Columna

Mitad y mitad

Con la mitad de la población a favor y con la otra mitad en contra, no parece que al plan Ibarretxe haya que augurarle un futuro prometedor. Siempre lo consideré un plan que nacía muerto -debido precisamente a esa debilidad sociológica- y cuya revitalización dependía de factores que en cierta medida le eran ajenos. Un factor primordial sería el cese definitivo del terrorismo etarra, circunstancia ya indicada por el propio lehendakari mediante una expresión que puede resultar ambigua -"ausencia de violencia"- y sobre la que el propio plan "pretende actuar como agente provocador. E...

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Con la mitad de la población a favor y con la otra mitad en contra, no parece que al plan Ibarretxe haya que augurarle un futuro prometedor. Siempre lo consideré un plan que nacía muerto -debido precisamente a esa debilidad sociológica- y cuya revitalización dependía de factores que en cierta medida le eran ajenos. Un factor primordial sería el cese definitivo del terrorismo etarra, circunstancia ya indicada por el propio lehendakari mediante una expresión que puede resultar ambigua -"ausencia de violencia"- y sobre la que el propio plan "pretende actuar como agente provocador. El fin de ETA convertiría al plan en horizonte único de las aspiraciones abertzales, lo que le permitiría aunar fuerzas en su torno, al tiempo que podría ser esgrimido como un logro propio del plan y, por lo tanto, como aval de su eficacia y necesidad ante sectores de la ciudadanía no necesariamente abertzales. Digamos que el fin de ETA ampliaría, en las expectativas del lehendakari, el espectro de recepción al plan.

La vinculación de la eficacia del plan con el fin del terrorismo, lo hace depender de otro factor de fundamental importancia para su puesta a punto: el tiempo. El plan Ibarretxe es de recorrido largo, y lo es por un doble motivo. En primer lugar, porque no está en su mano determinar el final de ese factor -el terrorismo- del que tanto depende su eficacia, y en segundo lugar por su debilidad de partida. También por este segundo motivo necesita tiempo: un tiempo de espera de las circunstancias propicias, y un tiempo de agitación, porque para su éxito son fundamentales los fallos del contrario. La dependencia de tantos elementos ajenos hacen del plan una apuesta -como también se lo ha definido-, una apuesta en el aire, casi un catalizador de todos esos elementos de los que en realidad depende. Si ninguno de ellos se mueve, el plan Ibarretxe es puro humo condenado al fracaso -convocado ahora mismo, Ibarretxe seguramente perdería el referéndum y el cargo de lehendakari-. Pero la virtud del plan, su margen de posibilidad, reside en que esas circunstancias se muevan, de hecho en hacer que se muevan, un objetivo que puede estar consiguiendo.

El plan Ibarretxe ha logrado remover unas aguas que no le eran propicias. Un proyecto lanzado en principio desde, y para, el sector nacionalista moderado del país no podía triunfar si no conseguía atraer a otros sectores a su causa. Para ello le era de vital importancia remover las aguas. Y lo hará durante el tiempo que sea necesario, salvo que el tiempo se le vuelva en contra, es decir, salvo que toda la agitación provocada ponga en riesgo la hegemonía de las fuerzas que promueven el plan. No parece que de momento esté ocurriendo eso, pero no es imposible que ocurra. La realidad política del país se ha manifestado tenaz, como los propios nacionalistas pudieron comprobarlo a raíz de Lizarra, cuando la tregua de ETA no produjo los beneficios electorales que se esperaban de ella. Hubo movimientos dentro de los bloques, pero no entre los bloques. Bien pudiera suceder ahora lo mismo, que Ibarretxe chocara contra el mismo muro -esa mitad y mitad-, con el agravante de que una prolongada desestabilización acabe desgastándolo. Dependerá de la capacidad de aguante de la ciudadanía y de la habilidad que muestre Ibarretxe para utilizar a su favor las reacciones que ha puesto en marcha con su plan: medidas del Gobierno, movimientos de la oposición constitucionalista, reacción de ETA, situación catalana, etc.

El plan de Ibarretxe es, pues, como una piedra lanzada a una superficie líquida. Destinada a ir al fondo, lo importante en este caso son, sin embargo, las ondas que produce. El plan se sitúa al nivel de esas ondas, las necesita y trata de salir adelante a costa de ellas. Lo consiga o no, ya nada será igual que antes de que se arrojara la piedra. Es posible que antes o después, y a pesar de su probada testarudez, el lehendakari se vea obligado a aparcar su plan como un proyecto de futuro y a presentar una retirada alternativa. Esta le podría venir impuesta por un fracaso electoral. Si no fuera así y las urnas le siguieran siendo favorables, la retirada continuaría estando determinada por las ondas provocadas por su plan. La ventaja, o la habilidad, del lehendakari reside en haber conseguido que nuestro futuro dependa en realidad de ellas. En haber convertido su piedra en un mojón en torno al cual se estructura el espacio, en este caso la política.

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