Reportaje:

Una sociedad de peso

Tere Climent no sabe muy bien cuándo cruzó la temida frontera. Pero todas las alarmas sonaron cuando sufrió una angina de pecho. "Pesaba 90 kilos, se me habían disparado los triglicéridos y el colesterol lo tenía altísimo", recuerda hoy, convertida a su pesar, a los 49 años, en una experta en la terminología de sobrepeso y obesidad. Con grandes dosis de voluntad y un buen consejo médico ha recuperado la salud y está en vías de recuperar la línea. "Ahora uso las tallas 46 o 48; a veces la 44, dependiendo de los fabricantes. Me encuentro mejor, más guapa, más feliz". Climent, que trabaja como re...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Tere Climent no sabe muy bien cuándo cruzó la temida frontera. Pero todas las alarmas sonaron cuando sufrió una angina de pecho. "Pesaba 90 kilos, se me habían disparado los triglicéridos y el colesterol lo tenía altísimo", recuerda hoy, convertida a su pesar, a los 49 años, en una experta en la terminología de sobrepeso y obesidad. Con grandes dosis de voluntad y un buen consejo médico ha recuperado la salud y está en vías de recuperar la línea. "Ahora uso las tallas 46 o 48; a veces la 44, dependiendo de los fabricantes. Me encuentro mejor, más guapa, más feliz". Climent, que trabaja como recepcionista en unos grandes laboratorios, en Barcelona, practicó durante años la clase de vida sedentaria que es común a buena parte de la población española: largos recorridos en coche hasta el trabajo, ningún ejercicio físico y una alimentación excesivamente rica.

"Algo pasa, efectivamente, con la alimentación, porque en el mundo entero la gente está aumentando de peso", reconoce Aniceto Charro, catedrático de Endocrinología

Una combinación peligrosa que, al menor descuido, se refleja en la báscula. Los comienzos suelen ser casi siempre los mismos. Un día se detectan con alarma dos o tres kilos de más, y se pasa de inmediato al ataque. Hay quien se apunta a un gimnasio, quien opta por el footing y quien se contenta con dejar el coche en el garaje y recurrir al transporte público. Pero pocos duran en el empeño, y el peso sigue aumentando hasta los seis o siete kilos de más, provocando en el sujeto una reacción de pánico que le lleva a recurrir a una estricta dieta; a veces efectiva, pero casi siempre efímera. Poco a poco se va entrando en una guerra de posiciones con avances y retrocesos, hasta que un día, inadvertidamente, la báscula señala, obstinada, 10 o 15 kilos de más. Un lastre difícilmente desechable, que los expertos han estigmatizado ya llamándolo sobrepeso. Es el nuevo enemigo de nuestra sociedad, que condena la gordura sin paliativos. Un enemigo irónico si se piensa que en este mundo todavía 840 millones de personas pasan hambre.

Según la última Encuesta Nacional de Salud (fechada en 2001), el 36% de los españoles (44% de los hombres y 28% de las mujeres) presenta sobrepeso, a lo que hay que añadir un 13% más, atrapado ya en las redes de la obesidad. Y los datos son incuestionablemente a la baja, porque las estadísticas se confeccionan con los pesos y medidas que cada encuestado aporta, y los kilos, como los años, cuanto más aumentan son más inconfesables. Los especialistas se han puesto de acuerdo en una fórmula internacional para medir este exceso, el llamado índice de masa corporal (IMC). Cuando este índice (el peso dividido por la altura al cuadrado) es superior a 25 nos enfrentamos a un sobrepeso moderado, mientras que el que llega a 29 roza la frontera de la obesidad, que se franquea a partir de un índice 30. Datos de la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (SEEDO) elevan el porcentaje de gordos potenciales (sobrepeso moderado y alto) al 40% de la población adulta, lo que (sumado a los obesos) coloca por encima del peso normal a más de la mitad de la población.

