Entrevista:EXTRACTO DEL DISCURSO DEL ENSAYISTA E HISTORIADOR | ENTREGA DE LOS PREMIOS ORTEGA Y GASSET

"Sean libres, creativos, honestos"

En los últimos días de febrero de 1848 reinaba en París un intenso ambiente revolucionario, aquel ambiente tan maravillosamente descrito por Flaubert en La educación sentimental. Uno de los muchos banquetes convocados en aquel invierno fue prohibido por el Gobierno del rey Luis Felipe de Orleáns, sabedor de que su inevitable final serían brindis coronados por vivas a la república. Dos órganos de prensa, Le National y La Réforme, liberal el primero y democrático con ribetes socializantes el segundo, convocaron una manifestación de protesta. Pese a que ésta también fue prohi...

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En los últimos días de febrero de 1848 reinaba en París un intenso ambiente revolucionario, aquel ambiente tan maravillosamente descrito por Flaubert en La educación sentimental. Uno de los muchos banquetes convocados en aquel invierno fue prohibido por el Gobierno del rey Luis Felipe de Orleáns, sabedor de que su inevitable final serían brindis coronados por vivas a la república. Dos órganos de prensa, Le National y La Réforme, liberal el primero y democrático con ribetes socializantes el segundo, convocaron una manifestación de protesta. Pese a que ésta también fue prohibida, en la plaza de la Concordia se concentraron numerosos grupos de gente -lo que entonces se llamaba "el pueblo", palabra que la izquierda romántica empezaba a pronunciar con unción sacra-. En los barrios populares de Saint Martin y Saint Denis comenzaron a erigirse barricadas, y sobre algunas de ellas aparecieron banderas rojas. Pese a recibir la orden de desmantelarlas, la Guardia Nacional se negó a hacerlo, y el oeste de París quedó en manos de los revolucionarios. En un movimiento desesperado, Luis Felipe, el rey burgués, destituyó a su primer ministro, François Guizot, reputado como historiador pero desacreditado como político, y prometió un nuevo gobierno, de orientación reformista. Era demasiado tarde. La fiebre revolucionaria crecía de manera incontenible y en pocas horas París entero era una barricada. El palacio real fue asaltado, sin que la guardia nacional impidiese la entrada de los rebeldes, y Luis Felipe huyó de Francia, tras abdicar en su hijo, el conde de París. Tampoco bastaron ya esas concesiones. La multitud exigía la proclamación de la república. ¿Cómo iba a resolverse el vacío de poder? ¿Quién iba a nombrar un gobierno provisional? ¿De dónde iba a salir la lista de los componentes de un nuevo poder revolucionario aceptable para los insurgentes? Y aquí viene la sorpresa para un observador actual.

Nadie puede negar que el conocimiento público de algo que ha ocurrido orienta sus consecuencias
La pluralidad ideológica es un bien que debe ser perseguido por todos los medios
La prensa tiene que ser consciente de su papel como pilar de un régimen de libertades
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Para admiración nuestra, los revolucionarios se dirigieron a las redacciones de los dos diarios que habían caldeado el ambiente y convocado la protesta, y encargaron a los periodistas que designaran los nombres de los ministros. Así se hizo, tras un tira y afloja entre los dos periódicos, puesto que representaban tendencias diferentes. Tras acordar al fin una lista única, quedó compuesto el gobierno y proclamada la República, la segunda en Francia tras la del 92. (...)

El acontecimiento que les he narrado no es (...) una mera anécdota. Y creo adecuado recordarlo aquí porque nos dice mucho sobre el poder de la prensa, y de los intelectuales (en especial, literatos y periodistas), en el momento álgido de la revolución liberal. (...)

Al comienzo de lo que llamamos Edad Contemporánea -nombre que quizás deberíamos ir pensando en cambiar, porque considerar contemporáneo nuestro a Fernando VII empieza a ser francamente inadecuado, aparte de desagradable-, la imagen que los intelectuales se construyeron sobre sí mismos fue realmente grandiosa. Ante hechos como el que les he narrado es imposible evitar preguntarse qué pasó, por qué aquellos entusiasmos, por qué aquel papel sacerdotal de los que hoy llamaríamos líderes de opinión en el alumbramiento de una nueva sociedad que en principio iba a ser laica. Habría que preguntarse también qué ha cambiado desde entonces y, por último, si de todo aquello queda algo en la sociedad actual. (...)

