Columna

La piedad

En el Museo Judío de Nueva York se exponen los retratos de aquellos tres héroes civiles que pagaron con su vida la idea tan simple como revolucionaria de que todos los seres humanos tenemos los mismos derechos. Eso ocurría hace muy poco tiempo, en los primeros años sesenta y en aquel Misisipí miserable y postergado, donde el Ku Klux Klan encendía sus antorchas y celebraba a la luz del fuego aquellos encuentros que más tenían que ver con el demonio que con Dios. Los tres muchachos fueron encontrados muertos, quemados. Aquel suceso permaneció en la memoria de América e inspiró una inolvidable pe...

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En el Museo Judío de Nueva York se exponen los retratos de aquellos tres héroes civiles que pagaron con su vida la idea tan simple como revolucionaria de que todos los seres humanos tenemos los mismos derechos. Eso ocurría hace muy poco tiempo, en los primeros años sesenta y en aquel Misisipí miserable y postergado, donde el Ku Klux Klan encendía sus antorchas y celebraba a la luz del fuego aquellos encuentros que más tenían que ver con el demonio que con Dios. Los tres muchachos fueron encontrados muertos, quemados. Aquel suceso permaneció en la memoria de América e inspiró una inolvidable película, Arde Mississippi, en la que Gene Hackman interpretaba magistralmente al policía que investiga el crimen y Frances McDormand componía un papel conmovedor, el de la mujer de uno de los asesinos, el de la pobre peluquera de pueblo que es capaz de reconsiderar una educación familiar y escolar en la que se aleccionaba a los niños blancos para que toda la vida se sintieran con derecho a la explotación de la población negra. Aquel crimen también inspiró esos tres retratos que dibujó el pintor judío Ben Sahn, dibujos con trazos escasos pero rotundos que expresan la tragedia de estos tres jóvenes, que ya en su gesto revelan la tristeza de saberse muertos. La violencia sureña se desató sin piedad ante la amenaza progresista de la igualdad. Era la violencia del pobre, del acomplejado, del habitante de la provincia miserable que quería defender hasta matar lo único que le quedaba, los privilegios de raza frente a esos negros, que ya no eran esclavos pero que en la práctica carecían de los derechos elementales; era la violencia desesperada ante la inminente pérdida de una superioridad vergonzante. Ahora, cuando casi cada día leemos en el periódico la muerte de una mujer a manos del hombre con el que compartía su vida, pienso en las raíces de aquella otra violencia racial y encuentro un paralelismo entre ambas: la rabia del que no quiere entender el anacronismo de su dominio. La ley debe castigar con firmeza a ese individuo nostálgico, pero la escuela debiera servir como correctora de los pecados familiares en los que tantas veces encontramos la raíz de esas ideas brutales. Es en la infancia y la adolescencia, dicen los psicólogos, cuando se aprende la idea de la piedad. Habrá que enseñarla.

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