Editorial:

Oportunista Bush

El presidente Bush ha reaccionado con instinto electoral al decidir, en línea con las recomendaciones de la comisión del Congreso sobre el 11-S, crear el puesto de director de Inteligencia de EE UU, aunque tras su anuncio del lunes, en la estela de renovadas y aparatosas alertas antiterroristas, distan de estar claras las competencias que tendrá el nuevo cargo y su poder real. La mayor precisión aportada es que trabajará fuera de la Casa Blanca, teóricamente para no ser sujeto de indeseables influencias políticas.

Bush comparte la recomendación parlamentaria para que el control de los s...

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El presidente Bush ha reaccionado con instinto electoral al decidir, en línea con las recomendaciones de la comisión del Congreso sobre el 11-S, crear el puesto de director de Inteligencia de EE UU, aunque tras su anuncio del lunes, en la estela de renovadas y aparatosas alertas antiterroristas, distan de estar claras las competencias que tendrá el nuevo cargo y su poder real. La mayor precisión aportada es que trabajará fuera de la Casa Blanca, teóricamente para no ser sujeto de indeseables influencias políticas.

Bush comparte la recomendación parlamentaria para que el control de los servicios de inteligencia se concentre en un comité por Cámara, en lugar de los múltiples actuales, y propone un puesto nuevo para coordinar la información sobre armas de destrucción masiva. Pero la más importante petición del Congreso, un jefe de espionaje en el círculo político íntimo del presidente y con plenos poderes para manejar la docena larga de organismos que ahora se dedican a ello, no parece estar en el horizonte inmediato de la Casa Blanca. Las escasas pistas dadas por el entorno presidencial sugieren que el nuevo cargo, que sería confirmado por el Senado presumiblemente después de las elecciones, no tendrá poderes sobre el personal o el presupuesto de los más importantes organismos de espionaje, entre ellos los del Pentágono o el Departamento de Justicia.

La proximidad de las elecciones al cargo más importante del planeta contamina inevitablemente las decisiones políiticas. Y en el ámbito de la seguridad nacional, crítico para los electores en estos tiempos de acusada incertidumbre, Bush sabe que por el momento su credibilidad, aunque menguada, está por delante de la de John F. Kerry, que se apresuró a prometer que pondrá inmediatamente en marcha todas las recomendaciones del Congreso. A destacados demócratas les ha faltado tiempo para apuntar que el presidente está manipulando las amenazas terroristas con fines electorales. The New York Times abundaba ayer en este escepticismo al informar que los datos que han conducido al elevado nivel de alerta actual en algunas grandes ciudades tienen años de antigüedad, un dato que el propio secretario de Seguridad Interior, Tom Ridge, no tuvo más remedio que aceptar tras la revelación periodística. La decisión de celebrar la convención republicana en Nueva York, pocos días antes del tercer aniversario del 11-S, no es en absoluto ajena a la capitalización electoral de las emociones ciudadanas.

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Pero aun si la fiabilidad de las informaciones en el origen de las alertas antiterroristas es dudosa, ningún dirigente estadounidense de buena fe correría el riesgo de menospreciarlas. A la postre, es poco probable que los electores pasen factura a Bush por un exceso de celo en este terreno.

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