Tribuna:

La otra contrarrevolución de Bush

La semana que viene George W. Bush será investido por segunda vez como presidente de EE UU. Cuando ganó las elecciones, declaró: "He ganado capital político y pienso gastarlo". No hay que dudar de ello visto lo visto en los últimos cuatro años. Es difícil encontrar ejemplos de presidentes norteamericanos que se hayan rodeado de tantos revolucionarios (contrarrevolucionarios) en sus equipos más directos. Ni siquiera Ronald Reagan, el precursor de la revolución conservadora.

Entre 2000 y 2004, los Wolfowitz, Perle, Cheney, Kristol, Kagan... han campado por sus anchas alrededor de l...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La semana que viene George W. Bush será investido por segunda vez como presidente de EE UU. Cuando ganó las elecciones, declaró: "He ganado capital político y pienso gastarlo". No hay que dudar de ello visto lo visto en los últimos cuatro años. Es difícil encontrar ejemplos de presidentes norteamericanos que se hayan rodeado de tantos revolucionarios (contrarrevolucionarios) en sus equipos más directos. Ni siquiera Ronald Reagan, el precursor de la revolución conservadora.

Entre 2000 y 2004, los Wolfowitz, Perle, Cheney, Kristol, Kagan... han campado por sus anchas alrededor de la Casa Blanca y han instalado públicamente en la sociedad dos grandes cambios de profundidad global: una política exterior destinada a remodelar Oriente Próximo a imagen y semejanza de los intereses americanos y dominar el petróleo como arma estratégica, cuya representación más gráfica fue la invasión de Irak contra toda evidencia de que ese país poseía armas de destrucción masiva y era aliado de los terroristas de Bin Laden; y segundo, una política de defensa nacional, basada en el concepto de guerra preventiva, que ha orillado el derecho internacional y el papel del que se había dotado hasta ahora a la ONU como mediador de los conflictos bélicos.

Ambas correcciones, de carácter permanente, fueron vendidas a la opinión americana y mundial de forma abierta (aunque amparadas en formidables mentiras, utilizadas -esta vez sí- como armas políticas). Cuando los ciudadanos de EE UU votaron el pasado noviembre, contaban con esos datos para tomar su decisión. Nadie podía llamarse a engaño. Sin embargo, para esta segunda legislatura, el equipo de revolucionarios de Bush prepara otra vuelta de tuerca, esta vez en política interior, aunque sus consecuencias están fuera del radar de la opinión pública. Se trata de una modificación general del sistema de impuestos estadounidense con el objetivo de transformar el modo de funcionamiento de la economía lo que, de llevarse a cabo, significará una profunda transformación de la base sociológica de dicho país. Como veremos, en sentido regresivo y también con carácter permanente, de forma que tenga una casi imposible marcha atrás cuando otros inquilinos, de ideas diferentes a las de los neocons, lleguen a la Casa Blanca.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Esta contrarrevolución se llama neoeconomía y sustituye a la noción de nueva economía, desarrollada en la década de los noventa -el periodo con una expansión económica más larga en la historia contemporánea de EE UU- y que coincide básicamente con las dos legislaturas demócratas de Bill Clinton. La neoeconomía es un concepto acuñado por el profesor Daniel Altman, de la Universidad de Harvard, colaborador de publicaciones como The Economist o The New York Times. De los neocons a los neoeconomistas. Y de los ideólogos de la Iniciativa de Defensa Estratégica citados anteriormente, a los economistas como Martin Feldstein, R. Glenn Hubbard, Lawrence Lindsay, etcétera, todos los cuales aspiran a suceder a Alan Greenspan al frente de la Reserva Federal (Fed) para dominar un instrumento tan central como la política monetaria, para sus intereses ideológicos.

La definición técnica de la neoeconomía no puede ser dañina: se trata de expandir la economía aumentando el ahorro. Más ahorro debe llevar a más inversión, que a su vez genera un mayor crecimiento, un mayor empleo y, en definitiva, un mayor bienestar. ¿Quién puede estar en desacuerdo con estos tan nobles objetivos? Y sin embargo, detrás de los mismos está el más formidable ataque al consenso social implícito establecido en EE UU desde Franklin Delano Roosevelt. Además, esta política se basa en un problema real: los americanos no ahorran lo suficiente para invertir en nuevas tecnologías, nuevas fábricas, nuevos productos... y dependen del exterior.

Los primeros escarceos de la neoeconomía se dieron durante la primera legislatura Bush, cuando la principal política económica de los republicanos consistió en una rebaja de los impuestos sobre el ahorro, como base para recuperar una endeble economía. Se redujeron -por un tiempo determinado- los impuestos sobre la inversión y sobre el ahorro, como los de los dividendos, intereses, plusvalías, etcétera, en el entendido de que los ciudadanos que ahorran, los más ricos, son los que pueden invertir y sacar a la economía de su debilidad. Pero en realidad, la rebaja de estos impuestos no tenía como objeto el corto plazo, sino que preparaba el terreno para modificaciones permanentes. Escribe Altman en su libro Neoeconomía: "Los recortes fueron una ruta tan directa hacia el estímulo económico como un vuelo de Chicago a Miami que resultó hacer escala en Moscú".

