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I+D+I (i): una cuestión mayúscula

En los albores del siglo XXI, los políticos españoles no sólo siguen apostando por la ciencia y la tecnología de ese modo tan inusitado que nos distingue de los países de nuestro entorno, sino que han procurado un avance lingüístico sin parangón, popularizando el término "Investigación + Desarrollo + Innovación". Dos acrónimos rivalizan en precisión conceptual: "I+D+I" y el alternativo, "I+D+i", en el que se advierte que la segunda i pasa de ser mayúscula a minúscula, aunque no la enjundia de la cuestión. No cesa de discutirse si la ventaja de la segunda opción, incidir en que investigación e ...

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En los albores del siglo XXI, los políticos españoles no sólo siguen apostando por la ciencia y la tecnología de ese modo tan inusitado que nos distingue de los países de nuestro entorno, sino que han procurado un avance lingüístico sin parangón, popularizando el término "Investigación + Desarrollo + Innovación". Dos acrónimos rivalizan en precisión conceptual: "I+D+I" y el alternativo, "I+D+i", en el que se advierte que la segunda i pasa de ser mayúscula a minúscula, aunque no la enjundia de la cuestión. No cesa de discutirse si la ventaja de la segunda opción, incidir en que investigación e innovación, pese a que suenan de manera parecida no son lo mismo, se ve menoscabada porque la i minúscula, de menos rango, menosprecia la importancia de la innovación.

En ambos casos, de lo que se trata es de reemplazar las siglas más antiguas de I+D, añadiendo una segunda i, ora mayúscula, ora minúscula. En el discurso habitual, se interpreta la I+D+I(i) como "investigación y desarrollo para la innovación", dando a indicar una relación causal entre las dos primeras actividades y la última.

Es curioso que, a pesar de que el término I+D+I(i), por razones que no vienen al caso, se extendió a instancias gubernamentales durante el mandato del Partido Popular, otros partidos lo han integrado sin tensiones, en su programa y jerga particulares. Sin embargo, los españoles no hemos conseguido extender el término para que goce de refrendo científico e internacional. No es tarea fácil, puesto que exige vencer la resistencia de los analistas de la innovación y de instituciones como la OCDE, obcecadamente empeñados en mantener los conceptos de I+D e innovación separados, por motivos como estos: 1) Hay I+D que no va destinada a la innovación, entendida como innovación tecnológica y definible como la comercialización de nuevos productos y procesos, sino a usos mercantiles distintos del tecnológico o a usos sociales no mercantiles. 2) La mayor parte de la innovación no procede de la I+D, sino de fuentes alternativas, como la adquisición de tecnología material e inmaterial, el diseño, la reingeniería, la comercialización, etc. 3) Incluso la I+D que se transforma en innovación, raramente lo hace de forma tan directa como parece sugerir el término I+D+I(i).

Los dos primeros motivos han justificado el diseño de programas públicos de apoyo a la I+D no destinada a la innovación y a fuentes alternativas de la innovación típicos tanto en países líderes en tecnología, p. ej. EE UU, Finlandia o Alemania, como en sus seguidores, p. ej. Italia e incluso España. Y si nadie lo remedia haciendo suficiente hincapié en el término I+D+I(i) estos programas seguirán adelante.

El tercer motivo, la relación indirecta entre la I+D y la innovación, ha sido menos asumido por las administraciones públicas hasta la fecha. En el caso de las empresas, se observa que las que realizan un mayor gasto en I+D están en mejor posición de absorber el conocimiento que proviene de otras fuentes, y es éste, no el suyo propio, el que acaba dando lugar a innovaciones. En el caso de los centros públicos de investigación y las universidades, el impacto de su I+D sobre la innovación a menudo se deriva de productos intermedios como la formación de egresados cualificados, la disminución del coste de experimentación, la creación de nuevos instrumentos y metodologías, la formación de redes y el estímulo de la interacción social, la creación de nuevas empresas, la provisión de conocimiento social (sobre los condicionamientos legales e institucionales que determinan en parte el éxito de la innovación, por ejemplo, sobre la regulación medioambiental) o el acceso a instalaciones singulares.

Esto justificaría un diseño de política que incidiera más en el aumento de la dotación de I+D privada y en facilitar la aparición de productos intermedios de la I+D pública que en la contratación de I+D pública por la empresa, a diferencia del actual. Algo debe de escapársenos, cuando la financiación empresarial de la I+D académica en España es superior a la media de la UE y de la OCDE, y no por ello lo son su nivel de I+D e innovación.

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Si bien los responsables de política científica y tecnológica durante el período en que se extendió el acrónimo I+D+I(i) eran conscientes de muchos de los motivos reseñados en su contra y lo empleaban para englobar a la mayoría de actores que intervienen en alguna de estas actividades, por fin está ganando paso una generación de españoles seguros de su utilidad. En ella empiezan a contarse numerosos académicos que así se lo transmiten a sus alumnos, incluso anteponiendo la fe al entendimiento, y que hoy por hoy tratan de contribuir al debate mediante propuestas de añadir una "E" o una segunda "D" al acrónimo, con significados a cada cual más seductor. Es de extrañar que cierta alternativa que cubriría un espectro verdaderamente amplio de fenómenos vinculados al bienestar no sea todavía más que un rumor, y que consistiría en añadir a I+D+I(i) los siguientes términos: "Organización + Transferencia + Academia + Sociedad". Compongan ustedes con ellos el acrónimo que consideren más oportuno. Tanto como dilucidar si debiera escribirse en mayúsculas o minúsculas queda fuera del alcance del presente artículo.

Joaquín Mª Azagra es profesor del Departamento de Proyectos de Ingeniería de la Universidad Politécnica de Valencia e investigador del Instituto de Gestión de la Innovación y el Conocimiento (CSIC).

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