VIAJE DE CERCANÍAS

El grito de la pobreza

Alegrémonos: va viento en popa el negocio. Un nuevo restaurante se abre al público cada semana en Valencia. El promedio es alentador considerando que la población no alcanza todavía el millón de habitantes. Pero los estómagos que circulan inquietos por las calles ya son muchos. Aceleran o aminoran ante las pizarras del menú. ¿Cuál de esas cien mil sillas colocadas alrededor del gran mantel ocuparemos este mediodía, o esta misma noche?

Resulta excitante pensarlo, decidirlo y sobre todo perpetrarlo. Porque comer fuera de casa ya no es una costumbre sino una necesidad para la nueva clase d...

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Alegrémonos: va viento en popa el negocio. Un nuevo restaurante se abre al público cada semana en Valencia. El promedio es alentador considerando que la población no alcanza todavía el millón de habitantes. Pero los estómagos que circulan inquietos por las calles ya son muchos. Aceleran o aminoran ante las pizarras del menú. ¿Cuál de esas cien mil sillas colocadas alrededor del gran mantel ocuparemos este mediodía, o esta misma noche?

Resulta excitante pensarlo, decidirlo y sobre todo perpetrarlo. Porque comer fuera de casa ya no es una costumbre sino una necesidad para la nueva clase de necesitados de fogones profesionales, los que se mueven entre el menú de 7 y 12 euros, bebida incluida.

"Algunos vienen a cenar sin haber probado antes bocado en todo el día, y se lo acaban todo, pero pueden repetir del primer plato, y los que tienen más hambre esperan para ver si pueden llevarse algo"

Si no comes por ahí, si te quedas sentado a la mesa de tu casa, eres un miserable indigente. Se acabó todo para tí: las marcas, el sushi, la llamada desde el móvil al 2424 para que te hagan reservas.

Pero los indigentes existen. Si queremos los podemos ver. De niño me llevaban a la puerta de la Asociación Valenciana de Caridad (Paseo de la Pechina, 9) para que supiera lo que cuesta un peine. Míralos, me decía mi padre. Y yo los veía guardar cola con la escudilla en la mano. Sucios, envejecidos, enfermos.

Y hoy he vuelto por allí. Todo (menos ellos) ha cambiado. No comen de la escudilla. No los sientan a toque de campana a las mesas largas de convento en bancos sin respaldo. Ahora las mesas son para cuatro y las sillas son como las de cualquier comedor popular. Parece que vienen de picnic. Ya no traen la vasija que hace un siglo recomendaba el alcalde de Valencia, en un bando histórico, que llevaran los pobres de solemnidad por toda credencial. Hoy piden un número y se les da una tarjeta pero llegan con papeles o, si carecen de ellos, con ese legitimo certificado de súplica en sus ojos. Si necesitan ducharse, se duchan antes de pasar a comer. Y ya no apestan ellos ni la comida huele a bazofia de cuartel bombardeado. Hay un autoservicio y una médico especialista en nutrición: "Algunos vienen a cenar sin haber probado antes bocado en todo el día, y se lo acaban todo, pero pueden repetir del primer plato, y los que tienen más hambre esperan a que se acaben las raciones para ver si aun pueden llevarse si sobra algo", dice la doctora Rosa Sánchez. ¿Son muchos? ¿Más hombres que mujeres? ¿También niños? En torno a las 130 personas por comida y día. Va a rachas. Lo mismo que las nacionalidades. Antes todos eran españoles. Ahora también hay inmigrantes. Y hay que llevar cuidado con el menú: a los musulmanes no les dan cerdo, se les pone otra cosa, como en el pasado a los cristianos no se les daba carne de ninguna clase durante la Cuaresma.

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Pero la pobreza no es una religión. Mas bien es la blasfemia mal sofocada de los creyentes. Hace falta tener fe en la bondad humana, al menos, para soportar la condición de un destino sin techo, el castigo de la enfermedad mental que parlotea de noche al oído, o el alcohol, o la droga, o las humillaciones ante la papelera de una hamburguesería cuando no te ve nadie, y la ropa usada que te entregaron en la ONG, y los policías que bajan de la furgoneta que te lleva y te trae, qué mas da, de un sitio a otro cuando todos son el mismo sitio.

Ahora no llegan las herencias. Si esta Asociación fundada hace un siglo tuviera que depender de los legados familiares, de aquí solo saldrían consejos. La directora lo quiere manifestar: "En 2002 todavía recibimos una herencia anónima de 78 millones de pesetas, pero este año pasado nada, ni un céntimo", lamenta Guadalupe Ferrer, abogada y nieta del primer administrador de la Institución. Añade que sigue siendo imprescindible la ayuda económica de los valencianos.

Gracias a la generosidad de un matrimonio (marido alemán y la mujer valenciana) existe desde hace un par de años una guardería infantil atendida por profesionales y voluntarios. Y gracias a la generosidad de un peluquero, también voluntario, los pobres pueden tener ese servicio que de otro modo no podrían pagarse. Y, desde luego, si no fuera por las ayudas municipales resultaría muy problemático que las instalaciones se mantuvieran en el nivel impecable en el que están. Pero la directora reitera que la financiación de la Asociación Valenciana de Caridad proviene en un 80 por ciento de los donativos y suscripciones de los valencianos. Y añade que incluso durante la guerra civil estos donativos no faltaron, y la Asociación mantuvo su comedor y dormitorios abiertos, algo que dice mucho en favor de nuestros mayores.

Ginesa Martínez Lozano tiene 85 años. Nació en Albacete. Es viuda desde hace un cuarto de siglo. Vive con una hija de 40 años, drogadicta, y una nieta de 19 años que está en paro. Maite, la nieta, hace de buena samaritana de su abuela, y Ginesa cuida de su nieta como de una hija, y ambas cuidan de la enferma drogadicta, condenada a todos los suplicios del infierno de la droga en la que cayó a los 14 años.

Esta anciana tiene una pensión que no alcanza para cubrir los gastos mínimos de la casa. Por eso viene a comer aquí todos los días. Muestra el pase que le renuevan periódicamente desde 1999. Su nieta la acompaña y espera a las puertas del comedor. Cuando Ginesa acaba de comer, recoge algo de pan, lo guarda en una bolsa y se lo entrega a Maite para la cena. "Un poco de aquí, un poco de allá, ¿qué le vamos a hacer? Así es la vida, al menos para algunos", dice Ginesa. Luego se pone a contar su vida, cuando durante la guerra trabajaba en una fábrica de armas haciendo bombas de mano, y al acabar la guerra vino a Valencia a servir en una casa, y después entró en una fábrica de harina y allí conoció a su marido que llevaba un camión, y se casaron, y se pasó la vida trabajando y ahora tiene una pensión de viudedad que no le llega, la hija que no puede trabajar, no se ha muerto de milagro, hay que cuidarla, y además tiene a esta nieta, Maite, que de verdad es un ángel con ella, pero así es la vida, para algunos al menos, repite la anciana.

Maite la escucha. Su padre murió. Una parienta recogió a su hermana. Vive mejor, pero ella no le tiene envidia, tuvo mas suerte. Pero ella tiene a la abuela. Porque la madre es como una muerta. ¿Le dará alguien un trabajo? ¿Podemos ayudarla? Me da su teléfono: "Haga usted algo".

Se van despacio, cogidas del brazo por la acera del Paseo de la Pechina, y el ruido del tráfico les hace parar cuando Maite quiere decirle algo a su abuela, mientras los conductores -ya es hora de comer- van con demasiadas prisas en dirección contraria.

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