron los atentados terroristas del 11 de septiembre, las incertidumbres geopolíticas provocadas por la reacción a los mismos, y el descrédito empresarial a raíz de los fraudes de Enron, Wordcom..., que estropearon aún más las cosas.

Después de tres años de resaca, los valores bursátiles parecen haber vuelto a una cierta normalidad, pero los efectos del pinchazo de la burbuja aún perduran en el ánimo de los inversores. Para llegar a los máximos anteriores a marzo de 2000, el Nasdaq tendría que subir un 140% más; los máximos de Wall Street previos al crash del veintinueve sólo se volvieron a dar en el año 1954, un cuarto de siglo después. Los inversores parecen haber recobrado el sabio consejo de limitar las pérdidas y las ganancias. La Bolsa sube pero sin las alegrías de antaño. La experiencia apunta dos aspectos alternativos: que los mercados no saben evitar el pinchazo de las burbujas especulativas, pero que al mismo tiempo, después de cada uno de ellos se han acrecentado los mecanismos de control y prevención para evitar que se repitan. En este sentido adquiere cada vez más significación la presencia de organismos reguladores fuertes. La aseveración, hecha falsa cultura general, de que hay que liberalizar y desregular la economía al mismo tiempo no se sostiene. El éxito de las liberalizaciones ha de ir acompañado de regulaciones más fuertes. No al revés, como nos quisieron hacer creer los profetas de la nueva economía sin ciclos. Cuando se producen pérdidas, los primeros afectados son los pequeños inversores, aquellos que dispusieron de sus ahorros o se endeudaron para adquirir acciones de cualquier compañía (en este caso, las puntocom) que no tenían fundamentos. El caso de Terra es paradigmático: se estrenó en Bolsa en noviembre de 1999 a 11,84 euros y llegó a alcanzar los 157,6 euros en plena burbuja. Muchos inversores quedaron perjudicados y unos cuantos se hicieron multimillonarios.

¿Hemos aprendido la lección? El viejo Galbraith es el más escéptico a la hora de contestar esta cuestión. Según este economista, tan odiado por los ortodoxos, nos convierten en víctimas de la más ineludible y cierta de las aberraciones del capitalismo: la emoción generada por los, en apariencia, momentos cumbres de las burbujas en los que casi todo el mundo gana dinero, y por el presunto genio de sus artífices. A efectos prácticos, la memoria de los desastres financieros dura como máximo 20 años. "Éste es el tiempo", dice Galbraith, "que suele precisarse para que los frutos de un desastre queden borrados y para que alguna variante de la demencia anterior rebrote a fin de cautivar la mente de los financieros. Suele ser también el tiempo generalmente requerido para que una nueva generación irrumpa en escena impresionada, como ocurrió con sus predecesoras, por su propio genio innovador. Sin poder sustraerse a esta impresión, es arrastrada por otras dos influencias que operan en el mundo financiero, muy seductoras y que conducen al error. La primera... es la facilidad con la que un individuo, al prosperar, atribuye su buena fortuna a su superior suspicacia. Y cuenta asimismo la tendencia, que acompaña a la anterior y que protagonizan las muchas personas que viven más modestamente, de atribuir una aptitud mental excepcional a quienes, por lo demás, con imprecisión, se identifican como ricos".

Por el momento, al iniciarse el segundo trimestre de 2005, no se atisban indicios de una nueva edición de una burbuja bursátil. Todavía no han pasado los 20 años de Galbraith. Las Bolsas no se han recuperado de los malos tiempos inmediatos. Pero ¿cuántas veces estamos oyendo sin escuchar, como el cuento del lobo que nunca llega, las señales de burbujas inmobiliarias o de una burbuja relacionada con las materias primeras, cuya vanguardia es, en estos momentos, el petróleo?

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