320 millones de obesos

Puede que sea el precio a pagar por una vida sin sobresaltos, caracterizada por la abundancia y la facilidad de acceso a los alimentos, pero lo que alarma a la clase médica es que esta tendencia no deja de aumentar. En estos momentos, en el mundo hay 320 millones de obesos, que es tanto como decir 320 millones de personas con notables problemas de salud que van desde la hipertensión hasta las dificultades respiratorias, pasando por la artrosis y terminando incluso en el cáncer. Sólo en España, el coste de atender a este sector de la población es de 2.000 millones de euros, de ahí la presión sobre los que gravitan en torno a esa zona de riesgo.

"Algo pasa, efectivamente, con la alimentación, porque en el mundo entero la gente está aumentando de peso", reconoce Aniceto Charro, catedrático de Endocrinología y jefe de este servicio médico en el hospital Clínico de Madrid. No hay rincón del planeta libre de esta plaga. "El 20% de los adolescentes gallegos está gordo, y en Dinamarca se han triplicado los casos de sobrepeso. Incluso en China, los gordos se han triplicado en la última década", dice.

El fenómeno se explica en parte, según la mayoría de los especialistas, por la conjunción de dos poderosos factores, dos revoluciones casi paralelas: el desarrollo tecnológico, que ha puesto en nuestras manos instrumentos que hacen la vida más fácil y evitan el desgaste de energía, y la revolución alimentaria que se inició en la segunda mitad del siglo pasado, que nos ha obsequiado con montañas de alimentos hipercalóricos. La irrupción de la comida preparada, de los aperitivos confeccionados con sustancias adictivas, ha puesto patas arriba el sistema tradicional. "La densidad energética de estos alimentos preparados, o de los que llamamos fast food, es mucho mayor que la de los alimentos tradicionales", dice Javier Aranceta, secretario general de la Sociedad Española de Nutrición Comunitaria. Hay quien lo ha demostrado en su propia carne. Morgan Spurlock, un cineasta norteamericano, se tomó la molestia de filmar los estragos que iba produciendo en su línea una dieta exclusiva de hamburguesas. Spurlock se pasó 30 días alimentándose exclusivamente en McDonald's. El resultado fue un aumento de peso de 11,3 kilos.

En España, las cosas parecen aún controlables, según Montserrat Barbany, miembro de SEEDO. Esta doctora, partidaria de lanzar siempre mensajes positivos a la gente, cree que el problema debe ser encarado por los poderes públicos y la comunidad médica desde el principio, es decir, empezando por la escuela. Los hábitos de alimentación se forman en la infancia, y en la sociedad actual los comedores escolares comparten con la mesa familiar la responsabilidad de enseñar a comer a las nuevas generaciones. Pero además, insiste Barbany, "la prevención debe empezar en la fase de sobrepeso" si no queremos naufragar en este turbulento mar. La alarma, todo hay que decirlo, no se basa en estudios recientes sobre la evolución de este problema en España. Los que existen son de las décadas de los ochenta y de los noventa, pero detectan un aumento de la curva de peso en la población. Lo mismo que el único estudio reciente, hecho en Cataluña, donde la obesidad ha saltado del 11% al 17%.

¿Es posible poner coto a este fenómeno antes de que se convierta en una obsesión nacional, como ha ocurrido en otros países líderes en la batalla contra las grasas de más? Y sobre todo, ¿cómo hacerlo cuando la sociedad rinde culto a la comida, y no hay fiesta ni celebración, por modesta que sea, que no gire en torno a una bien servida mesa? "Es normal que la comida sea importante y tenga un componente de placer. No hay que olvidar que la comida y la bebida forman parte de la cultura, pero sin exagerar. Hay que mantenerse en un saludable término medio", añade Barbany.

Este saludable término medio es muchas veces un sueño imposible, porque el amor a la buena mesa puede convertirse en una tentación demasiado fuerte. Es el caso de Esteban (nombre supuesto bajo el que se oculta una persona que prefiere mantener el anonimato), cuya profesión, experto en gastronomía, le mantiene además siempre al borde del precipicio. "Disfruto con mi trabajo, disfruto con la comida y con la bebida, y no hago prácticamente ejercicio", reconoce. "Como cinco días a la semana en un restaurante y me considero un gourmet, me gustan las delicatessen. La carne tiene que ser buena, de vacuno mayor, pero que no haya estado más de 16 o 20 días en cámara, y si como garbanzos, procuro que sean de picopardal (una variedad de Astorga). Claro, en estas comidas suele caer siempre una botella de vino, y todo eso engorda".