La neoeconomía, a la que el equipo de Bush va a dedicar estos próximos cuatro años, tiene dos patas de igual radicalidad: la reforma fiscal y la privatización de parte de la Seguridad Social, como consecuencia ineluctable de la primera. Bush quiere hacer permanente la reducción de un determinado tipo de impuestos para "simplificar" el código tributario y crear "un sistema más sencillo, equitativo y favorable al crecimiento". ¿Cómo?: suprimiendo de modo definitivo los impuestos sobre el patrimonio, sucesiones, los dividendos, los intereses y las plusvalías, y sustituyéndolos por un impuesto nacional sobre las ventas (el consumo supone dos terceras partes del PIB americano) que afecte del mismo modo a cualquier ciudadano, tenga la renta que tenga. Sí, los ricos serán más ricos con el nuevo sistema, no cabe duda, pero será por el bien de todos; se trata de liberar incontables miles de millones de dólares, dicen los neoeconomistas, para inversión y desarrollo.

Lo que significa que la carga impositiva debe desplazarse desde los que ahorran e invierten a los que trabajan. Es decir, gravar menos la riqueza y más el trabajo, trasladar los impuestos de los inversores a los asalariados, de los ricos a la clase media. Dice Altman que la creciente minoría que percibe sus rentas de bonos y acciones, no de los salarios, no aportaría nada "a la investigación contra el cáncer, la diplomacia internacional, la disuasión militar, el mantenimiento del sistema de carreteras interestatales, el programa espacial o casi nada de todo lo demás que hace la Administración norteamericana". ¿Cómo se puede definir esta redistribución encubierta sobre la que apenas se ha discutido en la campaña electoral, sino contrarrevolución?

A partir de aquí sólo quedan dos caminos: si se recortan los impuestos de los más pudientes y se sigue incrementando (o manteniendo) el gasto público -comoha hecho hasta ahora Bush- la única forma de compensar la diferencia es subir los impuestos a todos los demás. O, segundo, reducir el gasto; como los gastos militares y de seguridad son intocables en la sociedad del miedo, sólo queda por ajustar la Seguridad Social puesto que el recorte de impuestos del presente no elimina las obligaciones futuras de la Administración Pública. Así se llega al segundo programa de la contrarrevolución de Bush: la privatización de las cuentas de la Seguridad Social. La secuencia es descrita con brillantez por Paul Krugman en El gran engaño: si se reducen los ingresos públicos se producen grandes déficit, lo que genera una presión para el recorte del gasto que inevitablemente afectará a los programas sociales que aman los demócratas y odian los republicanos. Los neoeconomistas ya tienen la fórmula mágica para hacerlo sin causar un terremoto: extender las cuentas de ahorro individuales libres de impuestos para fines varios (médico, educación, jubilación...), creando nuevos refugios para aquellos suficientemente ricos que puedan permitírselos. Si se consigue, la Seguridad Social creada tras la Gran Depresión, será privatizada en parte, se acabará con el contrato intergeneracional por el cual los jóvenes de hoy pagan las jubilaciones de los mayores de edad, que será sustituido por un gigantesco fondo de pensiones de capital privado, de cientos de miles de dólares, que podrá invertirse en Bolsa y que hará las delicias de la industria de servicios financieros y de Wall Street. Es lo que, en un nuevo alarde de imaginación semántica, los neoeconomistas han llamado la 'sociedad de la propiedad': ello convertirá al 100% de los ciudadanos en accionistas. ¿Quién puede quejarse? Estos días aparece un anuncio en los principales medios de comunicación americanos, en contra de esta privatización encubierta de la Seguridad Social, que dice: 'Ganadores y perdedores son términos del mercado de valores. ¿Quieres que se conviertan en términos de la jubilación?' Sigo con Altman. 'En la revolución de los neoeconomistas, la privatización de la Seguridad Social sería tan importante como llevar a Luis XIV a la guillotina'. Los neoeconomistas apuestan por revolucionar con carácter permanente la economía americana. Su política económica es radical por el tipo de recortes impositivos que quieren implantar, por el modelo de cambio sociológico que pretenden instituir y por los riesgos que plantea a EE UU como una sociedad de clase media, en el que las diferencias sociales crecen exponencialmente. Los neoeconomistas, que entonces no se llamaban así (eran sencillamente neoliberales), quedaron muy desacreditados durante la era Reagan, cuando los masivos recortes de impuestos debían incrementar los ingresos fiscales (la engañosa curva de Laffer) y el experimento terminó con un gigantesco déficit y endeudamiento que hubieron de domeñar las siguientes generaciones. Aguardaron en sus bases de invierno la larga etapa demócrata y ahora se han encontrado con el regalo de George W. Bush en la Casa Blanca, y se han pegado a él. Keynes era partidario de estudiar y resolver los problemas en el corto plazo: 'A largo plazo, todos muertos', decía. Pero las repercusiones de la revolución económica de Bush, si se lleva a cabo, se sentirán por muchos años.

Archivado En