Columna

La ley y el plan

La aprobación del denominado Plan Ibarretxe, en sede parlamentaria vasca, ha generado mucha inquietud en los partidos estatales, como si se encontraran ante un desafío inaceptable. Los polemistas también han puesto a funcionar la máquina bajo un argumento común: el de la legalidad. En su opinión, la defensa de la democracia pasa por la defensa de la legalidad y toda quiebra de la legalidad resulta una afrenta a la democracia. Sin duda la legalidad, o mejor, el mantenimiento de un concepto claro de legalidad, supone un elemento clave del ordenamiento democrático, pero temo que el modo en que se...

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La aprobación del denominado Plan Ibarretxe, en sede parlamentaria vasca, ha generado mucha inquietud en los partidos estatales, como si se encontraran ante un desafío inaceptable. Los polemistas también han puesto a funcionar la máquina bajo un argumento común: el de la legalidad. En su opinión, la defensa de la democracia pasa por la defensa de la legalidad y toda quiebra de la legalidad resulta una afrenta a la democracia. Sin duda la legalidad, o mejor, el mantenimiento de un concepto claro de legalidad, supone un elemento clave del ordenamiento democrático, pero temo que el modo en que se esgrime, como inmarcesible argumento antinacionalista, delata ante todo un estado carencial: la incapacidad de hacer frente al nacionalismo vasco desde mayorías electorales. Por supuesto, esto no se explicita, entre otras cosas porque supone, en última instancia, una humillación política: por escaso que sea el margen, los partidos estatales saben que en el País Vasco existe una mayoría con conciencia nacional vasca, y se ven obligados a olvidar esa evidencia, tan irritante no ya a sus intereses, sino a su corazoncito. El nacionalismo, todo nacionalismo al fin y al cabo, es una cuestión sentimental.

Entonces surge la legalidad como ámbito protector del argumento. Si los nacionalistas van contra la ley, hay que decirles no, un no sumario y con mayúsculas, un no sin explicación, ni justificación de ningún tipo. Pero esa es una utilización interesada de la legalidad. En un sistema democrático, la ley surge de la voluntad popular, siquiera sea de forma muy mediatizada, es decir, la ley surge del acuerdo entre fuerzas políticas. Presumir que la ley es inmune a la voluntad popular (o a la capacidad negociadora de los partidos), presumir que es inviolable, inmodificable y que la voluntad ciudadana no puede confrontarse con ella supone recurrir al argumento más reaccionario de la historia política. Realmente, no importa que la ley surja de la voluntad divina o de algún extrarradio mitológico si concluimos que una ideología reiteradamente respaldada por las urnas nada puede hacer para cambiarla. Es curioso, a este respecto, la desvergüenza con que airean conceptos como Estado de Derecho o democracia individuos cuyos comportamiento jurídico-constitucional no resulta muy distinto al de un inquisidor.

La incomodidad que representa una conciencia nacional vasca mayoritaria desencadena otros juegos perversos: personalizar en Ibarretxe toda la responsabilidad de su propuesta. Este recurso, más astuto, resulta también más vergonzoso. Obligados a olvidar la voluntad de una parte sustancial de la ciudadanía, escocidos ante la evidencia de que muchísimos vascos llevan generaciones declarándose vascos de nación, se deposita la responsabilidad de su aspiración política en un visionario, un loco o un irresponsable (son los adjetivos más suaves utilizados) para acomodar la realidad a una lógica predeterminada cuya comprensión, se dice, sólo escapa a los tarados. Huelga criticar esta estrategia, por su pobreza intelectual y porque delata la entidad moral de quien la practica.

Un Plan como el de Ibarretxe, de cuya legitimidad nadie puede dudar, sí podría ser contestado desde argumentos políticos. Y resulta curioso que la ceguera patriótica de muchos les impida insistir en el argumento mejor trabado en contra de tal propuesta: la necesidad de que en toda sociedad, grande o pequeña, el edificio político deba erigirse sobre amplísimas mayorías y en modo alguno sobre la ajustada preeminencia de un sector levemente mayoritario sobre el otro. Si algún flanco débil tiene la propuesta de nuevo estatuto es precisamente ése. Resulta dudoso que el respaldo de dicha propuesta alcance hoy a una abrumadora mayoría de la sociedad vasca. Ese es el verdadero argumento que deberían utilizar sus contradictores, porque ese es el único que resulta presentable. Claro que la consecuencia que de ello se deriva debería ser necesariamente admitida: ¿qué ocurriría el día en que tres o más de cada cuatro vascos respaldara un proyecto como el del lehendakari u otro semejante? La respuesta debería acorralar muchas conciencias.

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