15 kilos en una década

Esteban, que ha entrado en la cincuentena, recuerda que hace una década era "más bien delgadillo", pero poco a poco los kilos empezaron a acumularse en torno a su cintura, a ensancharle el cuello, y cuando se quiso dar cuenta había pasado de los 75 kilos de siempre a los 90 kilos actuales. Según el IMC, Esteban, con su 1,76 de estatura, ha sobrepasado ligeramente la barrera del peso normal camino del sobrepeso; pero su caso es recuperable, sobre todo porque él mismo está de acuerdo en que algo no va. "Nunca me ha importado demasiado la imagen, pero ahora sólo me puedo abrochar algunas camisas y la corbata me molesta. En los últimos tres años estoy en una línea ascendente, y aunque físicamente no me encuentro mal, veo que pierdo agilidad, me fatigo un poco al subir escaleras, me falta la respiración". Un día, un experto dietético le propuso una dieta -"disparatada", asegura-, pero la idea de hacer algo no deja de rondarle la cabeza. "Siempre me hago el mismo propósito de la enmienda: ir andando al despacho, que está a una hora de distancia de mi casa; montar en bici el fin de semana, y sobre todo beber menos... Lo malo es que se necesita mucha fuerza de voluntad. Yo soy inquieto, nervioso, pero me dicen que eso no te hace perder calorías".

El caso de Esteban podría parecer excepcional, porque, como él asegura humorísticamente, la suya es "una enfermedad profesional", y pocas personas tienen la peligrosa fortuna de comer gratis en los restaurantes de lujo; pero son muchos los ejecutivos o profesionales medios que mantienen hábitos de vida semejantes. Desayunos extraligeros -"sólo tomo un té con leche al levantarme", dice Esteban-; comidas largas y copiosas, regadas con abundante bebida, y ejercicio prácticamente nulo. En este proceso de ganar peso intervienen otras variables, por desgracia no del todo conocidas. Eso explica que haya una gran masa de la población que controla su peso sin problemas. "Pero esa aguja neuroendocrina no le funciona a otro elevado porcentaje de individuos", reconoce Aniceto Charro. "De tal forma que, casi sin darse cuenta, van acumulando kilos. Los médicos sabemos que se pueden perder 10 kilos, pero perder 30 es prácticamente imposible". En esta fase final, el peso va sepultando poco a poco al individuo, que busca a la desesperada dietas milagrosas y acaba siendo, muchas veces, víctima de la publicidad engañosa. De los mil y un productos adelgazantes que se ofrecen en el mercado, hasta la fecha sólo dos han recibido la autorización de Sanidad: Reductil, del laboratorio Abbott, y Xenical, de Roche, este último habitual colaborador en campañas de lucha contra el sobrepeso.

Xenical ha sido clave para Tere Climent, combinado con una nueva cultura alimenticia y un poco de deporte. "Bueno, llamarlo deporte es demasiado. Lo que hago es recorrer a pie la distancia entre mi casa en Cabrils y la estación de Vilassar, donde cojo el tren que me lleva al trabajo". En total, seis kilómetros diarios (tres de ida y tres de vuelta), que constituyen un excelente modo de quemar energías. "También he aprendido a comer. Mi nevera no ha cambiado, pero he dejado de ponerme pan con sobrasada, como hacía antes, o de tomar nata, y he reducido mucho las grasas". Climent está orgullosa de haber abandonado la talla 52. "Antes, ir de compras era una tortura. Sobre todo cuando me tropezaba con una de esas dependientas que antes de abrir la boca te sueltan: 'De su talla no tenemos ropa". Una frase, capaz de arruinarle el día, que ya no ha vuelto a oír.

