Tribuna:EDUCACIÓN

La necesidad de un pacto escolar en España

Cuando se comenzó a debatir la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE), algunos éramos partidarios de llegar a un consenso, porque no era bueno que el sistema educativo estuviese sometido a convulsiones cada vez que cambiase el gobierno. La respuesta fue el cese de quienes defendíamos esas tesis en el Consejo Escolar del Estado, con el silencio de las organizaciones, que ahora ponen el grito en el cielo porque se pretende cambiar la ley. Posteriormente fuimos testigos de los múltiples dislates incluidos en la ley, hasta el punto de que los aspectos positivos que ésta podía aportar, pasa...

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Cuando se comenzó a debatir la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE), algunos éramos partidarios de llegar a un consenso, porque no era bueno que el sistema educativo estuviese sometido a convulsiones cada vez que cambiase el gobierno. La respuesta fue el cese de quienes defendíamos esas tesis en el Consejo Escolar del Estado, con el silencio de las organizaciones, que ahora ponen el grito en el cielo porque se pretende cambiar la ley. Posteriormente fuimos testigos de los múltiples dislates incluidos en la ley, hasta el punto de que los aspectos positivos que ésta podía aportar, pasaban desapercibidos por el carácter rancio del conjunto. El caso es que, ahora, el nuevo gobierno promete destejer el paño que la Penélope de turno tejió con tanto esmero.

Debemos echarle una buena dosis de imaginación para salir de la crisis
En este gran consenso deberían incluirse aspectos como el currículo

La polémica entre quienes proponen su derogación y los que exigen su aplicación entraría dentro de la lógica política, si no fuera porque a la vuelta de la esquina están las evaluaciones de junio, cuando todo debería estar decidido ya. Lo único cierto es que la confusión está servida, porque además todos tienen parte de razón: quienes pretenden aplazar (que no incumplir) la ley se basan en que su calendario de aplicación está establecido mediante un Real Decreto (como viene siendo habitual en todas las leyes) y, en consecuencia, se puede modificar por otro real decreto que aplace el tiempo suficiente los aspectos más polémicos. El problema es que, hasta para eso, el tiempo es escaso. Un real decreto, antes de publicarse en el BOE, debe seguir una serie de trámites que llevan su tiempo, por mucha urgencia con que se tramiten: aprobación en el Consejo de Ministros, informe del Consejo Escolar del Estado e informe del Consejo de Estado.

Dado que el nuevo gobierno ya ha apuntado qué aspectos serán aplazados y cuáles no (con bastante sensatez, por cierto) y que sabemos que se puede hacer legalmente, estas pautas deberían ser suficientes para que todas las comunidades autónomas acomodasen sus aspiraciones a la nueva realidad, como corresponde a un Estado de derecho. Más complicado pueden tenerlo las editoriales de libros de texto, que ya habían adaptado sus textos a los nuevos currículos y que ahora no saben si parar o no la impresión de los mismos.

Pero lo que hay que evitar, por encima de todo, es que vuelva a ocurrir algo así en el futuro, porque resulta perjudicial que el sistema educativo esté sometido a una desestabilización permanente. Es preciso convertir la educación en un asunto de Estado, lo que implica conseguir una ley para todos y no sólo para el partido gobernante. El artículo 27 de la Constitución supone un precedente del consenso. Para lograrlo de nuevo hay que modificar las actitudes, predisponerse para alcanzar el acuerdo y conocer el punto de partida de cada cuál, lo que permitirá ver que algunos ya han cedido mucho, mientras otros siguen en sus posiciones iniciales. Desde mi punto de vista, hay que ponerse de acuerdo en seis cuestiones clave.

En primer lugar, hay que construir un gran acuerdo con las Comunidades Autónomas, pues son las encargadas de gestionar las leyes educativas en sus respectivos territorios. Debemos partir de que España hay que pensarla desde el pluralismo y la tolerancia. Es posible que tengamos que renunciar todos a lo anecdótico para reafirmar lo esencial, que es una España en la que cabemos todos, hasta los que se sienten incómodos, siempre y cuando respeten las reglas de juego democráticas. En este gran consenso deberían incluirse aspectos como el currículo, el papel de la conferencia de consejeros, el Consejo Escolar del Estado, el papel de los ayuntamientos y la alta inspección.

