Columna

No valen engañifas

Antes de la cumbre de Niza, en diciembre de 2000, muy pocos especulaban con la posibilidad de una Constitución europea. Pese a que se concluyese con el tratado que lleva el nombre de esta ciudad, la cumbre supuso un estruendoso fracaso, en buena parte debido a que Francia impuso el criterio de que la Comunidad Europea había nacido con el acuerdo básico de la paridad de Francia y Alemania, negándose a reconocer el hecho de que la Alemania unificada tiene una población de 20 millones más que los otros tres grandes. Efecto colateral de este desatino es que los dos países que los seguían en poblac...

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Antes de la cumbre de Niza, en diciembre de 2000, muy pocos especulaban con la posibilidad de una Constitución europea. Pese a que se concluyese con el tratado que lleva el nombre de esta ciudad, la cumbre supuso un estruendoso fracaso, en buena parte debido a que Francia impuso el criterio de que la Comunidad Europea había nacido con el acuerdo básico de la paridad de Francia y Alemania, negándose a reconocer el hecho de que la Alemania unificada tiene una población de 20 millones más que los otros tres grandes. Efecto colateral de este desatino es que los dos países que los seguían en población, España y Polonia, adquirieron una cuota de poder desproporcionadamente alta. Con todo, lo más desilusionante de aquella cumbre fue que, enzarzados los Quince en un pugilato por el poder, se evaporase por completo la perspectiva europea. Semejante espectáculo contribuyó sin duda a que los pueblos, encerrados también en un horizonte nacional, se desentendieran de la construcción europea.

El fracaso de Niza, y sobre todo el desinterés y apatía que mostraba la gente hacia la política europea, hicieron sonar todas las alarmas. Como la conferencia intergubernamental no podía dar más de sí, se decidió probar con una ampliada con los representantes de los parlamentos nacionales y del Parlamento Europeo, sin que ello modificase la tarea de preparar un proyecto que, con las debidas correcciones, luego aprobaría el Consejo Europeo. El que esta conferencia consultiva recibiera el pomposo nombre de convención -nomen, omen- sin duda influyó en que llamaran constitución al resultado de sus trabajos.

El proyecto no suprimió el principio de unanimidad, aunque redujo un poco más su vigencia, y, sobre todo, dio una solución más equitativa al voto ponderado, llevando a cabo, al incluir los tratados anteriores simplificados, una meritoria labor de codificación. Al texto resultante se le llamó constitución con la esperanza de que levantara un nuevo entusiasmo que acercara la construcción europea a unos ciudadanos cada vez más distanciados. Ahora bien, los pueblos no se dejan engañar tan fácilmente, y el truco de llamar constitución al tratado que sustituye al de Niza no ha dado los frutos deseados. Hoy persiste, si no ha aumentado, la misma desconfianza y distanciamiento ante la política europea, como ha puesto de relieve el referéndum en España, precisamente el país en el que el consenso, yo diría el fervor europeísta, es más alto.

Una periodista alemana me decía hace poco que comprendía que los españoles fueran europeístas a ultranza, dadas las ayudas que han recibido de la Unión, pero le parecía milagroso que lo sigan siendo después de que saben que desaparecerán en 2006. Aunque no lo entiendan muchos de nuestros socios europeos, más allá de las aportaciones comunitarias, los españoles somos europeístas convencidos por muchas otras razones que tienen que ver con nuestra peculiar historia de los dos últimos siglos. Por eso resulta tan doloroso que por motivos nada claros (y los que se transparentan parecen irrisorios, como ser los primeros en celebrarlo, porque en algo teníamos que ser los primeros) el Gobierno hubiera decidido aprovecharse de nuestro europeísmo para convocar un referéndum innecesario. ¿Por qué no se hizo uno para entrar en la Unión o en el euro, decisiones de mucho mayor calado que el último tratado, que más que una constitución parece un código? ¿A alguien se le ocurriría poner el Código Penal a referéndum?

Con muy buen criterio nuestra Constitución es poco amiga del referéndum, y el llamado consultivo más bien parece una broma; en qué cabeza cabe que lo votado por el pueblo luego no lo asuman Gobierno y Parlamento. Todos los referendos son vinculantes. Pero emplearlo para ratificar tratados internacionales que han negociado sólo los Gobiernos y que, dada su complejidad precisan para su intelección del concurso de los especialistas, supera lo tolerable. Si el Gobierno pensaba que ponía a consideración de los ciudadanos una verdadera constitución, con todo lo que esto significa, hubiera tenido que aplicar la ley de referéndum de 1980, y lo habría perdido por no haber alcanzado el 50% de participación.

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