Columna

'Entente cordiale: In memoriam'

Hoy hace cien años, Reino Unido y Francia firmaban el acuerdo que se conoce como entente cordiale, en su versión francesa, por el que ambas potencias decidían coordinar en los términos más íntimos posibles su posición en el mundo. El pacto rindió grandes frutos durante muchos años y nunca, por tanto, ha sido denunciado, aunque ya sólo sea la inscripción de una antigua lápida.

El acuerdo era imperial y aristocrático. Imperial, porque, como capitales saciadas en el reparto colonial, Londres y París aspiraban al mantenimiento del statu quo contra el arribismo nacionalista de ...

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Hoy hace cien años, Reino Unido y Francia firmaban el acuerdo que se conoce como entente cordiale, en su versión francesa, por el que ambas potencias decidían coordinar en los términos más íntimos posibles su posición en el mundo. El pacto rindió grandes frutos durante muchos años y nunca, por tanto, ha sido denunciado, aunque ya sólo sea la inscripción de una antigua lápida.

El acuerdo era imperial y aristocrático. Imperial, porque, como capitales saciadas en el reparto colonial, Londres y París aspiraban al mantenimiento del statu quo contra el arribismo nacionalista de dos recién llegados: Alemania e Italia, Estados ambos que databan de sus respectivas guerras de unificación, culminadas en 1870-1871. Y aristocrático, porque, como correspondía a la época, no implicaba necesariamente a sus opiniones públicas, sino tan sólo a los intereses de sus clases dirigentes.

La inepta diplomacia de la Alemania guillermina se dejó arrastrar a la guerra del 14 en tres frentes: contra el Reino Unido y Francia, en el Oeste, y contra los que parecían sus aliados naturales, Rusia al Este e Italia al Sur. Y era la alianza franco-británica lo que había disuadido a Roma de hacer honor a la Triplice, suscrita con Berlín y Viena a finales del siglo XIX, e inducido a Moscú a tratar de ajustar cuentas con la Drang nach Osten germánica.

En la II Guerra el acuerdo funcionó razonablemente bien, aunque la Francia derrotada por el nazismo se quejara de que Churchill no enviara suficientes hombres y menos aviones para evitar la debacle de junio de 1940. Tras la contienda, de nuevo se activó la entente, en 1956, con ocasión de la guerra de Suez, aunque con tan mala fortuna que sólo sirvió para enterrar en el Canal los póstumos delirios imperiales de los agresores. Desde entonces, la alianza, cuyos fastos se renuevan estos días, es sólo un recuerdo de naturaleza aún más ectoplásmica que la Commonwealth o la Comunidad Iberoamericana de Naciones.

El primer golpe de gracia se lo había dado la apabullante victoria militar de 1945, que permitía una reconstrucción controlada de Europa central. Francia había cambiado de aliado principal en el camino de la construcción de Europa, y el Reino Unido, desinteresado del proyecto, miraba a través del Atlántico, aunque fuera para inventarse otro bebedizo, la relación especial con Estados Unidos. Y el último fue la autodemolición de la URSS. Tanto París como Berlín, una vez descalzada la bota soviética, preferían el duopolio europeo a una troika con la participación de Londres. La división de Europa había creado una alianza que en el seno de la UE ya no era necesaria.

En francés se dice que por mucho que se espante lo natural, la realidad vuelve al galope. Y, sin imperio, ni aristocracia de Gobierno, a lo que había que sumar la construcción europea, ese regreso cobraba fuerza ancestral cuando la primera minista británica Margaret Thatcher decía en privado, en los años años ochenta, que "odiaba a los alemanes, despreciaba a los franceses porque no hacen más que perder guerras, y no se fiaba de los pueblos del Sur", o cuando la primera ministra del presidente Mitterrand, Edith Cresson, se hacía famosa por afirmar en público que, virtualmente, todos los ingleses eran homosexuales. Caricaturas, sin duda, pero que alguna representatividad telúrica tendrían, procediendo de tan altas personalidades.

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Francia es aún hoy un cierto icono cultural para británicos educados, y el Reino Unido, la cuna de la mejor música popular para franceses de todas las clases, aunque sea con instrumentación norteamericana. Pero la materialidad de la entente no rebasa hoy los límites de lo turístico-folclórico. La torre Eiffel, la moda, la cocina, algún mandarín parisino superviviente, el sonido que nació en Liverpool, los mugrientos escalones de Piccadilly y un Ejército que ya no es imperial, pero retiene alta competencia militar, son los valores que a uno y otro lado del Canal se consideran de uso. La idea del futuro de Europa y las alianzas practicables en su seno alejan, sin embargo, a Londres y París.

RIP por la que fue fértil entente, cuando la Mancha nunca pareció tan ancha y honda como ahora.

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