En segundo lugar, hay que avanzar y mucho hacia un entendimiento con los profesores, que son los encargados de transformar las intenciones de las leyes en trabajo. Por eso a los profesores les interesan más los medios y los recursos que les asignan (tales como un menor número de alumnos por aula o el incremento de profesorado para desdobles o apoyos), que un catálogo de buenas intenciones. Con un alumnado más heterogéneo y diverso, la tarea de los docentes es más compleja y difícil, por lo que el consenso respecto a la situación profesional debe abarcar la satisfacción profesional, la carrera docente o el desarrollo profesional, la formación y la valoración social.

También en el conflicto permanente de la escuela pública-privada hay que alcanzar el acuerdo, partiendo de que ambas redes educativas están sostenidas con fondos públicos, con el fin de garantizar el derecho a la educación y la libertad de enseñanza, (puestas en igualdad de condiciones, como se recoge en la Constitución). En consecuencia, se debe establecer una igualdad de trato para todos los centros, pero también una igualdad de responsabilidades, evitando que ninguna de las dos redes sea subsidiaria de la otra. Deben abordarse aspectos como la admisión del alumnado, la homologación salarial y laboral del profesorado, la ratio común para todos los centros y la financiación real de los conciertos, para evitar todo tipo de triquiñuelas e ilegalidades.

El lugar que la religión y el hecho religioso han de ocupar en la educación nos lleva a otra de las cuestiones que exige consenso, separando este debate del anterior (lo que no siempre ha sido posible). Hay que encontrar una fórmula acertada, que también obliga a concesiones, para que nadie se sienta incómodo con la solución, lo que nunca resulta fácil. En este punto, se requiere la mayor de las sutilezas y de las generosidades por ambas partes, porque las posiciones de partida están muy firmes y no son pocas las personas que proponen volver a las posiciones iniciales sin concesiones de ninguna clase, incluyendo la revisión de los acuerdos con la Santa Sede.

En quinto lugar, hay que llegar a un acuerdo sobre los márgenes de autonomía de los centros docentes. Así, el ámbito de decisión en lo educativo correspondería a los centros, que están más próximos a los problemas y son capaces de ofrecer soluciones imaginativas. Aspectos tan complejos como los itinerarios, pueden ser decididos por el propio centro, si bien hay que acordar previamente unos criterios generales para todos los centros. La participación, la organización, la dirección de los centros y el papel de la inspección serían algunas de las cuestiones a abordar.

Finalmente, existe un sexto consenso que hay que poner sobre la mesa: la educación compensatoria. Partiendo del principio de que no todos los alumnos son iguales y que algunos están en inferioridad de condiciones, es preciso arbitrar medidas que den más recursos a quienes menos posibilidades tienen, para evitar que los grandes perdedores sean los de siempre, pues se supone que la educación es un instrumento de nivelación social. En este apartado, habría que abordar la educación en las zonas rurales y desfavorecidas, que son las de mayor fracaso escolar; la educación con los inmigrantes y con los alumnos con necesidades especiales, por citar casos.

Para abrir un debate de esa naturaleza, hay que ser consciente de que la educación es un problema ideológico. El debate sobre el currículo es un ejemplo claro de las connotaciones ideológicas de la educación, aunque tenga también un componente profesional que casi nunca se aborda. Incluso aspectos aparentemente tan asépticos como la evaluación de los centros, prácticamente aceptada por todos, tiene una enorme carga ideológica según cómo y para qué se hace, lo que está muy ligado a la ideología de quien la realiza. Las leyes aprobadas hasta el momento y los conflictos que éstas han originado nos indican, en gran medida, los pasos que debemos seguir para evitar cometer los mismos errores que ahora padecemos; pero no se logrará nada si unos y otros nos enrocamos en el maximalismo. La historia tiene que servir para no repetir siempre los mismos errores.

Por encima de todos los modelos que podemos estudiar, debemos echarle una buena dosis de imaginación para salir de la crisis en la que estamos. Nuestro alumnado se merece, al menos, que hagamos un esfuerzo. Y los problemas que tenemos no nos permiten perder mucho más tiempo.

Roberto Rey es director del Centro de Innovación Educativa (CIE-FUHEM) y ha sido miembro de la Comisión Permanente del Consejo Escolar del Estado.

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