LA COLUMNA

¿Será posible la paz?

EL LEHENDAKARI Ibarretxe dice que su plan está abierto desde la primera hasta la última palabra; Mariano Rajoy tiene un insólito gesto de autocrítica (algo desconocido en aznarilandia) a propósito del Prestige y parece dispuesto a discutir posibles reformas estatutarias. ¿Hay que tomarlo como indicio de un cambio de rumbo o colocarlo simplemente en el inventario de declaraciones afectadas por el ambiente navideño?

Hay otros síntomas de distensión que hacen pensar que quizá en 2004 pudieran abrirse algunos caminos de racionalidad democrática en la espesa selva política espa...

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EL LEHENDAKARI Ibarretxe dice que su plan está abierto desde la primera hasta la última palabra; Mariano Rajoy tiene un insólito gesto de autocrítica (algo desconocido en aznarilandia) a propósito del Prestige y parece dispuesto a discutir posibles reformas estatutarias. ¿Hay que tomarlo como indicio de un cambio de rumbo o colocarlo simplemente en el inventario de declaraciones afectadas por el ambiente navideño?

Hay otros síntomas de distensión que hacen pensar que quizá en 2004 pudieran abrirse algunos caminos de racionalidad democrática en la espesa selva política española. Aznar se va. En todas partes se despide con bronca. Pero quizá el desplante con que dijo adiós al Congreso, dejando a Rato en posición de abrazo interrumpido, pueda quedar como el último icono de los malos modos. Arzalluz ya se ha ido. ¿Tenemos que atender al poder de la imagen y pensar que entre este hombre corpulento con voz de trueno y un hombre delgado de voz tímida como José Jon Imaz hay toda una declaración de cambio de maneras y de intenciones? También se ha ido Pujol, pero él supo mantener hilos de conexión que le dejaron al margen de las grandes broncas. Carod es ahora el nuevo fantasma que perturba España, pero Maragall se ha cansado de insistir en que ofrece lealtad y sólo pide poder. Quizá esta claridad sea también un factor de distensión. Al fin y al cabo, el lenguaje del poder debería ser el que mejor se entendiera en un Estado contante y sonante como España. Aznar, Arzalluz, Pujol, al desaparecer del escenario estas tres torres que crearon sólidos edificios con derecho de admisión reservado, algo debería cambiar en este país.

Pero hay más signos que favorecen la distensión. La derrota policial de ETA, que, al margen de acciones concretas que pueda cometer (lo ha intentado y lo intentará), vive sus peores momentos, como explicaba José Luis Barbería, metida en una fase letal en que la paranoia y la desconfianza paralizan a la organización. Sería imperdonable que una vez más entrara en acción el españolismo fascistoide que considera a ETA como un mal necesario para evitar la independencia de Euskadi. Como sería lamentable que Gobierno español y Gobierno vasco siguieran sin ser capaces de ponerse de acuerdo para dar la última vuelta de tuerca al terrorismo y organizar el día después.

El tripartito catalán también aporta su grano de arena a la distensión. Por el solo hecho de existir, ha quitado protagonismo al plan Ibarretxe y ha aportado complejidad al mapa político: ya no se habla del problema vasco, sino del problema de España. La alternancia ha sido posible en una comunidad histórica. Y esto es bueno: los nacionalistas no tienen el monopolio del Gobierno.

En fin, otro signo de distensión es la normalidad con que desde el PSOE se presenta la hipotética reforma institucional para adaptar Constitución y Estatutos a los nuevos tiempos. Zapatero parece haber entendido que a rebufo del PP no tienen nada que ganar y que quizá ha llegado el tiempo de convertir la complejidad de España en bandera política.

En democracia, las consecuencias electorales de la acción política son criterio prioritario -si no exclusivo- del gobernante. Que los síntomas de distensión se conviertan en distensión real dependerá de que las distintas partes consideren que la tensión ha dejado de beneficiarles. Aznar ganó muchos votos con su política frontal contra el nacionalismo vasco, Ibarretxe ganó muchos votos con su ruptura con Madrid. ¿Hay razones para pensar que el signo ha cambiado?

En las sociedades democráticas avanzadas, los ciudadanos eligen a sus gobernantes para que resuelvan problemas, no para que los creen. Sea culpa o no del Gobierno, que lo es, en parte, aunque Zaplana diga lo contrario, el hecho objetivo es que Aznar, al despedirse, deja sobre la mesa problemas graves que no existían cuando él llegó. ¿Tiene Rajoy razones para pensar que la ciudadanía está ya harta de la tensión y que a él le juzgará por su capacidad de apaciguar y no de encender? Ibarretxe ha visto premiada su radicalización con la transferencia de parte del voto huérfano de Batasuna. ¿Tiene todavía votos que arrancar de esta bolsa, o ha llegado ya la hora de retornar la calma a los sectores centristas de su electorado?

De la respuesta a estas preguntas depende el futuro de la distensión. Mientras, Zapatero aguarda. Su suerte depende, en parte, de un gran misterio: ¿la llamada España plural, de la que él se hace portavoz, existe? ¿Es ya un agente político instalado en la conciencia de los ciudadanos más allá de los territorios periféricos?

El lehendakari Juan José Ibarretxe.

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