(...) El derrumbamiento revolucionario de las estructuras jerárquicas, privilegiadas y autoritarias del Antiguo Régimen, interpretado como el último peldaño de la escala que conducía a la felicidad universal, se atribuyó a la tarea de zapa realizada por los ilustrados a lo largo del siglo anterior. La "función crítica" del intelectual ganó así un prestigio hasta entonces desconocido. En un mundo aparentemente secularizado y desencantado, el mito de la revolución hizo posible la supervivencia encubierta de la promesa milenaria de una redención mágica y colectiva. La política adquirió un contenido no sólo ético, sino trascendental, redentor, transmutador de la realidad. ¿Puede acaso imaginarse una responsabilidad más alta que la de planear la felicidad humana, la de dirigir la historia en el momento en que se aproximaba a su culminación feliz? (...)

Si comprendemos la importancia de estas funciones asumidas por los intelectuales modernos, no nos extrañará tanto que tuvieran tales pretensiones políticas, tanta aspiración a influir sobre el poder, cuando no a ejercerlo directamente. Como artistas o científicos, eran los creadores y manipuladores litúrgicos de la cultura nacional; como maestros, la expandían y socializaban en ella a las nuevas generaciones; como ideólogos, legitimaban al nuevo Estado democrático; como funcionarios o profesionales, comunicaban los mundos rurales hasta entonces aislados y dispersos con los centros del poder urbano; como periodistas, ofrecían los hechos cotidianos y los interpretaban en un marco explicativo que orientaba de antemano sus consecuencias... (...)

Hoy, esos tiempos han terminado. A nadie se le ocurriría en los momentos actuales delegar en un grupo de periodistas la designación del gobierno. A nadie, quiero creer, menos a algún periodista excesivamente imbuido de su propia importancia (porque supongo que no es sólo en la universidad donde hay gente totalmente desconectada de la realidad). Han terminado esos tiempos, porque ya no vivimos en una sociedad con verdades oficiales, con dogmas o creencias sobre los que se asiente la legitimidad del poder, y por tanto necesitada de sacerdotes que los expliquen y rindan culto. (...)

No creo, por tanto, que sea un sermón, una exhortación ideológica o moral la que deba dirigirse hoy a la prensa. El periodismo no tiene que ver con la predicación. Han dejado de tener sentido las exigencias de conformación con ciertos dogmas sociales, como han dejado de tenerlo, en el extremo opuesto, los llamamientos al "compromiso intelectual", al necesario "sentido crítico". Tampoco lo tienen, en mi opinión, los llamamientos a la "objetividad". Aunque nunca deban manipular intencionadamente los datos, ni éstos ni el lenguaje con que se expresa la prensa son objetivos o científicos, en el sentido académico del término. Los científicos, los académicos, somos necesarios a la sociedad. Pero también lo son ustedes, los periodistas, y de ustedes aprendemos nosotros mucho, por su creatividad, por su constante expresión de opiniones, frecuentemente contradictorias y siempre perecederas. De ahí que, si hay que exhortarles a algo, es a que sean libres, creativos, honestos, a que expresen su opinión sin ataduras, sin lealtades, sin respetos. La prensa no sólo tiene que ser libre para alcanzar calidad, sino que debe ser consciente de la enorme importancia de su papel como pilar básico de un régimen de libertades.

Por eso, la prensa es una de las fuentes preferidas de los historiadores contemporaneístas, como yo mismo; pero no como fuente fidedigna de datos, sino como expresión de estados de opinión. Más que testigos o notarios de los acontecimientos históricos, los periodistas son actores, intervienen en los mismos. Para empezar, porque el hecho mismo de informar influye sobre la marcha de los acontecimientos. Nadie puede negar que el conocimiento público de algo que ha ocurrido, aparte de la forma en que se ofrezca la información, orienta sus consecuencias, cambia las perspectivas de su evolución futura. Hoy se otorga aquí un premio a Sergio Pérez Sanz por una foto tomada hace un año en las islas Azores. ¿Quién dudará de que aquella foto influyó en el curso posterior de los acontecimientos, seguramente en el vuelco electoral de hace dos meses? ¿No es imaginable igualmente que las fotos aparecidas hace sólo cuatro o cinco días sobre las torturas en Irak influyan sobre las elecciones norteamericanas del próximo noviembre? Las fotos, las noticias, no sólo dan testimonio de unos hechos, sino que modifican actitudes y provocan reacciones. Es lo que ha intentado Bru Rovira, alejándose de los caminos trillados por una información fácil, que se centra en los temas conocidos o esperados y olvida muchos otros; sólo sacándolos a la luz existirán esos hechos, serán realidad, y podremos hacer algo en relación con ellos.