También se ha despedido de la talla extralarga F. M., una mujer de 42 años con un largo historial de sobrepeso. Su experiencia es común a la de millones de personas. "Perder kilos es fácil, pero enseguida tienes lo que llamamos el efecto yoyó: adelgazar y engordar otra vez. Así llegué a los 160 kilos", dice. Después del habitual recorrido por endocrinos y demás especialistas, sopesó la posibilidad de hacerse una operación de estómago. "Me aconsejaron que me informara bien, y buscando datos en Internet tropecé con la asociación Comedores Compulsivos Anónimos (CCA), que ha sido mi salvación". Desde marzo del año pasado, F. M. -que, fiel a los principios de la asociación, quiere mantener el anonimato- asegura haber perdido 68 kilos. "Es que la comida es una droga, y los médicos te ayudan a rebajar peso, pero no a vivir la vida sin drogas", dice esta elegante señora que llegó a España hace casi once años y decidió establecerse en Madrid, en parte fascinada por la cocina nacional. F. M. asegura haber encontrado un apoyo inestimable en la asociación, que aplica los mismos procedimientos de recuperación que Alcohólicos Anónimos. "Nos ayudamos todos; aplicamos el principio de abstinencia, que consiste en tomar tres comidas al día, moderadas". Quizá uno de los secretos de CCA sea que se vive al día, sin plantear la abstinencia como un necesario futuro para siempre ni mencionar la palabra dieta. Un término a desterrar, dice Montse Barbany, "porque evoca temporalidad, sacrificio y prohibición, y son cosas que nadie está dispuesto a afrontar toda la vida. Se debe hablar de alimentación equilibrada".

Puede que fuera ése el fallo en el programa de adelgazamiento que inició Ricardo Ortega, médico de familia en un centro de salud de Toledo, con 22 pacientes. La mayoría había llegado a la consulta con problemas respiratorios o de artrosis ligados al sobrepeso. Pero, dice Ortega, "los resultados han sido bastante desalentadores, y en estos momentos, después de tres años, me parece que sólo quedan seis pacientes en el grupo".

Más listo que las dietas

El inicio era estimulante, pero luego la dieta dejó de hacer efecto, "porque el organismo tiene mecanismos de neutralización y termina metabolizando todo". Su sospecha es que, lejos de la mirada del médico, los pacientes se saltaban los ejercicios, sin renunciar a una sola caloría. Y sin embargo, "cada vez se necesita menos combustible para vivir", dice este médico de manera muy gráfica. "Fíjese que hasta los coches tienen ya dirección asistida y el volante gira con un dedo, y ya no se necesita esfuerzo ni para bajar la ventanilla. Todo contribuye a facilitar la vida. Hace 20 años, la gente caminaba. Yo recuerdo en mi infancia las colas de gente que subían al centro para ver las procesiones del Corpus Christi. Ahora se forman atascos porque todos suben en coche las cuestas de Toledo". La doctora Barbany coincide en que "uno de los grandes problemas es que nos hemos vuelto completamente sedentarios; ni siquiera los niños juegan en la calle: se sientan ante la videoconsola". El apetito, en cambio, se mantiene.

Puede que algo de culpa tengan los genes heredados de nuestros ancestros. Esos genes "ahorradores", como los define el doctor Aranceta, determinaban la supervivencia de la especie porque el que carecía de esta capacidad estaba condenado a perecer al menor contratiempo, y los contratiempos solían ser grandes. Pero ese mecanismo de supervivencia resulta hoy una pesada carga, a la luz de los desequilibrios que ha introducido la evolución.

"En la sociedad actual se ha roto ese equilibrio, el gasto energético se ha reducido entre un 20% y un 25%", dice Aranceta. Y si el hombre de Cromagnon hubiera tenido la más leve intuición de todas las maravillas que esperaban a sus descendientes, desde la calefacción hasta el aire acondicionado, desde el ascensor hasta el automóvil, habría declarado la guerra a esos genes insaciables.

Un viajero con sobrepeso apenas puede apretarse el cinturón de seguridad en un avión.CORBIS
Una viandante pasea por una calle de Washington DC.AP

Archivado En