Reportaje:ANÁLISIS

Después de Arafat

El obstáculo más obvio para que el pueblo palestino alcance su gran reivindicación nacional, la fundación de un Estado independiente, ha sido siempre Israel; pero otro, no por difuso menos notable, ha sido el propio mundo árabe. Las clases políticas dominantes en el Machrek -Oriente- jamás han visto con entusiasmo la creación de una nueva entidad política soberana, llamada Palestina, que, además, corriera el riesgo de ser democrática. Y hoy, con la desaparición del fundador del hecho mitológico palestino, Yasir Arafat, ello es tan cierto como hace medio siglo, cuando cabe argumentar que...

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El obstáculo más obvio para que el pueblo palestino alcance su gran reivindicación nacional, la fundación de un Estado independiente, ha sido siempre Israel; pero otro, no por difuso menos notable, ha sido el propio mundo árabe. Las clases políticas dominantes en el Machrek -Oriente- jamás han visto con entusiasmo la creación de una nueva entidad política soberana, llamada Palestina, que, además, corriera el riesgo de ser democrática. Y hoy, con la desaparición del fundador del hecho mitológico palestino, Yasir Arafat, ello es tan cierto como hace medio siglo, cuando cabe argumentar que nació la reivindicación nacional del pueblo refugiado y guerrillero.

En el tránsito del 14 al 15 de mayo de 1948, el líder sionista David Ben Gurion leía la proclama fundadora del Estado de Israel. Las hostilidades entre judíos y población autóctona habían estallado meses antes, tras el anuncio del plan de la ONU para la partición de Palestina, pero a la guerrilla sólo se sumaban los ejércitos de los Estados árabes limítrofes cuando se producía el anuncio israelí. Ninguno, sin embargo, de los contendientes quería el Estado palestino.

Yasir Arafat no sufría, sino muy al contrario, por la falta de democracia, pero no por ello fue menos elegido en unas verdaderas elecciones
Pasividad y palabreo han sido las constantes del conflicto, porque la opinión pública árabe obligaba a sus líderes a proclamar la palestinidad esencial de sus sentimientos
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Egipto, Transjordania, Siria y, en la medida de sus modestas posibilidades, Líbano, invadían el territorio del mandato británico, que ese día expiraba, para asegurarse el control del territorio más extenso posible, o, mejor, para negar a los demás ese acceso. Irak, que también participaba en la rebatiña, lo hacía, en cambio, desde una cierta subordinación a los intereses de Amman, basada en la solidaridad hachemí de sus familias reinantes.

La derrota

Sólo cuando la guerra acabó en catástrofe -la nakba árabe- con la derrota de todos los invasores, se le ocurrió al rey Faruk de Egipto inventarse un Gobierno provisional palestino en la franja de Gaza, que milagrosamente retenían sus tropas, dirigido por Amin al Huseini, el antiguo gran muftí de Jerusalén. Así quedaba claro el carácter totalmente subsidiario que la creación de Palestina podía tener para el mundo árabe.

De igual forma, los 700.000 u 800.000 refugiados originados por el conflicto tuvieron que ser alojados en zonas fronterizas de los países limítrofes, en campos miserables a cargo de la ONU, que creó en 1949-1950 una nueva agencia al efecto. Esa población, para la que los campos se han convertido hoy en gigantescas ciudades de latas, en algunos casos de cientos de miles de habitantes, se cifra ya en cerca de cuatro millones de desplazados. Y, salvo Jordania, que ha concedido la nacionalidad a los instalados en su suelo, el resto de países árabes ha mantenido desde entonces en sus alojamientos de nula fortuna a los refugiados, para que constituyeran un reclamo permanente contra el Estado judío, del que gran parte se había visto obligada a huir. El palestino era spot de publicidad política, antes que persona.

La creación de la OLP, la organización llamada a representar al pueblo palestino, en 1964, no fue sino un expediente del presidente egipcio Abdel Nasser. El Irak nuevamente revolucionario, que había derrocado a la monarquía en julio de 1958, tonteaba con la idea de crear un Gobierno palestino en el exilio, y al presidente egipcio no podía convenirle perder la mano. Esa OLP existía para que no ocupara su lugar otra organización que pudiera tomarse en serio el hecho palestino, como competidor de las formaciones estatales árabes. Y sólo la guerra de 1967, con una catástrofe de proporciones ya incalculables -la derrota en seis días de Egipto, Siria y Jordania por el nuevo Israel de los militares-, podría hacer de la OLP un agente político independiente. Yasir Arafat fue el autor.