Además de influir sobre los acontecimientos por el mero hecho de informar, la prensa orienta la percepción de la realidad en determinados sentidos y, por tanto, también moldea la realidad al crear opinión. El ser humano no puede interpretar el mundo en que vive sino a través de prismas culturales, y la prensa es hoy la gran creadora de los prismas culturales que orientan nuestra percepción. Nadie dudará de que describir los acontecimientos de la última semana utilizando palabras como "humillaciones" o "compañías de seguridad", en lugar de "tortura" o "mercenarios", revela ya una orientación política y una actitud ante los hechos. He dicho que esos prismas culturales "moldean" u "orientan" nuestra percepción, y me he sentido tentado de decir "deforman"; pero hubiera sido injusto; no porque no la deformen, sino porque habría dado a entender que existe otra manera, objetiva, no deformada, de acercarse a esa realidad exterior que rodea nuestra mente. La deformación no se puede evitar; lo único que podemos exigir es poder contrastar las diferentes "deformaciones". Y como la dirección en que se oriente esta deformación favorece unos u otros intereses, se entiende que las pugnas por el control de la prensa, o de los medios de comunicación en general, sean tan duras y despiadadas como las competiciones abiertamente políticas por la conquista del poder. Son duras, pero necesarias, porque sin contraste de opiniones, sin pugna por hacer que se escuche una visión de los hechos, no hay libertad.

Esta verdad debe ratificarse en tiempos como los actuales, en que los viejos países liberal-democráticos, como los Estados Unidos de América, parecen sentir nostalgia por verdades y valores culturales uniformes, cuyo cuestionamiento sólo puede provenir de enemigos de la comunidad. Es especialmente trágico en un país que, hay que recordarlo, fue el que antes y de manera más radical estableció un sistema de convivencia válido para ciudadanos con distintos valores morales, creencias y costumbres. Allí precisamente surgen ahora tentaciones de defender una serie de principios básicos, como son unas creencias religiosas mínimas, una fe en la democracia o en el mercado libre, o incluso el inglés como lengua única, y oímos expresar miedos absurdos ante la "amenaza del español" de personas tan relevantes como Samuel Huntington; amenaza del español, de ese español que defiende El Nuevo Día, hoy justamente premiado, diario de Puerto Rico, país que precisamente tiene la fortuna de vivir en el pluralismo cultural. (...)

(...) El acuerdo generalizado sobre las verdades esenciales apaga la creatividad. La pluralidad ideológica es un bien que debe ser perseguido por todos los medios. Ésta, que es una verdad válida para todos nosotros como ciudadanos, es especialmente importante para la prensa. La libertad es, sobre todo, libertad de opinión, y se expresa en la prensa todos los días. Esto debe repetirse especialmente en países como España, (...) en que la convivencia entre grupos de creencias distintas se ha creído desde hace mucho tiempo imposible, fuente de inevitables conflictos. No hace mucho que nos hemos incorporado al mundo liberal-democrático y quizás no hayamos aprendido todavía suficientemente lo mejor que tiene: ese respeto básico por la libertad, por los discrepantes. La prensa cumple, pues, una función política esencial en una sociedad libre, hasta el punto de que por la vivacidad de la prensa podemos medir el grado de libertad de que disfruta un país. De ahí el aprecio que todos debemos tener por los grandes periodistas, como los galardonados, y el apoyo que debemos prestar a premios como éste.

El texto íntegro del discurso se encuentra en www.elpais.es.

José Álvarez Junco, durante su discurso.LUIS MAGÁN

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