Editorial:

Reformas autonómicas

Los gobiernos de siete comunidades han planteado reformas en sus respectivos estatutos que en algunos casos implican modificaciones constitucionales. El debate sobre tales reformas está resultando crispado y bastante confuso. A ello contribuye la actitud del Gobierno de Aznar, opuesto, como si se tratase de una cuestión de principios, a cualquier reforma constitucional y reticente también a modificaciones estatutarias, incluso cuando se trata de reformas propuestas en el pasado (o en el presente: Valencia y Madrid) por autonomías gobernadas por su partido o por socios suyos (Canarias).

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Los gobiernos de siete comunidades han planteado reformas en sus respectivos estatutos que en algunos casos implican modificaciones constitucionales. El debate sobre tales reformas está resultando crispado y bastante confuso. A ello contribuye la actitud del Gobierno de Aznar, opuesto, como si se tratase de una cuestión de principios, a cualquier reforma constitucional y reticente también a modificaciones estatutarias, incluso cuando se trata de reformas propuestas en el pasado (o en el presente: Valencia y Madrid) por autonomías gobernadas por su partido o por socios suyos (Canarias).

Sin embargo, no es lo mismo una reforma ventajista y contraria a los principios constitucionales, como la que plantea Ibarretxe, que la defendida desde el respeto a esos principios por Maragall, o que las planteadas en otras comunidades como actualización del consenso sobre el propio autogobierno en el marco de los límites de la Constitución, como las de Andalucía, Canarias, Aragón, Valencia o Madrid. La prueba de que no es una cuestión de principios es que todos los estatutos de régimen común se han reformado, subiendo su techo competencial, aunque es cierto que ello se ha hecho mediando un consenso entre los dos grandes partidos nacionales.

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La experiencia indica que es muy difícil evitar el efecto contagio de cualquier propuesta de reforma particular que afecte a competencias o financiación. De ahí la conveniencia de un acuerdo como mínimo entre el PP y el PSOE, como ocurrió en los ochenta y de nuevo en los noventa. Ese acuerdo es utópico ahora, en precampaña y con Aznar al frente; pero estará en el orden del día de quien gane en marzo, sea Rajoy o Zapatero. La idea de que basta con oponerse a toda reforma con firmeza para que el problema amaine no es realista. Sí lo es, en cambio, tratar de fijar su alcance de forma que no se convierta en el comienzo de una nueva escalada de agravios comparativos.

En el documento sobre política autonómica aprobado el pasado verano en Santillana, los socialistas mostraban su oposición a "una oleada de reformas estatutarias global o indiscriminada", y establecían la cautela de que "sólo resulta prudente y aconsejable" plantearlas "allí donde un alto grado de consenso democrático las considere oportunas y convenientes". La otra condición era la "impecable adecuación a la Constitución y sus valores" y el respeto a las "reglas del juego democrático". Son cautelas necesarias, sin respetar las cuales será improbable que las reformas cuenten con el necesario refrendo de la mayoría de las Cortes. Ese refrendo no es una imposición externa, sino una invitación a la negociación: a buscar en el seno de cada comunidad un consenso en torno a reformas concretas que refuercen, y no debiliten, la coherencia y eficacia del Estado autonómico. Porque la coherencia del conjunto es la mejor garantía de cada autogobierno en particular.

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