Esa organización, en razón de su mismo éxito popular, tenía marcado un rumbo de colisión con el Estado que desde 1950 se llamaba Jordania. Ambas partes coincidían, en realidad, en su apreciación de lo nacional, si bien cada una con acento muy diferente. El rey Hussein entendía, sobre todo desde que en la guerra de 1948 Amman se hubiera anexionado, con permiso de Israel, la Cisjordania, que los palestinos formaban parte de su nación, y la OLP de Arafat, que era Jordania la que pertenecía a su mundo. Ese mal encuentro de voluntades de ecumenismo incompatible estalló en septiembre de 1970 con la masacre y expulsión de la guerrilla del país jordano, y su precaria recolocación en Líbano, donde faltaba materia prima nacional para oponérsele. Es probable que en los conflictos de Jordania y Líbano, en este país sobre todo de mano siria, hayan muerto más palestinos que en todos los enfrentamientos terroristas o militares con Israel. Ha sido la revancha geopolítica del Estado contra el movimiento.

Cuando Siria y Egipto desencadenaron la guerra de octubre de 1973, tanto lo hicieron para recuperar el territorio perdido en 1967, como para devolver el protagonismo político internacional a los Estados sobre los movimientos. Y en esa vena, el presidente egipcio Anuar el Sadat negociaba con Israel, a finales de los setenta, en nombre de los palestinos, sin preguntarles a éstos qué opinaban. Jerusalén, por su parte, gobernada por el ultra Menajem Beguin, reforzaba el ninguneo de la OLP accediendo tan sólo a tratar lo bilateral con Sadat de forma que Israel abandonara el Sinaí en el periodo 1979-1982 a cambio de un tratado de paz que retiraba a Egipto del frente contra el Estado sionista. Arafat sabía que ya no cabía pensar en medirse militarmente con Israel. Sólo podía quedar la política.

En junio de 1982, Israel invadía el Líbano con el propósito público de liquidar a la OLP, y aunque obtenía el éxito militar previsible, fueron las dos superpotencias quienes impidieron el descabello. Arafat era evacuado con 12.000 guerrilleros perdiendo sus bases en el país, sin que los Estados árabes mostraran mayor desasosiego, apenas alterado por fuertes descargas retóricas, ante las bajísimas horas de la organización palestina.

Indiferencia

Pasividad y palabreo han sido la constante del conflicto, porque la opinión pública del mundo árabe obligaba a sus líderes a proclamar la palestinidad esencial de sus sentimientos, unida a la imposibilidad galopante de mover un dedo. Y así seguiría siendo ante una primera y segunda Intifada y con el permanente chorreo más que goteo de colonos en Cisjordania y Jerusalén Este, que vulneran varias convenciones de Ginebra y un largo etcétera de resoluciones de la ONU.

La decrepitud de la autonomía palestina, deplorada en lo humano -¿por qué no?- por Mubarak, Asad, Abdalá y hasta en su día Sadam Husein, sirve a los intereses geoestratégicos de los Estados vecinos, y en especial de Egipto, la potencia regional siempre aspirante a una hegemonía que nunca alcanza. Un Estado palestino, y peor aún si fuera democrático, es lo que no quieren los árabes adyacentes por temor al revulsivo, al pluralismo al que, con todas las dificultades y teniendo que sobrevivir entre ruinas, está más acostumbrado el pueblo palestino que cualquiera de las sociedades árabes limítrofes. Arafat no sufría, sino muy al contrario, por la falta de democracia, pero no por ello fue menos elegido en unas verdaderas elecciones y no hay por qué dudar de que su sucesión se haga con las aportaciones necesarias de luz y taquígrafos como para inquietar a algunos.

Pero el mayor aliado de esos Estados árabes es el Israel del primer ministro Ariel Sharon. Su negativa a negociar, mil veces expresada en declaraciones muy poco afeitadas, nada que no sea la virtual rendición del pueblo palestino, al que ofrece retales de país con los poderes de un municipio en bancarrota, es la mejor garantía de que nunca habrá un Estado árabe en Cisjordania dotado de auténtica soberanía.

Y pese a tanto enemigo, o supuesto amigo con designios no confesados, el movimiento palestino, hoy huérfano de su inventor, Yasir Arafat, no parece, sin embargo, en trance de desaparecer. Eppur si muove.

Arafat, en una reunión de la Liga Árabe en El Cairo celebrada en octubre de 2000.REUTERS

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